
— El Salvador, camino de convertirse en el país más violento del mundo luego que agosto terminara con 911 homicidios
— Una crónica de 11 semanas inmerso en la nueva guerra no declarada que sacude el país centroamerican
6 de julio
Solo seis meses me fui, pero al volver a casa me encontré un país en guerra. Cuando mi avión aterrizó en El Salvador a las 6 y media de la tarde ya se contaban por lo menos ocho muertos, según el Twitter de la Fiscalía General de la República (FGR). Una cuenta que va apuntando uno a uno los homicidios que se cometen en todo el país. Algunos homicidios se les escapan, ya que muchos no se reportan y la carga laboral de la FGR es muy grande, pero las cifras que brinda dan una idea de lo que está pasando: si la FGR dice ocho significa que a lo mejor fueron diez; y así…
Dos policías y el hijo de uno de ellos. Dos pandilleros. Tres civiles, uno de 19 años, igual que yo. Todos murieron ese mismo día en el que yo me daba cuenta que llegaba a un país diferente. Un país que no era igual al que dejé en enero, cuando el primer mes del año cerró con 334 asesinatos, según los datos del Instituto de Medicina Legal (IML). En cambio, junio terminaría con 677 homicidios, más del doble. Algo ha cambiado desde entonces.
15 de julio
Las cosas comenzaron al revés aquí: primero vino una tregua, cuando según las autoridades aún no había guerra. ¿Por qué buscar un armisticio cuando no hay guerra, entonces? Básicamente, porque en marzo de 2012 morían asesinadas alrededor de 14 personas al día en todo el país. Antes de la tregua había un país donde las pandillas tenían un control casi total en ciertas comunidades y donde sus estructuras de extorsión y narcomenudeo eran ya sólidas. Ahora las cosas están peor.
Por eso, a mediados de marzo del 2012, el gobierno del entonces presidente Mauricio Funes consideró que lo mejor era negociar con estas pandillas, darles ciertas comodidades con tal que dejaran de matarse entre sí. Las dos principales pandillas, la Mara Salvatrucha 13 (MS13) y el Barrio 18, que se partió en dos fracciones: los Revolucionarios y los Sureños, hicieron un pacto de no agresión entre ellos. Con la asesoría de un ex guerrillero del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN, el partido de gobierno) y de la Iglesia Católica, logró que los homicidios se redujeran en un 60%.
Pero la paz no duraría mucho. La opacidad de las negociaciones hacía que la gente tuviese una mala imagen del proceso y en febrero de 2014 estaban convocadas elecciones para elegir a un nuevo gobierno. El FMLN sabía que continuar con la tregua podría darles malos resultados en las elecciones y pronto empezaron a cambiar las cosas. Para diciembre de 2014, ya con el nuevo gobierno, la tregua terminó guardándose en un cajón y quedó como un simple recuerdo para la historia.
Las autoridades insisten en que no hay guerra pero cada día mueren 16 personas asesinadas. Los pandilleros vieron la retirada de la tregua como una traición y empezaron a atacar cualquier símbolo de autoridad que encontrasen, siendo para ellos la Policía Nacional Civil (PNC) su principal blanco. Los ataques a la PNC fueron aumentando día tras día, así que los policías empezaron a contraatacar. El propio director de la PNC, Mauricio Ramírez, llamó a los agentes a “disparar sin miedo al delincuente”.
Estamos en un país donde las pandillas asesinan policías por venganza y donde los policías masacran jóvenes y manipulan pruebas, solo porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado; como hicieron en marzo de este año en la finca San Blas. Pero, aun así, para ellos no hay guerra.
25 de julio
No se puede pensar que las cosas están bien cuando al pasar por una de las dos calles centrales de San Luis Talpa, un municipio de la costa, se encuentra la calle bloqueada por tres filas de tres barriles cada una. Los barriles están en zig zag y pintados de amarillo chillón. Son unas barricadas que me obligan a frenar el pickup que me lleva a la playa. Tres filas de barriles llenas de cemento que protegen la fachada de la sede municipal de la PNC.
Paso con cuidado las barreras, como si fuera un combatiente en un campo minado. Los barriles me obligan a desacelerar y cruzar la calle con cautela. Una trinchera que no estaba hace 6 meses cuando crucé por última vez esta calle, la que me lleva al rancho de playa de mi infancia, pero también al primer lugar donde me asaltaron a punta de pistola cuando acompañaba a mi abuelo a dejar material de limpieza para la piscina. Un disparo latente que nunca sonó, pero que se llevó el anillo y el reloj de mi abuelo. Quizá la trinchera siempre estuvo ahí, imperceptible, tambaleándose ante los ojos del policía que observa los movimientos de mi pickup mientras paso la última fila de barriles.
He avanzado unos metros cuando me atrevo a preguntar de dónde han salido esos barriles amarillos llenos de cemento. “Son para que no ataquen el puesto de policías”, responde mi madre con la naturalidad de quien ve eso todos los días. Vuelvo a verla con preocupación. Al fondo de uno de los pasajes aledaños a la calle principal alguien celebra un bautizo, un miting o un culto. Frente a la carpa vigilan tres militares uniformados. “Hoy han anunciado toque de queda en la noche”, musita mi madre. Los militares ven pasar el pickup, siguiendo cada uno de sus movimientos. Sigo mi camino como si nada.

27 de julio
El lunes 27 de julio de 2015 fue uno de los días más caóticos de la historia de San Salvador. En la televisión pasaban V de Vendetta mientras descansaba después de 2 horas de conducir en el tráfico. El caos vehicular se debía a que el transporte colectivo del país se había paralizado indefinidamente, después de que el día anterior, domingo 26, aparecieran 2 buses quemados y con papeles tirados por el suelo en los que se leían amenazas de los pandilleros: “Se les comunica que el transporte público tendrá un paro de labores a partir del día 27. Las primeras unidades que transiten deberán atenerse a las consecuencias”, rezaba uno de los mensajes.
Y así, con esa facilidad, las dos pandillas más importantes del país lograban frenar todo el transporte colectivo y dejar a muchísimas personas sin la posibilidad de ir a sus trabajos. Además, las amenazas de toque de queda lograron que la mayoría de empresas, públicas y privadas, dejaran marchar a sus trabajadores antes de la hora de salida.
Mientras en la televisión V hacía volar el Old Bailey de Londres, en la vida real una granada M67 explotaba en la terraza de un hotel lujoso en la zona alta de la capital. Y después de la granada vendrían los buses quemados y los motoristas asesinados por atreverse a desobedecer las órdenes de los pandilleros. Uno de ellos fue asesinado a tempranas horas de la mañana, a dos calles del trabajo de mi madre y solo un par de horas después de que yo pasara por ahí para dejarla. La consecuencia fue que por la calle apenas se veía un bus, por miedo a ser atacados de la misma manera.
Al mismo tiempo que yo miraba la televisión mi madre me contaba que mis hermanos tuvieron que regresar a casa antes de la hora de salida. “Han suspendido las clases hasta el 12 de agosto por eso de las pandillas y del paro de transporte”, me dijo con la mirada perdida en la pantalla. Me contó que esa misma noche había amenazas de enfrentamiento directo entre policías y pandilleros, así que me pidió que por favor no saliera de casa, a pesar de que ya tenía planes.
De pronto, la película se interrumpió justo cuando una turba de personas enmascaradas tomaban Londres. Era un mensaje pregrabado del presidente Sánchez Cerén. Empezó a hablar de medidas desesperadas para desestabilizar al gobierno. Habló de la derecha, del partido opositor, pero no anunció ninguna medida para contrarrestar el caos. Y mientras el presidente decía en la pantalla que había que mantener la fe y ser fuertes, subía a un avión hacia Cuba para hacerse un chequeo médico que no era de vida o muerte. Mientras, el país se desangra.
Cuando terminó el mensaje, en la televisión apareció el Parlamento Británico en llamas y con fuegos artificiales, mientras la gente contemplaba pasmada cómo su revolución había triunfado. Todo terminó con una V gigante en el cielo. V de victoria o de venganza. Quizá tenía razón mi madre cuando decía que en la televisión hay puras mentiras.
5 de agosto
Visto en Twitter: “Recibimos al primer día del mes de julio con 15 ratas eliminadas por atentar contra la autoridad, 15 parásitos menos en nuestro El Salvador”. La cuenta se llama @HeroeAzulSV y está manejada por policías. De entrada se percibe que algo está mal. Entre llamadas patrióticas a apoyar a los policías y consejos familiares sobre cómo “no dejar abandonados a sus hijos y que se hagan vagos” hay una multiplicidad de tuits que los felicitan por “eliminar criminales” o por “cazar ratas”.
Las fotos que acompañan los mensajes no son menos impactantes. Son imágenes a las que nadie más tiene acceso, de primera mano y demasiado ilustrativas. En la mayoría se pueden ver los cadáveres de los pandilleros llenos de sangre y con pistolas estratégicamente ubicadas para que salgan en el encuadre. Algunas incluso han sido pixeladas ya que, como ellos mismos explican, “violamos normas de Twitter por contenido inadecuado y sensible” y las eliminaron.
Ellos aclaran que no son la cuenta oficial de la PNC y así es: la oficial es @PNC_SV y en ella se publican comunicados de prensa y avisos del tráfico. Pero @HeroeAzulSv tiene más de 8 mil seguidores. Políticos, como el diputado Guillermo Gallegos, han demostrado su apoyo a esta cuenta. Además, tiene el apoyo de gran cantidad de ciudadanos que los alientan con mensajes como “ni un solo paso atrás, a terminar con los criminales”.
Su discurso es simple: matar pandilleros es patriótico y honrado. Un mensaje que, al contrario de la tregua, consigue respuestas positivas por parte de la población. Para ellos matar es la solución y eso no acabará hasta que los eliminen a todos.
11 de agosto
Después de haberlo visto tantas veces en televisión no pude evitar ponerme nervioso antes del encuentro. Dagoberto Gutiérrez, uno de los comandantes de la ex-guerrilla salvadoreña del FMLN y firmante de los Acuerdos de Paz de 1992, nos recibió en un aula de la universidad de la que es rector. Cuando me senté en la silla a esperar apareció él. Con el carácter jovial que lo distingue se presentó y nos tendió la mano, mientras hacía bromas. Nos habían dicho que era buena idea llevarle una “semita” de regalo, un pan dulce típico de El Salvador. Lo recibió con gusto, partió cuatro pedazos y pidió café. “A ver, ¿de qué quieren hablar?”, nos dijo.
Dago, como se le conoce comúnmente, es de los que defiende que actualmente en El Salvador se está viviendo una guerra. Y si lo dice él es que así es. Después de todo, él luchó con la guerrilla salvadoreña en aquella cruda guerra de los años 80 que marcó el rumbo y el presente del país.
—La guerra de aquel entonces era una guerra política. En cambio, hoy tenemos una guerra social. Lo que vivimos ahora no se trata de fuerzas invisibles que han aparecido en los pliegues de las noches.
—Claro, las pandillas vienen de procesos migratorios y deportaciones de Estados Unidos, pero ¿por qué no se pudo detener su crecimiento o parar el fenómeno desde el principio?
—Todo esto viene desde la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, cuando se renunció a la política. Nadie debía hacer política. Lo que la gente tenía que hacer era ir a votar, nada más. Pero el sistema económico-social no se puede cuestionar, el poder oligarca está garantizado, el Gobierno lo garantiza. Así se acabó con los movimientos sociales y por eso en El Salvador no hubo posguerra. Lo que se creó fue una sociedad del mercado total donde las desigualdades fueron aumentando. Se dejó a una parte de la población olvidada.
—¿Y es esta parte de la población olvidada la que se está organizando y reaccionando violentamente?
—Lo que tienen las pandillas es una ideología de mercado: destruyen a la competencia, controlan territorios, tienen una simbología, crean fidelidades y hacen negocios.
—¿Nada que ver con la guerrilla de los años 80, entonces?
—Nuestros objetivos como guerrilla eran dos: terminar con el poder hegemónico de los militares y con la exclusión política. Ellos, en cambio, lo que quieren es terminar con la exclusión económica y social. Quieren “una parte del pastel”.
Hay que entender que estas pandillas nacieron en Estados Unidos, principalmente en Los Ángeles. Formadas por migrantes latinoamericanos que fueron llegando en diversas oleadas, se volvieron más intensas en los años 80 debido a las guerras civiles que sacudían Centroamérica. Ya desde 1945 se reconocen pandillas que subsisten hasta la actualidad, como la Eighteen Street Gang, ahora Barrio 18. No fue hasta 1990, debido a las deportaciones masivas desde EEUU, que estas bandas finalmente llegaron a El Salvador.
Su origen y desarrollo explica de alguna manera esta “ideología de mercado” que, según Dagoberto, tienen las pandillas. Y esta ideología les está funcionando, por el momento. Las pandillas se han convertido en un poder capaz de imponer su voluntad. “En la confrontación actual, el gobierno está siendo derrotado”, concluye Dagoberto.
Aunque el fenómeno de las pandillas es muy amplio y complejo, al terminar la entrevista con Dagoberto tengo esa sensación extraña de entenderlo todo de pronto, de tener respuestas. Pero, aun así, la realidad nos nubla la mirada con solo enfrentarnos a ella.
20 de agosto
Mientras el país va en camino a convertirse en el más violento del mundo y los homicidios aumentan cada hora, hay personas que mueren por decisión propia. Un informe del IML muestra que, de enero a junio, 270 personas cometieron suicidio. 270 en 180 días: más de un suicidio diario.
Cuesta entender que, en un país donde la vida está siempre en juego, una persona pueda tomar la decisión de quitársela, cuando es casi un milagro seguir vivo. Sin embargo, si observamos los datos detalladamente, se puede entender el fenómeno: el rango de edad donde hay más suicidios es el que va de los 15 a los 19 años (41). De los 270 suicidios del primer trimestre del año, 120 fueron cometidos por personas de entre 15 y 29 años.
120 jóvenes que deciden quitarse la vida en medio de una guerra que amenaza la vida de todos. Jóvenes que a lo mejor se sintieron acorralados por la violencia y decidieron que era mejor tomar las riendas del asunto. O quizá jóvenes que quisieron huir, no pudieron y se vieron amenazados, echados de sus casas. Es probable que nunca lo sepamos porque en la mayor parte de los casos se desconoce el motivo del suicidio. En medio de tantos cadáveres, nadie habla de estos muertos. Parece que no existen.
23 de agosto
“La situación está totalmente controlada”, dijo el comisionado presidencial para la seguridad, Hato Hasbún, después que fueran encontrados muertos 14 reos del centro penal de Quezaltepeque. El fiscal general, Luis Martínez, afirmó que desde el viernes sabían que “algo así pasaría”. Y pasó. No lo evitaron. No es la primera masacre que ocurre en un centro penal: en 2004 murieron 32 reos en el penal de La Esperanza.
Según contaron las fuentes oficiales el motivo de la masacre fue una purga dentro de la fracción revolucionaria del Barrio 18. Pero ya desde el primer minuto empezaron a sonar teorías conspirativas en las redes sociales como que había sido un plan de los policías. Incluso el controvertido Vicepresidente del Congreso de El Salvador, Guillermo Gallegos, comentaba en su Twitter que “pasó lo que queríamos que pasara”. Y la gente le contestaba que no, que muy pocos habían muerto.
La gente se olvidó de los 14 reos muertos en un par de horas.
25 de agosto
Hace varios días que no veía a Daniel. No había venido a ninguna de las reuniones ni salidas que habíamos organizado con los amigos. Decidí llamarle para saber cuándo nos veríamos. Cuando me contestó lo hizo con una voz apagada, como enferma. Le pregunté que por qué no había venido a mi casa en todos estos días y me contó que su madre no lo dejaba salir. “Llevo tres días aquí encerrado. No puedo salir porque a mi mamá la han extorsionado y estamos bajo amenaza”.
La madre de Daniel es dueña de un taller automotriz, una presa deliciosa para los extorsionadores. Un día le llamaron por teléfono y le dijeron que sabían dónde vivían y cuántos eran en la familia. Le dieron horas de salida y llegada de todos los miembros de la familia, nombres, edades, lugares de estudio y de trabajo. Le pidieron que, “si realmente le importan sus hijos”, pagara una cifra determinada antes que terminara la semana.
El problema era que ellos ya pagaban a alguien más. “En el taller tenemos una renta fija con los pandilleros de la comunidad que queda justo al lado”, me explicaba Daniel. Es decir, cada mes tenían que pagarle una cuota a la pandilla para poder trabajar en la zona. Pero aun así, un día llamaron unos que no dijeron ser de la pandilla y les pidieron una cuota extra. Entonces supieron que algo andaba mal.
“Mi abuelo, que es dueño de otro taller, mandó a uno de los trabajadores a hablar con la pandilla de la zona”, me contó Daniel. Pero cuando el trabajador llegó y les preguntó por qué les estaban cobrando más los pandilleros lo miraron extrañados. Los que cobraban no eran de la misma pandilla y nadie cobra en la zona del contrincante. “Le dijeron que no se preocupara, que ellos los mataban”. La ley del plomo. Así de sencillo.
Pero el abuelo de Daniel decidió no llegar a esos extremos y pidió una segunda opinión a otro grupo de pandilleros. La respuesta fue la misma: “no se preocupe, nosotros los matamos”.
Mientras tanto, las llamadas siguieron llegando. Así que un día la madre de Daniel le pidió que la acompañase a ver a un detective privado. Era la primera vez que salía de casa en dos días. Cuando llegaron a la oficina se encontraron con un edificio moderno, de paredes blancas y muebles limpios. “El detective era un hombre de unos 50 años, bajito y moreno. En su escritorio lo tenía todo ordenado y en el estéreo sonaba El pueblo unido jamás será vencido… así, en loop”, me contaba Daniel.
La madre de Daniel conversó con el detective por mucho rato. “Le dijo a mi mamá que si volvían a llamar dijera que el taller había cambiado de administrador y diera el número de él, del detective. Pero mi mamá nunca quiso contestar, así que no lo hizo”. Después de eso vinieron otras reuniones. Hasta que de repente, un jueves, ya no llamaron. Llegó el viernes y tampoco sonó el teléfono. Le pregunté a Daniel cómo habían solucionado el problema. “Yo no sé si se ha resuelto, pero cuando le pregunté a mi madre cómo lo había hecho el detective, ella hizo con la mano la forma de una pistola y ya no me dijo más”. La ley del plomo. Así de sencillo.

4 de septiembre
Esa noche nos salvó La calle de las sirenas, esa canción pegajosa de los Kabah, una banda mexicana de los 90. Era mi último viernes en el país y habíamos ido a celebrarlo a una discoteca que está a dos cuadras de mi casa, un lugar que no parece discoteca: es una casa típica de esta zona de la ciudad, con ventanas a la calle, un gran portal y jardín interior. Si uno pasa por ahí de día, jamás llegaría a pensar que es una discoteca.
Eran cerca de las 2 de la madrugada cuando decidimos que era un buen momento para salir a buscar mi coche, que estaba dos cuadras abajo. Ya íbamos para afuera de la discoteca cuando escuchamos la canción favorita de nuestro mejor amigo. Así que decidimos bailar esa última canción y luego salir. Sin saber que nos estaba salvando la vida.
Al salir, vimos que todo estaba muy oscuro. “Solo son dos cuadras”, nos dijimos. Así que en lugar de tomar un taxi pensamos en caminar. Después de todo, era la zona alta de la ciudad, la zona segura y de casas grandes. Empezamos a bajar, pero antes de que pudiésemos cruzar la calle escuchamos 5 disparos. Pam, pam, pam, pam, pam. Y después un largo silencio. Nos quedamos paralizados a media calle. No dijimos nada y caminamos hacia atrás, buscando algún lugar donde refugiarnos. Por un momento pensé que esa fiesta de despedida del país sería el último momento de mi vida y que todas las precauciones del viaje no habrían valido para nada. Por la simple razón de caminar dos cuadras.
En la esquina frente a la discoteca encontramos a un taxista que nos ofreció llevarnos las dos cuadras hacia abajo, donde estaba mi coche. Nos quería cobrar el doble de la tarifa normal porque, según él, se estaba poniendo en peligro al conducir a esa hora y sobre todo después de haber escuchado los disparos. Cualquier momento es bueno para hacer negocio. Logramos pactar el precio y el taxista aceleró, cruzando semáforos en rojo, con tal de llegar y volver lo más rápido posible a un lugar seguro.
Cuando volví con el coche aparqué frente a la disco. De pronto pasó un coche de policía rápido y con las sirenas puestas, en la dirección en que habíamos escuchado los disparos. Mi novia me miró preocupada y solo me dijo: “Ser joven en este país es muy peligroso…”
11 de septiembre
En Barcelona hay fiesta en la calle. La gente celebra la Diada y por la noche hay conciertos en Arc de Triomf. Al volver a casa hablo un rato con mi novia, que sigue en El Salvador. Ella me pregunta si he visto las noticias. Le digo que no, que no he tenido tiempo, y entonces me cuenta que hace un par de horas un coche bomba explotó frente al Ministerio de Hacienda. “Cosas como esta me hacen sentir que no hay un solo lugar seguro en este país”, me dice.
Pero este no es el primer atentado terrorista que hay en El Salvador en lo que va de año. Desde junio se han reportado tres: un vehículo cargado con una M-67 que fue desactivado a tiempo a mediados de junio, un automóvil cargado con C-4 que no logró estallar frente al Ministerio de Justicia y, finalmente, éste frente al Ministerio de Hacienda, que aunque sí estalló solo produjo daños materiales.
De pronto, la realidad vuelve a mí y me recuerda que en casa, al otro lado del Atlántico, se está desarrollando una guerra que dejó tras de sí la inhumana cantidad de 911 homicidios solo en el mes de agosto; una cifra récord en la historia de El Salvador. Una llamada de emergencia para un país que se hunde.
Para dar una idea, en toda España murieron asesinadas 302 personas en 2013. El Salvador triplicó esa cantidad en solo un mes, a pesar que el país tiene una superficie 24 veces menor y 40 millones de personas menos que España.
Esto quiere decir que, en los dos meses que estuve en el país, murieron asesinadas 1.378 personas, entre ellas niños, estudiantes, gente como yo. Mientras tanto, el gobierno reconoce el enfrentamiento pero sigue evadiendo la palabra “guerra”. El Secretario de Comunicaciones de la Presidencia de la República, Eugenio Chicas, aseguró en una entrevista realizada por el periódico digital El Faro que continuarán con el enfrentamiento directo con las pandillas, a pesar de que “lamenten mucho” que eso esté causando más muertos. “Estamos capturando a los delincuentes, persiguiendo sin tregua. ¿Que esto está produciendo muchos muertos? Bueno, era de esperarse”, señaló Chicas en la entrevista, al mismo tiempo que anunciaba que no pararían con su estrategia para combatir la violencia hasta terminado el 2016.
La población salvadoreña vive en una burbuja que le ayuda a seguir adelante en su día a día, ignorando la guerra que explota a su alrededor. Pero cada vez la burbuja es más pequeña y el conflicto nos toca más de cerca. La de El Salvador es una guerra como todas: hay armas, hay secuestros, hay desaparecidos, hay daños colaterales, hay bandos, hay líderes y hay muertos. Muchos muertos. Lo que empezó como un grupo de jóvenes deportados en los 90 ha terminado con grupos que ahora el gobierno considera “terroristas” y quiere exterminar. Después de 23 años, El Salvador puede decir que vuelve a estar en guerra. O quizá es que nunca tuvimos paz.