
— Lejos de aceptar la diversidad de los cuerpos, la sociedad presiona a las personas con diversidad funcional hasta la extenuación —o hasta que ellas dicen basta
— “He sido un caso de éxito a pesar del sistema, no gracias a él,” dice Iván, amputado. “Y solo yo sé las consecuencias que serlo ha tenido para mi salud”
Imaginémonos que la vida es un juego de mesa. Iris González e Iván Soriano empezaron a jugar de pequeños, como todo el mundo. Ganar significaba jugar de acuerdo con las reglas, compitiendo con el resto de jugadores. Ganaba el que llegaba antes, el que llegaba más lejos.
Pero ellos, a diferencia del resto de jugadores, no empezaban en la casilla de salida, sino atrás; tal vez cuatro posiciones, tal vez cinco. Pero eso no importaba: si querían formar parte del juego, debían esforzarse para superar la desventaja con la que partían.
Iris e Iván jugaron al juego durante mucho tiempo, e incluso consiguieron ganar varias veces la partida. A sabiendas de su dificultad añadida, el resto de jugadores los miraba con admiración: ver cómo se esforzaban a pesar de todo era inspirador.
Sin embargo, con cada nueva partida, Iris e Iván volvían a la casilla menos cinco.
Con el tiempo, empezaron a preguntarse si no había una alternativa. Se preguntaron si realmente querían seguir jugando a ese juego. Ambos, cada cual a su debido tiempo, llegaron a la misma conclusión: no. Sabían que podían. Pero no querían.
Iris llama a la casilla menos cinco diversidad funcional. Iván, en cambio, la llama discapacidad.
Él tiene la pierna izquierda amputada desde que tenía 6 años. Ella tiene ambas piernas, pero nunca fueron lo suficientemente fuertes como para sostenerle el cuerpo. Gracias a la tecnología, ambos pueden andar: Iván lo hace con una prótesis que él ha hecho suya decorándola con flores de colores. Iris, en cambio, se desplaza con la ayuda de bitutores, dos estructuras metálicas que refuerzan sus dos piernas desde fuera, actuando como un exoesqueleto.
Según datos de la Generalitat, el 7,1% de la población catalana tiene el reconocimiento legal de una discapacidad. En total, 529.103 personas. A más de la mitad se les reconoce algún grado de discapacidad física. Pero la estadística también incluye la discapacidad visual, auditiva, psíquica y mental. Algunas personas podrían contarse entre este 7,1% desde pequeñas, como Iris. Otras, como Iván, se sumarán a lo largo de su vida. Con los años, las posibilidades de entrar a formar parte de la estadística aumentan de manera exponencial.
¿Qué harías tú si un día te contaran entre este 7,1% y te enfrentaras al mismo dilema que Iris o Iván? ¿Obligarías a tu cuerpo a competir con los jugadores que parten de la casilla de salida?
Sabes que si quieres, puedes.
¿Pero querrías?
Y de ese poder y ese no querer van las siguientes líneas.
1.
Iris no tendría que haber nacido. El médico le aseguró a su madre que solo estaba embarazada de una criatura. Pero se equivocó.
Iris y su hermano nacieron hace 37 años en Starnberg, Baviera, una pequeña ciudad a orillas del lago homónimo. Tras el parto, su madre estaba deseosa por poder abrazar a sus hijos. Sin embargo, los médicos se llevaron a Iris a la incubadora sin apenas dejar que la tocara. Había nacido con una arthrogryposis multiplex congénita, una condición que bloqueaba las articulaciones de sus piernas y que le impediría andar por sí misma.
Iris creció convencida de que podía hacerlo todo aunque le costara diez veces más que al resto de personas
Su padre, desconcertado, salió de la sala de partos y se fue a tomar un café con su cuñado.
Iris siguió ingresada varios meses. Ella y su hermano mellizo fueron los medianos de seis hermanos. La madre de Iris es alemana. Su padre, de Zaragoza. Cada día, su madre iba hasta el hospital para llevarle la leche de su pecho; luego volvía a casa a amamantar a su hermano y cuidar al resto de la familia mientras el padre trabajaba. Desde pequeña, Iris aprendió de su madre que las dificultades estaban para superarlas.
Usar bitutores les pareció la opción más lógica: solo así podría andar como todo el mundo. La silla de ruedas quedó descartada. También la silla de motor. Iris creció convencida de que podía hacerlo todo aunque le costara diez veces más que al resto de personas.
Podía hacerlo todo: especialmente todo lo que hacían sus hermanos. Como aquel día que su madre les estaba enseñando a conducir y ella se emperró en hacerlo pese a no tener suficiente fuerza en las piernas para pisar el acelerador. Ayudándose con los brazos consiguió arrancar.
Aún recuerda el cabezazo que dieron todos escandalizados y el grito al unísono que le siguió:
“¡Iris, cuidado!”.
Durante su niñez y adolescencia, Iris nunca pronunció —ni tampoco escuchó— palabras como discapacidad o minusvalía. Mucho menos diversidad funcional. Iris necesitaba bitutores para andar, es cierto, pero si se esforzaba tampoco se notaba tanto.
Además, su madre siempre la vistió con pantalones largos.
Ahora Iris se ve a sí misma como a una mujer con diversidad funcional. Y esto la define como persona.
* * *

Iris vive hoy en Mollet del Vallés junto a su pareja, Jaume Girbau. Jaume nació sin la parte final de la columna vertebral, el coxis, y se desplaza en silla de ruedas.
Las paredes de su piso están decoradas con decenas de fotografías de los dos. En una, la más grande de todas, tomada en un estudio con fondo blanco, Jaume reposa sobre el suelo y observa a Iris, de pie junto a él. Ella le devuelve la mirada y posa su mano sobre su cabeza, con delicadeza. Lleva un vestido rosa de topos negros que deja al descubierto sus piernas y los bitutores.
Le pregunto a Iris en qué momento de su vida dejó de vestirla su madre y se puso pantalones cortos por primera vez.
—Fue en plena adolescencia —responde.— Pero no lo hice para lucir mis piernas o porqué me hiciera ilusión ponerme una falda cuca: simplemente tenía calor.
Cuenta que todavía tardó en comprender que su madre, como el resto de su familia, había estado negando la diversidad de su cuerpo, y con ella también sus necesidades: “Mis hermanos me ayudaban en el día a día, me llevaban a caballito cuando hacía falta, sin embargo no me ayudaron a cuidarme, a tener en cuenta mis dificultades y arroparme a nivel de frustración física y emocional”.
Tampoco ella lo hacía.
Le pregunto cómo canalizó esta frustración. “Escribía un montón de diarios”, responde. Los diarios, cuenta, eran su refugio. Todavía guarda una docena. En ocasiones los lee, y se descubre escribiendo sobre sus amigas de la infancia, la escuela y los chicos que le gustaban.
También se inventaba historias. En una ocasión, imaginó que llegaba a su colegio un niño en silla de ruedas. El resto de compañeros no lo aceptaban, pero ella sí. “Nos hacíamos buenos amigos, porqué yo lo entendía a él y él me entendía a mí,” recuerda. Pero la historia nunca fue más allá de la ficción: en la escuela de Iris era imposible que hubiera un niño en silla de ruedas porque solo había escaleras.
2.
Durante buena parte de su vida, Iris cargó sobre su cuerpo la responsabilidad de salvar la distancia que la separaba de poder moverse como lo hacía la gente que la rodeaba. El cuerpo, su cuerpo, era el que tenía el problema; por lo tanto, la solución debía pasar necesariamente por este.
Ayudarse con los bitutores, una opción.
Dicha lógica no es exclusiva de Iris. Al contrario: responde al conocido como modelo médico de la discapacidad, el cual asume que la falta de salud del individuo es la causa de la discapacidad, y considera que la solución pasa por la intervención médica. Es uno de los paradigmas que más ha influenciado la manera como miramos hoy en día —no siempre ha sido así— a personas como Iris; y también, por consiguiente, cómo se ven ellas mismas.
Jordi Planella, catedrático de la Universitat Oberta de Cataluña especializado en discapacidad, asegura que dicho paradigma médico es el que impera hoy en día. Planella tiene claro que existen otros; se refiere al modelo social: el que se fija en cómo el entorno y las barreras externas limitan la autonomía del individuo. Sin embargo, este modelo es el de la academia, el de movimientos sociales visionarios y el de convenciones internacionales cargadas de buenas intenciones.
El médico es el que está afuera, en la calle y en la cabeza de casi todos.
“Cuando un niño nace, el primer diagnóstico lo hará una persona del campo médico”, explica. Incluso cuando necesite un certificado de disminución, dependerá del porcentaje que tenga para conseguir ciertas ayudas. “Y la persona que hará la revisión es alguien del campo médico”.

Para comprobar que el modelo médico es hegemónico hoy en día basta con abrir el diccionario. Según el de la Real Academia de la Lengua Española, la palabra “discapacitado” (puesto que “discapacidad” redirige aquí) sirve para describir una persona “que padece una disminución física, sensorial o psíquica que la incapacita total o parcialmente para el trabajo o para otras tareas ordinarias de la vida.”
Padece. Disminución. Incapacita.
Según escribe Colin Barnes en Disability Studies: Past, present and future (1998), editado por los profesores de la Univerdad de Leeds Len Barton y Mike Oliver, el concepto de discapacidad, tal y como lo conocemos hoy, es producto del siglo XIX y dos de las grandes revoluciones que marcarían el devenir de Occidente: la industrial y la Ilustración. Mientras que la primera convertiría la productividad en vara de medir universal, la revolución de las ideas desterraría a Dios de la Tierra y haría de la ciencia su única religión.
Los médicos asumieron el papel casi profético que durante siglos había correspondido a los clérigos: ya no se trataba de salvar almas, sino de salvar cuerpos.
La lógica se ha mantenido prácticamente intacta hasta llegar a nuestros días: el cuerpo, y por lo tanto la persona, es útil en la medida que puede producir, que tiene la capacidad de producir.
Para hacerlo, es necesario que sea un cuerpo sano.
Y si no lo es, hay que intervenirlo para convertirlo en capaz.
* * *
El 15% de la población mundial tiene una discapacidad reconocida, según la OMS. Hay quien dice que, tarde o temprano, todos la tendremos; solo tenemos que vivir lo suficiente
La protética es la tecnología desarrollada para suplir o reforzar las partes de nuestro organismo cuyo funcionamiento no está considerado óptimo. La variedad en el tipo y forma de las prótesis refleja la diversidad de cada cuerpo. Algunas remplazan un órgano, como una prótesis de pierna o brazo; otras, como los bitutores de Iris, lo refuerzan. Las hay visibles, como un audífono; algunas pueden resultar más difíciles de reconocer, como una dentadura.
Las hay de quita y pon, mientras que otras, como una prótesis de rodilla, una vez implantadas pasan a formar parte del cuerpo para siempre.
Todas ellas, sin embargo, presentan la misma lógica subyacente: si el cuerpo es el problema, la tecnología es la solución.
El Institut Desvern de Protética se encuentra en una zona residencial llena de torres con jardín de Sant Just Desvern. El ambiente es cálido y no hay ni rastro del blanco aséptico de los hospitales. Cuando la fotógrafa y yo entramos, nos ofrecen café, bizcocho y galletas.

Las paredes están llenas de imágenes de personas con prótesis, ofreciendo un aspecto a medio camino entre un catálogo y un álbum familiar. Aparece gente corriendo maratones y una mujer en un balneario con un modelo de pierna sumergible. En una instantánea reconozco al director del centro, Joan Vélez, vestido de pirata y con una pata de palo. Una pata de palo.
Joan es bromista y expansivo; me doy cuenta nada más saludarnos. La amputación y su prótesis —la de titanio y carbono, no la de pirata— son un elemento más en su arsenal de chascarrillos, que a veces rozan el sarcasmo.
Me cuenta que un día estaba sentado en una terraza y en la mesa de al lado había un señor con una niña de unos 8 años. Escuchó que éste le decía: “No mires tanto a ese señor que se va a molestar.” Joan se giró y le soltó: “Perdón, si me molestara que me miraran no iría en pantalón corto y con una pierna de colores”. Zasca.

Joan perdió la pierna a los veinte años debido a un accidente de moto. Se fue de luna de miel con una prótesis recién estrenada, y a la vuelta ya andaba sin muletas. Pero pese a que le habían prometido que andar con las nuevas piernas sería fácil, al cabo de poco tiempo surgieron las primeras complicaciones. Nadie se las solucionaba, de modo que decidió hacerlo él mismo con sus conocimientos de mecánica. Abrió un taller en el garaje de su casa. Empezó arreglando sus prótesis y las de sus amigos, pero un día se le presentó en casa Joan Masramon, también amputado, y le ofreció trabajar juntos. Así nació el Institut Desvern de Protética. Poco después se mudaron al centro actual. De esto hace ya 20 años.
Joan me hace pasar a una de las salas de rehabilitación para conocer a Ildefonso Calderón.
Tiene 91 años y hace dos que perdió una pierna por encima de la rodilla.
Según la Organización Mundial de la Salud, el 15% de la población mundial tiene algún tipo de discapacidad; en total, más de mil millones de personas. El número va en aumento debido al envejecimiento de la población y al incremento global de problemas crónicos de salud como la diabetes, las enfermedades cardiovasculares y los trastornos mentales.
Hay quien dice que, tarde o temprano, todos entraremos a formar parte de la estadística; solo tenemos que vivir lo suficiente.
Encuentro a Ildefonso en medio de la sala, sentado en calzoncillos entre dos barras paralelas de las de hacer ejercicios. Su prótesis me sorprende por lo sencillo del diseño: una delgada vara metálica conecta el pie con el encaje, donde se inserta el muñón. La rodilla se reduce a su mínima expresión: una bisagra, semi-protegida por un óvalo que simula una rótula.
Ildefonso tiene una vitalidad abrumadora y un descaro que resulta encantador. Le pregunto cómo se encuentra y responde que “bien y fuerte”. A continuación, me reta a un pulso.
“Cuando tenía 60 y pico, hice un pulso con un chaval de 25 y le gané”, dice. “Todavía no se lo cree.”
La conversación queda interrumpida cuando entra una de las ortopedas y se pone de cuclillas delante de él, al otro extremo de las paralelas. Le dice que se levante y ande. Él se incorpora y, sosteniéndose en las dos barras, da unos cuantos pasos hasta llegar a ella; se vuelve y rehace el camino en dirección contraria. Tras observar la prótesis con detenimiento, la ortopeda se acerca y le aprieta un par de tornillos. Le dice a Ildefonso que lo vuelva a probar.
Joan se dirige a Ildefonso:
—¿Mejor?
—Supongo que sí —responde, aunque no parece muy convencido.
—¿Cómo que “supongo”? —bromea Joan.
Las prótesis de Ildefonso son prácticamente nuevas. Según Joan, es normal que al principio haya que ajustarlas.

Le pregunto si es frecuente empezar a llevar una prótesis con la edad de Ildefonso. Él responde que no, pero que tampoco es inédito. Ya ha tenido varios clientes nonagenarios. El récord lo ostenta uno de 95 años, y llevó la prótesis durante un par de años. Más que la edad, dice Joan, lo que importa es la actitud, la vitalidad y la buena forma física. Si se quiere, se puede.
La visita de Ildefonso ya ha terminado. Antes de quitarse las prótesis, agarra las dos barras y se levanta unos centímetros a pulso, aguanta unos segundos arriba y luego se deja caer al suelo.
* * *
Cada año, Joan y sus colegas fabrican cerca de 200 prótesis de pierna. Me invita a pasar a su taller, donde conversamos rodeados de piezas a medio construir. Algunas, como la de Ildefonso, dejan al descubierto los huesos metálicos de la pieza; otras están recubiertas con fundas color carne, e incluso las hay que imitan el pelaje de un leopardo o una cebra. En una aparece el maestro Yoda con unas gafas 3-D.

Para las personas amputadas, la prótesis se convierte en un elemento esencial para negociar con su identidad. Algunas optan por imitar el aspecto de aquella parte del cuerpo que ya no está; otras resaltan la diferencia, convirtiéndola en motivo de orgullo.
En cualquier caso, casi nunca es una relación sencilla. Iván Soriano, cliente del Institut Desvern de Protética, lo sabe bien. A lo largo de su vida ha llevado decenas de prótesis: algunas han sido un verdadero desastre, otras le han ido de maravilla. La que lleva actualmente, fabricada por Joan, es del segundo grupo.
El aspecto, una vez más, no pasa desapercibido: flores de colores sobre un fondo negro. Él mismo lo diseñó. Se arremanga el pantalón de la pierna izquierda para mostrarla, orgulloso.
Por un lado, fue una manera de canalizar sus inquietudes estéticas. Pero también le sirve como primera línea de defensa ante las miradas indiscretas de la gente. Como si dijera: “Sí, es una prótesis. ¿Algún problema?”
3.
Cuando conocí a Iván, me llevó varias horas darme cuenta que llevaba prótesis. No se le notaba nada.
Fue el pasado verano, en Valencia. Coincidimos en una reunión de antiguos voluntarios y cooperantes de la Fundación Vicente Ferrer, una ONG que opera en el sur de la India. Iván pasó 8 meses trabajando en la Escuela Profesional, un proyecto educativo y de inserción laboral para jóvenes de la India rural. Sin embargo, no llegamos a encontrarnos sobre el terreno.
En Valencia, Iván se movía con soltura. Aprecié un cierto renqueo al andar, pero era prácticamente imperceptible. El estampado floral de la pierna me convenció de que era artificial, pero cuando le vi bailar volvieron a asaltarme las dudas. Me parecía demasiado fácil.

Iván empezó a usar prótesis de niño tras perder la pierna en un accidente. Hoy, a sus 38 años, es considerado “un caso de éxito”. Lleva una vida independiente, ha trabajado en multinacionales, empresas del sector público y del tercer sector, e incluso ha aparecido en televisión para hablar de su experiencia como amputado.
Un caso de éxito; otro más.
Uno de los más famosos es el del atleta sudafricano y campeón paralímpico Oscar Pistorius. En 2012, Pistorius se convirtió en la primera persona amputada en participar en unos Juegos Olímpicos. La Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo se opuso, argumentando que su prótesis le podía dar una ventaja frente a otros corredores. En la ronda clasificatoria de los 400 metros lisos, hizo un tiempo de 45,55 segundos y dejó atrás a varios de sus rivales. Pese a no ganar ninguna medalla, fue uno de los atletas más mediáticos de la competición y Suráfrica lo convirtió en su abanderado en la ceremonia de clausura de los juegos.
Sin embargo, la figura de Pistorius cayó en el ostracismo poco después: fue condenado a 13 años de prisión por matar a su novia de un disparo el 14 de febrero de 2013, día de San Valentín. No hacía ni siquiera un año de los juegos de Londres.
La historia de Pistorius es el perfecto ejemplo de cómo ve la sociedad a las personas con discapacidad: héroes o parias.
Hay varios términos que recientemente han sido acuñados para describir dicha tendencia a la glorificación de personas como Iván, Iris u Oscar Pistorius. Uno de los más populares es el de “porno inspiracional” (inspirational porn), acuñado por la periodista australiana Stella Young. Según Young, el epítome del porno inspiracional es precisamente una imagen de Pistorius corriendo junto a una niña sin manos que se hizo viral en las redes sociales. Entre comillas, una frase: “La única discapacidad en la vida es una mala actitud”.
Este tipo de imágenes, según Young, cosifican a las personas que pretenden representar. Su función es reconfortar a las personas que no consideran que tengan ninguna discapacidad poniendo sus problemas en perspectiva; recordar que podría irles peor.
A su vez, la lógica subyacente señala a las personas con discapacidad como culpables de sus problemas: si no consiguen lo que se proponen, es porque no se esfuerzan lo suficiente. Si quieren, pueden.
Las implicaciones de esta lógica, dice Iván, son devastadoras.
“Todo el mundo me dice: ¡Ay, es que no se te nota nada!”, cuenta él con enojo; precisamente lo primero que se me cruzó por la cabeza cuando le conocí en Valencia. “Este no se nota nada a lo mejor ha sido contraproducente para mí en algunos momentos, porque, ante los ojos de los otros, no se visualizaba que yo soy poseedor de este hándicap. Solo yo sé las consecuencias que ha tenido para mi salud ser un caso de éxito. Sólo lo sé yo, porque el sobreesfuerzo que he tenido que ejercer para poder competir con los demás ha sido enorme”.
Es cierto: solo él lo sabe.

Un año antes de irse a la India, Iván empezó a probar una nueva prótesis que le permitía correr y llevar sus capacidades físicas al límite. “Como Pistorius,” cuenta con ironía. La adaptación a la nueva pierna fue complicada, pero al final todo iba como una seda. Sin embargo, tras ocho meses en la India su cuerpo dijo basta: un disco de la columna vertebral se le desplazó debido al sobreesfuerzo. Volvió en silla de ruedas y pasó tres meses sin poder dormir del dolor.
Tardaría otros dos meses en volver a andar.
Cuando lo hizo, su discapacidad había aumentado.
4.
La India le costó a Iván tres meses en la cama y otros dos sin poder caminar; finalmente, decidió darse un respiro.
Iván empezó a plantearse lo que ahora le parece evidente: si se esforzaba, podía conseguir sus objetivos profesionales; pero el coste que esto suponía casi siempre recaía sobre él y su cuerpo.
“¿No estamos forzando demasiado nuestros cuerpos porque esta sociedad no nos está aceptando a nosotros como somos orgánicamente?”.
La reflexión no es exclusiva de Iván.
Hace unos meses le ofrecieron un nuevo trabajo. Cuando llegó el primer día, se dio cuenta que tenía que subir varios pisos por las escaleras. No había ascensor. “A lo mejor, hace unos años, lo habría intentado y me hubiera motivado a mí mismo diciéndome que podía superarlo”.
Esta vez no lo hizo: tras una vida llevando el cuerpo al límite, había dicho basta.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en 2016, el 35,2% de personas en edad de trabajar y con discapacidad oficialmente reconocida eran activas en el mercado laboral; es decir, trabajaban o buscaban trabajo. La media para el resto de la población era 42,8 puntos superior.
El desequilibrio se repite al fijarnos en la tasa de paro en el mismo año: fue del 28,6% para las personas con una discapacidad reconocida, 9,1 puntos más que el resto de la población.
Si damos por buena la ética de la Revolución Industrial —que una persona es útil en la medida que es capaz de producir—, Iván no tendría en principio de qué preocuparse: pese a partir de la casilla menos cinco, consiguió integrarse en el mercado laboral y ser autosuficiente.
Él no lo ve así para nada: “He sido un caso de éxito a pesar del sistema, no gracias a él”.
Las estadísticas no reflejan las dificultades de los que, como Iván, consiguen entrar en el mercado laboral.
El problema, asegura Iván, es la presión constante por competir en un contexto que no reconoce las dificultades de las personas con discapacidad. “Mi entorno se siente desgraciado en su trabajo”, dice. “La mayoría de mis amigos —y te hablo de mis amigos con discapacidad— se sienten desgraciados con su empleo”.

En el currículo de Iván hay multinacionales, empresas del sector público y del tercer sector, pero nunca le permitieron trabajar desde casa aunque él había insistido para hacerlo.
El teletrabajo está considerado una de las mejores vías para fomentar el empleo de las personas que tienen dificultades por moverse. En el informe Discapacidad y Familia de la Fundación Adecco, el director general de la entidad, Francisco Mesonero, asegura que “teletrabajar ahorra costes, reduce la rotación y el absentismo y potencia el talento, al posibilitar la inserción laboral de los sectores más inactivos como las personas con discapacidad”.
No obstante, la implantación del teletrabajo en España es residual: solo un 6,7% frente al 17% de la media europea, según la Organización Internacional del Trabajo.
De nuevo, es el individuo el que debe adaptarse al entorno; es decir, el modelo médico impone su lógica. ¿Qué ocurriría en un contexto donde el modelo social tuviera más peso, sin renunciar a los elementos indudablemente positivos del modelo médico?
Seguramente, Iván seguiría moviéndose gracias a su prótesis, pero trabajaría desde casa sin tener que demostrar nada; ni a él ni a nadie.
Lo que sucede ahora, en cambio, lo resume Jordi Planella: “Una persona con discapacidad es una persona marginada. Por lo tanto, ya no es un enfermo. No es un problema médico, sino social y político”.
Durante las décadas de 1960 y 1970, en Estados Unidos, el mismo caldo de cultivo que vio nacer el movimiento de liberación LGTB, el resurgir feminista y las movilizaciones estudiantiles contra la Guerra de Vietnam —y, antes que ninguna, la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos—, también engendró un movimiento que reclamaba la igualdad para las personas con discapacidad. Éste sentaría las bases del modelo social de la discapacidad y su crítica frontal al modelo médico: no son las particularidades de cada cuerpo las que provocan una discapacidad, sino la falta de adaptación de la sociedad a las necesidades de cada persona.
Como ocurrió con buena parte de los movimientos contraculturales de la época, algunas de sus tesis —en aquel momento revolucionarias— fueron aceptadas paulatinamente por las instituciones.
En 2006, las Naciones Unidas aprobaron la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. A pesar de que el modelo social no aparece mencionado de manera explícita, su influencia en el texto es evidente. La definición de discapacidad que incorpora el Artículo 1 habla de “diversas barreras” que impiden la participación plena de personas con “deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales”.
La Convención ha sido ratificada por 175 países. Los estados firmantes se comprometen a “adoptar todas las medidas pertinentes” con el objetivo de “promover la igualdad y eliminar la discriminación.” Artículo 5, disposición tercera.
Promover la igualdad y eliminar la discriminación; exactamente lo mismo que reclamaban las feministas, la comunidad LGTB y los afroamericanos. Sin embargo, con o sin el respaldo de la ley, la realidad sigue siendo otra. Es por eso que las mismas ideas todavía están vigentes tras más de medio siglo.
* * *
“Hola, ¿están grabando?”
Jaume se asoma al comedor mientras seguimos entrevistando a Iris. Entra con tiento, despacio, haciendo rodar las ruedas de su silla con suavidad hasta detenerse al lado de ella.
No fue hasta hace dos años, cuando conoció a Jaume, que Iris dejó de sentirse sola. Hasta ese momento, las dificultades que había tenido para moverse del mismo modo que lo hacía la gente que la rodeaba, así como el sobreesfuerzo que le suponía poder hacerlo, habían sido para ella una experiencia estrictamente individual. Con Jaume, sintió que formaba parte de un colectivo. Del “yo” pasó al “nosotros”. A ese “nosotros” lo llama personas con diversidad funcional.
—Cuando realmente yo me encuentro con el mundo de la diversidad funcional es aquí en Barcelona, tras conocer a Jaume, enamorarme de él, y bueno… así empezó la aceptación de… —se le hace un nudo en la garganta y la frase queda a medias.
— ¿Quieres un pañuelo? —le ofrece él, con cariño; mientras Iris se recupera, Jaume retoma el hilo de la conversación medio en broma—. Pero conmigo no solo superó los prejuicios con respecto a la discapacidad, también con otras cosas: yo era divorciado, catalán, mayor que ella…
Todos nos reímos.
Conocer a Jaume también le sirvió para descubrir el mundo de la danza inclusiva, una disciplina que reivindica la capacidad de todos los cuerpos de expresarse mediante el baile. Su espectáculo conjunto, Proměna (Transformación, en checo), le sirvió a Iris para sentirse sensual bailando con bitutores. El último tabú que se interponía entre ella y su cuerpo.
Pero para llegar a este punto, antes tuvo que dar otro paso de gigante; el mismo que dio Iván cuando decidió levantar el pie del acelerador al volver de la India: reconocer las limitaciones del propio cuerpo y aprender a respetarlas.

Le pregunto a Iris cuando se dio cuenta que debía darse un respiro. Responde sin pensárselo dos veces:
“Fue cuando tenía 22 años y viajé a la China,” dice. Fue a estudiar chino y terminó quedándose hasta los 30. “Ahí fue donde vi que había otras alternativas”.
Para ir a la universidad, Iris cogía el autobús cada día. La distancia de una parada a otra, recuerda, equivalía a la de cuatro paradas en Barcelona. “Si te pasabas, como estaba todo en chino y no te enterabas, te tocaba andar un montón,” cuenta. “Acababa hartísima, hasta los ovarios. De decir: no puedo más.”

Fue entonces cuando se fijó en los scooters eléctricos que había por las calles; eran de dos ruedas, pero pensó que si podía conseguir uno que tuviera tres o cuatro tendría suficiente estabilidad como para usarlo ella. Tras conseguirlo ya no volvería a ir en bus. “Fue una pasada,” recuerda. “Dije: me merezco ponerme las cosas un poco más fáciles.”
Hoy, el comedor de Iris está presidido por una silla de motor y una scooter de cuatro ruedas.
Ella y Jaume los usan para desplazarse por Mollet; es decir, para las distancias medias. Para las cortas, ya tienen los bitutores y la silla de ruedas de Jaume. Para las largas, cogen el coche.
En este proceso, también le fueron de ayuda sus conocimientos sobre la terapia Gestalt, que adquirió tras terminar la carrera de psicología. “Se trata de un trabajo muy integrativo de lo que es uno”, cuenta Iris. “Es la coherencia entre lo que piensas, sientes y haces.”
En las sesiones de terapia grupal, sus compañeros le preguntaban si de verdad necesitaba esforzarse tanto. Ahí fue donde empezó a abrir los ojos.
—Las emociones de frustración me las había tragado, las había escondido.
—¿Crees que negabas la evidencia?
—Sí —responde Iris, y añade—, me decía: puedo ser como todo el mundo, y puedo hacer lo que hace todo el mundo. Y aunque tenga esta dificultad y sea visible, yo la voy a negar. Como si no hubiera nada.
Actualmente, Iris trabaja como psicóloga desde casa, donde realiza terapias presenciales y vía Skype. Con el tiempo, accedió a ponerse las cosas más fáciles. Lo importante para ella ya no es demostrar que si quiere, puede; es escucharse a sí misma y ante todo priorizar sus necesidades reales. Da igual que tenga la capacidad de subir escaleras, montañas o hacer cientos de cosas más; si no le da la gana, no las hace.

Cuenta Iris que la aceptación de sus propias dificultades no solo supuso un reto a nivel personal, también lo fue a nivel familiar. Con su padre fue —sigue siendo— especialmente duro.
“Hace cuatro años estábamos en un cine y había escalones. Le dije: ‘Pregunta abajo si hay ascensor’. Y él: ‘No hija, tú puedes bajar’”, Iris lo cuenta entre risas, pero también hace evidente que este tipo de conversaciones eran frecuentes y poco agradables. “Contesté que no era cuestión de si podía o no, porque ya sabía que podía. Simplemente no quería”.
“Si tú estás transmitiendo que lo puedes hacer todo sola, luego no te extrañes si nadie te ayuda cuando lo necesitas”.
Sin embargo, fue precisamente su familia la que la empujó a dar uno de los pasos que más le han facilitado la vida: comprarse un coche. Le pagaron el carné entre toda la familia. El coche, adaptado, se lo compró su hermana. Le dijo que no se preocupara, que ya se lo devolvería cuando pudiera.
Darse un respiro. Decir basta. Aceptar las limitaciones. Asumir, además, que las barreras están ahí, y que a veces el esfuerzo de superarlas no merece la pena; asumir que una ayuda también puede venir bien. Iris e Iván tardaron años en comprender que, más que repetirse a sí mismos “sí puedo”, lo importante de verdad era aprender a escuchar lo que su propio cuerpo tenía que decir.
Porque si jugar la partida supone llegar al límite, tal vez el problema también lo tengan el mismo juego y el resto de jugadores.
Muy bien redactado!
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