
— Entre 1992 y 1996, el estadio de fútbol del barrio de Grbavica fue primera línea de frente del Sitio de Sarajevo
— El 22 de noviembre, el exgeneral del Ejército de la República Srpska, Ratko Mladić, era condenado a cadena perpetua por genocidio y crímenes de guerra en Srebrenica y Sarajevo
El balón llega a la tierra, un césped encharcado cada vez más blanco, avanza lentamente y se detiene. Ya es la 13:30h de la tarde. Quince grados bajo cero.
—En Belgrado o en Zagreb esto no pasa. Allí tienen dinero, buenos estadios para afrontar la nieve y lo que haya. Pero el Željezničar no.
Semir Hemić se ajusta el polar de plumas. Sonrisa de colega, manos en los bolsillos, resignación sin amargura, de buen rollo. Ha venido desde Banovići, pueblo de Tuzla a tres horas de aquí, Grbavica, a ver el Derby de Sarajevo. Pero en breves momentos se suspenderá por la nieve, tras media hora de vaivén de los árbitros y un intento imposible de despejar el campo. En la grada norte del estadio, los Maniaji [maníacos], los ultras del Željezničar abren los botes de humo naranjas y azules, su color, y algunos con muchos huevos se aúpan en la tribuna sin camiseta. Como sus rivales, los Horde zla [Hordas del diablo] del FK Sarajevo, en la jaula de enfrente que, mucho más nerviosos, haciendo énfasis en su dureza, descienden desde la tribuna hasta el límite del campo encapuchados con bengalas rojas, elegantes. Tampoco hay demasiadas muestras de tristeza, ni tensión entre los hinchas, en comparación a esas recurrentes imágenes de hostias en otras zonas de los Balcanes. Nada de lo que podía augurar la prohibición de la entrada de no meter armas cortas y granadas de mano al campo. El Derby se jugará pronto. Quizás el martes o el miércoles. El Estadio del Željezničar no está preparado, la dirección lo sabía, todos lo sabían, el tiempo lo anunciaba. Así es la afición yugoslava.
El Derby se jugará pronto. Un clásico en un frente de guerra.
27 de noviembre, la nieve se deshace
Barrio de Grbavica, Novo Sarajevo, límite con el río Miljacka. Gran parte de sus edificios, altos, rectangulares, grises, de marcada estética socialista y proselitismo obrero, muestran con rubor los impactos de obús, mortero y metralla serbia, de conocido sadismo y en menor grado, pero presente, de una defensa bosnia independiente, en ese momento, deplorable. Cortes recientes de un cuchillo oxidado, entre la niebla, parecen las heridas del sitio de Sarajevo, uno de los episodios de mayor salvajismo de las últimas décadas, un eco constante entre esos edificios que hoy se ciernen sobre las aceras nevadas.
Hace 25 años, Grbavica se convirtió en un feudo četnik (ultranacionalista serbio), aunque, más allá de Grbavica (Žbanić, 2006), hoy nadie habla de aquello. Aquel mayo de 1992 llegaron las fuerzas del Ejército de la República Srpska (VRS) y la parte del Ejército Popular Yugoslavo que no reconocía la independencia bosnia, tras un intento malogrado de hacerse con el núcleo urbano. Los francotiradores pasaban de edificio a edificio, disparando desde ellos al centro de la ciudad, como sus compañeros del monte Igman y el Bulevard Mese Selimovica, vía también conocida como la Avenida de los francotiradores. Este barrio del suroeste de la capital albergaría a unos 4.500 serbios, 1.500 bosnios musulmanes y 300 croatas durante los cuatro años de asedio, según contabiliza el corresponsal de guerra Plàcid García-Planas en su Jazz en el despacho de Hitler (2010).
Muchos caían entre fuegos cruzados, mientras que otros sobrevivían a saber cómo, en lo que se convertía en un campo de prisioneros y de gritos, con su sede en el centro comercial. Mientras, el paramilitar Veselin Vlahovic, popularmente llamado el carnicero de Grbavica del grupo Beli Orlovi [Ángeles Blancos], se cargaba a todo lo que pillaba. Las violaciones constantes de bosnias musulmanas, con el plus de tortura de rigor, y forma despiadada de limpieza étnica en diferido (muchas de ellas liberadas una vez embarazadas), serían innumerables. El bloqueo de suministros eléctricos y de agua, y de la entrada de víveres, como en el resto de la ciudad, fue permanente.
Y en el límite del suburbio, por donde bajaban las fuerzas del VRS como en un hormiguero, el Estadio del Zeljo para los colegas, Željezničar para visitantes, el equipo de los trabajadores del tren, la locomotora. Más conocido por ser el ganador de la Liga de Yugoslavia en 1972, cuatro veces campeón de la Liga Premier Bosnia y cinco veces campeón de la Copa Bosnia. Actualmente, el Zeljo está a solo dos puntos del primer equipo de la Liga, el croata Siroki Brijeg, por delante del FK Sarajevo.
No es un gran equipo, el Željezničar, al menos no en los términos de estándares profesionales europeos. Con una deuda de cinco millones de marcos, una brutal rotación de dirección, y con un campo de mierda en el que se te hunden los pies al pisarlo, nieve o no, su mayor logro europeo se remonta al 24 de abril de 1985, cuando bajo la dirección de Ivica Osim llegaron a la semifinal Copa de la UEFA. Fueron derrotados por los húngaros del Videoton por 2 a 1, que se enfrentarían al Real Madrid en la final. En la temporada 2002-03, el Zeljo se marcaría otro tanto cuando llegó a la tercera ronda de clasificación de la Liga de Campeones. Como estrella del equipo, el delantero Edin Dzeko, jugador de la AS Roma desde 2015, anteriormente del Manchester City para el cual ganó el título de la Premier dos veces. Punto.

Pero en mayo de 1992, el estadio del Željezničar, construido en 1953, se convertiría en la primerísima línea de frente de un asedio de cuatro años.
Un mes antes, el cinco de abril de 1992, tras la Declaración de independencia del país, la guerra se iniciaba oficialmente en la capital, con los primeros dos muertos bajo artillería serbia en una manifestación por la paz. El fútbol se detuvo en seco, aunque no por mucho tiempo.
Refugiado en EE.UU. a seis meses de acabar la guerra y vecino de Dobrinja, barrio fronterizo con República Srpska (49% del territorio del país según los Acuerdos de Dyton de 1995), Amar Sabeta, de 37 años, colaborador en temas web del Club y socio desde 1997, explica lo que ocurrió tras la suspensión del partido entre el Zeljo y el FK Rad de Belgrado aquel mismo día en el estadio:
—Ya no se jugaba, pero el 4 de mayo de 1992, incendiaron el estadio, haciendo desaparecer la tribuna occidental de madera. 316 trofeos y valiosa documentación del Željezničar se perdió, el campo de juego se llenó de minas —explica Amar Šabeta, que continúa su narración sin esperarme—. Muchos de los jugadores, como Vidović o Stanic, se fueron al extranjero huyendo de la guerra, mientras que otros combatían en el Ejército de la República de Bosnia y Herzegovina. El equipo sobrevivió a duras penas, aunque para ser sinceros tampoco es que futbolísticamente nos fuese muy bien—. Y ríe, dando cuenta de un humor negro, muy común por aquí. Casi estaban peor que en la II Guerra Mundial.
La destrucción del estadio de Grbavica es una representación visceral del fin de la “convivencia” entre serbios, bosnios y croatas, tras la disolución de la República Federativa Socialista de Yugoslavia y el inicio de las guerras de los Balcanes. Fundado en 1921, el Željezničar nace de un pequeño taller de jóvenes trabajadores ferroviarios de Sarajevo, de ahí su nombre, que “no se sentían representados en los clubs existentes hasta la fecha: SAŠK de la comunidad croata, Slavija de la serbia, Đerzelez de la bosnia y Barkohba de la judía —enumera Sabeta—. Todos con base étnica. El Zeljo sin embargo, nacía como un club obrero de todos. Y podemos decir que sigue siéndolo… como antes de la guerra, que tenían hinchas bosnios, serbios y croatas. Todo el mundo puede dar apoyo, aunque seguramente no como equipo principal y, obviamente, la mayoría son bosnios, de Grbavica y barrios cercanos”.
Entre abril de 1992 y mayo de 1996, sin embargo, en el estadio del Željezničar se hizo el silencio sobre esa pasión compartida, dando paso al estertor. El equipo tuvo que trasladarse al centro de la ciudad si no quería caer a balazos, como su campo de juego. Los Maniaji cuentan con orgullo patrio que el fundador de los ultras, el bosnio Dževad Begić Đilda, fue de los primeros a coger un arma, una vez oyó el primer disparo del asedio y vio las incipientes barricadas. Miembro de Zelene Beretke [Boinas verdes], moriría al tercer mes en el barrio de Pofalići, atravesado por una bala de un francotirador, mientras intentaba asistir a una vecina malherida, dicen.
Amar recuerda cómo se jugó por aquel entonces, cuando el fútbol se resistió al desgaste: “Entre 1994 y el 1995 no hubo partidos oficiales. En el 95 fue la primera temporada oficial. Diferentes equipos de todo el país competían en unos play off muy malos, jugaban la mayoría de partidos en el estadio del FK Sarajevo (y de la actual Federación de Bosnia y Herzegovina), el Asim Ferhatović Hase, popularmente conocido como Koševo, al lado del hospital. Este estadio también lo utilizaba el ejército para aterrizar helicópteros. A veces jugaban durante 20 minutos, aterrizaba el helicóptero de soldados, y luego volvían a jugar. Muy ridículo”, asegura Šabeta.

Entre los toques del balón, 12 personas murieron y un centenar fueron heridas por las granadas serbias durante un partido de fútbol en el barrio de Dobrinja, el 1 de junio de 1993. Escuelas, mezquitas, la Biblioteca Nacional y, como no, las Masacres de Markale de 1994 y 1995. “Una estrategia de goteo”, contaría Ramón Lobo en sus crónicas de guerra de El País. Una limpieza étnica, lenta, con solvente dedicación, bajo las directrices de Galić y Milošević, y Karadžić haciendo el trabajo sucio, con gusto. Si podías, te atrincherabas en el sótano, sino quizás no lo contabas. 11.000 muertos durante el asedio, un 86% civiles. Alrededor de 100.000 en toda la guerra, 40% civiles. Decenas de miles de mujeres violadas. 1,8 millones de desplazados. Una comunidad internacional impasible hasta que fue muy tarde.
En abril de 2017 se han cumplido 25 años del inicio de la guerra de Bosnia. Sus heridas, profundas, aún escuecen y, a ratos, supuran. Hace poco más de dos semanas, el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPYC) condenaba a cadena perpetua al exgeneral serbobosnio Ratko Mladić, de 74 años, por el genocidio de Srebrenica, en 1995. Una matanza de 8.372 bosnios musulmanes, que se sepa, la mayoría de entre 14 y 60 años, en Potočari y alrededores, parte de República Srpska, cuando era una safe area que los cascos azules holandeses abandonaron. Entre los cargos contra Mladić, sin embargo, también figura el de crímenes de guerra durante el sitio de Sarajevo, en el transcurso del cual fue Comandante en jefe del VRS.
El periódico bosnio Dnevni avaz muestra la foto de Mladić con el titular “Kasapinu dozivotna!” [¡Sentencia para el carnicero!] abandonado en la mesa de un café de la calle Patriotske lige. Una gran pantalla en el exterior del edificio de la sede de Aljazeera, en la Avenida Tito, frente al monumento a los niños de la guerra, informa de la noticia. Pero por las calles de Sarajevo nadie lo celebra. “Ya sabíamos que vendría, igual que la condena de Karadzic de 2013. Pero son muchos años, mucha tristeza… La gente está cansada. Mladić es un criminal, tiene lo que se merece y punto”, sentencia Semir, esquivo.
Hoy, 27 de noviembre, los cuervos aún campan por el barrio de Grbavica. Es su casa. Como la guerra, yo nunca había visto un cuervo. Qué asco de pájaros.
Pero, por desgracia para los carroñeros, el Macchiato está lleno, de nuevo. Son las 10 de la mañana y, como el partido que no pudo ser ayer, se jugará a las 13 horas. Este pequeño café de madera, en un edificio tiroteado, es el típico bar de hools pero reformado, para dar una imagen más inclusiva, aunque su público es mayormente masculino, cigarro en mano y los cojones encima de la mesa.
“Cuando se abrieron las fronteras, venían equipos croatas, como el Dinamo o el Hiduk, que tenían gran rivalidad, y se sentaban aquí a beber tranquilamente y hablar unos con otros. Bosnios y serbios también se reúnen aún en el Macchiato, ahora hay como unos diez serbios en este momento”, apunta Sabeta. Pero como en esta zona de la Federación de Bosnia y Herzegovina, el 51% del país según establece Dyton, y con las heridas aún abiertas, la mayoría son bosnios. Afición, que no hooligans.
Los ultras de este último, los más duros del Derby, vienen andando desde el centro de la ciudad, en tropel, custodiados por la policía, durante tres kilómetros. El equipo, proyecto de 1946 del entonces Partido Comunista de Yugoslavia, con el Mariscal Tito al frente, y en sus inicios el apoyo de clases pudientes, “es el orgullo del núcleo urbano de la capital”, sostiene Muamer, hincha del mismo. Aunque para ser justos, apunta Semir Hemić, “actualmente los dos equipos tienen detrás al poder (y el dinero) de toda Bosnia, razón por la cual otras hinchadas, como la del FK Zenica, odian la capital, y es mejor que los ultras no se crucen”.

La calle ya ha sido cortada por las vallas de los antidisturbios, los trolebuses desviados. Los vendedores de periódicos y las paraditas de burek esperan a los aficionados que han comprado las entradas verdes, la tribuna no ultra. Hasta que no entren los hooligans los demás no podemos.
Decía Ramón Lobo que “el fútbol es una teatralización de la guerra” y, efectivamente, esta beligerancia de ultras es más estética warrior que una conflictividad real. Porque, por lo visto, como cuando te caneabas con un colega a los 15 años en un pique que se te iba de las manos, el Derby de Sarajevo es un “Derby entre hermanos”, cuenta Amar Sabeta. “Una pelea entre hermanos a ver quién es el más fuerte, pero realmente da igual quien gane, aunque mejor vencer, ¿no?”, sonríe y espera complicidad. “Siempre hay críos que no han vivido la guerra y que quieren ser héroes, que intentan imitar a los ultras del FK Partizan y FK Crvena Zvezda [Estrella Roja], o a los griegos, pero raramente se llega a las manos. En Belgrado no se quieren entre ellos, nosotros sí”, apunta Amar.
Semir asiente y añade, descojonándose: “pero en general el fútbol yugoslavo es más brutal que el del resto de Europa, más pasional y orgulloso, aunque antes lo era mucho más, cuando no había tele y se iba al campo. Además, hay bastante política detrás, con sus sentimientos hay gente que se vuelve loca. Aquí más de una vez, los del Sarajevo han quemado banquetas de la grada”.
Pese a su profesionalidad, la pancarta “Manijaci protiv modernog fudbala” (Manijaci contra el fútbol moderno), preside la pared de la entrada del Estadio, que aquí no parece ser un fetiche manido.

El terreno de juego está marcado con líneas rojas para que se vean sus límites, igual que las porterías y la pelota, pintada con spray, entre los últimos escarceos de una nieve que, sucia, comienza a deshacerse.
Los hinchas han comenzado a medírsela con su vaina y su épica, las bengalas azules y rojas y los botes de humo rojos “que colocaron ayer bajo los asientos, saltando al campo por la noche, para evitar el registro de seguridad”, comenta Semir. Hoy hay menos gente, pero a diferencia del frustrado partido de ayer, los antidisturbios, escudo en mano, bajan y custodian el lateral de los ultras del Sarajevo. En las dos gradas ondea la bandera de la República de Bosnia y Herzegovina, la anterior a Dyton, a la guerra.
Y el momento esperado, el ritual de cada Derby de Sarajevo llega. El himno del Zeljo desde 1996, que canta toda la afición. Nadie interrumpe. Ninguno se sienta.
Oye, mi Grbavica, estás enfermo
Desde lo lejos miro tus calles
Allí están las fotos de mi infancia
todo lo que es mío
Al igual que la vida,
el Miljacka separa
y no sé cuándo, pero sé que lo haré,
volveré a mi hogar
Y luego miro a Zeljin, el estadio
Veo tu orgullo
Daré mi vida, pero nunca te rendiré
porque tú eres mi vida.
Con el estadio en pie, comienza el partido, aunque para ser exactos, entre el barro, parece más un partido en el descampao de detrás de mi casa que el Derby más sonado de la Federación. Tras hora y media de resbalones y tres o cuatro oportunidades de gol perdidas, el Zeljo gana dos a uno a su compatriota, con los goles de Goran Zakaric y Sinan Ramovic. En sus camisetas no aparece ningún patrocinador. Amar Rahmanović, del FK Sarajevo, dignifica el marcador para los rivales del Zeljo en el minuto 87 de partido, a la desesperada.
El balón rebozado en barro descansa en las manos del portero. El partido ha terminado, los jugadores se retiran del terreno de juego, exhaustos, también embadurnados de tierra, de su mierda, que casi pierden 25 años atrás bajo la descarga de metralla y el fuego. Como comentaba Semir ayer, el campo no estaba preparado. Hoy tampoco, ni mañana, pero éste es un partido entre hermanos. Un Derby de Sarajevo como el primero que se jugaría el 2 de mayo de 1996, una vez liberado el estadio, en el que estos dos equipos empataron a 1. Así que, ¿qué más da cómo esté? Los hinchas entonan un cántico incomprensible.

—¿Qué dicen? —le pregunto a Semir
—“Volim te Bosna”, te quiero, Bosnia.
La afición del Zeljo vitorea con orgullo el triunfo mientras sus jugadores, abrazados por los hombros, se reverencian ante ella. Los ultras salen primero, por protocolo más que nada porque, como casi siempre, nadie se va a dar de hostias. Los aficionados, manos en los bolsillos, satisfacción evidente, se dispersan entre los barrios que rodean el humilde Estadio del Željezničar, la locomotora. Por las calles y plazas de los edificios tiroteados, hoy nevados, desde los que, planta 19, escribo esta crónica. Por Grbavica.