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El Cuerpo

‘Mi cuerpo ya no era mi casa’

— Una de cada cinco niñas ha sufrido, o va a sufrir, un abuso sexual. El 90% de los agresores provienen del entorno familiar y las consecuencias para la víctima son tanto emocionales como físicas

— 'Tenía sentimientos de repugnancia hacia mí misma', explica María, que sufrió un abuso sexual cuando tenía 10 años

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Un golpe involuntario contra una puerta —o contra el marco de una ventana, por ejemplo— se transformaría en un morado intrascendente sobre tu piel. O quizá ni eso. Tu vida seguiría como si nada: probablemente, al cerrar los ojos aquella noche, se te olvidaría. Pero hay morados que no se van. Puede que desaparezcan de la superficie, pero permanecen adentro. Muy adentro. El dolor que provocan las agresiones sexuales es como una tortura china: llega tan adentro que arrastra tus emociones hacia un vertedero tóxico hasta desnaturalizarlas. Hasta conseguir que, agredida y ensuciada por otro, ya no reconozcas tu cuerpo como parte de tu yo más íntimo. Las que lo han sufrido hablan de repugnancia. De asco.

Ahora bien, hay casos en que este dolor profundo, un día, emerge: el cuerpo de la víctima estalla. Enferma. Con un morado en la piel no era suficiente. Y, entonces, sólo si escuchas tu cuerpo y entiendes qué le pasa —proceso que puede tardar años o no culminar nunca— conseguirás subvertir el dolor y, por tanto, la violencia de un sistema que es cómplice de tantos casos como el tuyo.

Una de cada cinco menores —del mundo que llamamos desarrollado— ha sufrido maltrato de carácter sexual. O lo sufrirá. Es un dato del Informe de Abuso Sexual Infantil de 2016 del Síndic de Greuges de Cataluña, a pesar de que se trata de situaciones tan difíciles de cuantificar como de curar. De hecho, en este mismo informe, el Síndic denunció que el derecho de los niños víctimas de abuso a la recuperación física y psicológica presenta, a estas alturas, graves déficits de cumplimiento. El diagnóstico es duro: “La falta de dispositivos para ofrecer tratamiento especializado constituye una carencia en el abordaje del abuso sexual infantil desde los poderes públicos, y vulnera el derecho de los niños a ser protegidos de la violencia, en los términos previstos en la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos del niño y en la ley de infancia de Cataluña”.

 

Una metáfora visual del bloqueo físico y del terror mental que sufrió María a causa del abuso sexual Borja Alegría ©

 

En 2007, María Megías justo se disponía a escribir las primeras líneas de su vida sobre emociones en blanco. Tenía 10 años cuando un abuso la condenó a empezar a crecer sobre una capa de emociones oscurecidas y desgarradas. Su mundo, a priori plácido, se derrumbó. Era una niña que se sentía bien con cualquier persona, era curiosa y extrovertida. Todo estaba en orden en su vida hasta que el tío de su abuela, a quien veía y trataba como a un abuelo, abusó de ella. Cada año, la familia se reunía en casa de él para celebrar su cumpleaños y, por tanto, María estaba acostumbrada a tratar con él, y no pudo sospechar lo que iba a pasar.

María aún no había definido la persona que debía ser. El abuso sexual tiene efectos gravemente perjudiciales para los niños tanto a corto como a largo plazo, ya que les puede causar lesiones y, también, consecuencias psicológicas, emocionales y de salud. Incluso, en etapas posteriores de la vida:

—En ese momento, yo no tenía identidad, era una niña y la identidad en sí todavía no se había llegado a formar. Evidentemente, [el abuso] me cambió; pero más que la identidad, la cuestión era lo que yo sentía hacia mí misma. No me sentía bien con mi cuerpo y con mis emociones. Era como si mi cuerpo ya no fuera mi casa.

El cuerpo de María comenzó a mostrar síntomas postraumáticos al poco tiempo. Sufrió ansiedad y nervios excesivos que le afectaban el estómago. El cuerpo de Maria tardó 10 años en estallar.

—Me empezaron a salir manchas en la piel que se me hinchaban. Los médicos no sabían muy bien qué era. Me hicieron tres informes de urgencia con diagnósticos diferentes relacionados con alergias y, evidentemente, ésta no era la razón. La última vez que me pasó fue el año pasado y me afectó a las manos con mucha violencia.

Sus manos se hincharon tanto que no cabían dentro de la propia piel. La epidermis se resquebrajaba como el cráter de un volcán antes de una erupción y, en su interior, los músculos y tendones no daban más de sí, y hacían imposible que pudiera activar los dedos o cerrar el puño sin sufrir un dolor insoportable. Apenas podía coger un objeto y sostenerlo sin que cayera. Intentaba hacer pinza con los dedos pero lograba sostener los objetos.

María ha elegido una localización muy concreta para hablar conmigo, para sentirse bastante tranquila cuando empiece a relatar y revivir aquellas experiencias tan dolorosas. Caminamos en fila india por el Raval hasta llegar al patio de la Biblioteca de Cataluña, que, en época gótica, alojaba el Hospital de la Santa Cruz, dedicado a la caridad de los pobres. El patio se concibió como un claustro donde aún ahora es fácil imaginar las monjas ofreciendo breves paseos de paz a los convalecientes. En el patio, hay un grupo de alumnos guiados entre los naranjos por las explicaciones de la profesora. También una chica con un vestido de acompañante de novia de color salmón y maquillada en exceso haciendo poses, muy seria, ante el chico que le hace las fotos. Y un hombre que intenta dormir junto a unas escaleras de piedra, envuelto de pies a cabeza con ropa vieja de invierno. Al fondo, hay chicos jóvenes magrebíes con gorras de baseball giradas para atrás que hablan de sus cosas.

María y yo también vamos hablando de nuestras cosas mientras nos sentamos debajo de un gran arco de medio punto integrado en una de las fachadas del edificio. Las piedras del pavimento están frías y húmedas. Allí mismo, también debían caer las lágrimas de muchas mujeres que, durante siglos, llegaron al hospital arrastrando las heridas de abusos y agresiones.

Con las manos paralizadas, María perdió su sentido de ser, de comunicarse con el mundo. Borja Alegría ©

 

—¿Y qué hizo que te dieses cuenta que la reacción de tu cuerpo respondía al abuso que habías sufrido?

—Yo pertenecía a un grupo de monitores en el que un chico abusó de dos compañeras. En una reunión, decidimos echarlo y, entonces, una de las víctimas de este chico se encogió y comenzó a llorar. Cuando la vi así, exploté. Dos horas más tarde, tenía las manos hinchadas, agrietadas, supurando, y no podía mover los dedos.

Años después, su cuerpo todavía reaccionaba al abuso que tanto le había afectado de pequeña.

—[Tras la agresión], tuve sentimientos de repugnancia, de rechazo total hacia mí misma. Me daba asco y me sentía sucia. Todo esto, entonces, no entendía por qué me sucedía, pasaba como algo más con la que tenía que vivir. No entiendes lo que te ha pasado, pero sabes que es algo malo, completamente negativo, de lo que te tienes que avergonzar.

Meses después del abuso, María volvió a ver a la persona que había abusado de ella. Le tenía delante y sus ojos no pudieron soportar su presencia. Nadie sabía nada, todavía; nadie podía ayudarla. Huir, huir lejos sin decir nada, esconderse de él. No, no: mejor quedarse junto al padre y la madre. Desaparecer sin más, por favor, evaporarse sin preguntar.

—Aquello era una pelota podrida que llevaba dentro; por tanto, cuando más tiempo la llevas dentro, más se pudre.

Pero tenía que ir a casa de él por una celebración familiar. En su casa, donde había pasado todo. Volver a esa habitación. Quedarse sola con él en algún momento. Y no quería estar a su lado cuando soplara las velas del pastel. Se negaba a estar cerca de él. No le quería dar un beso de ninguna de las maneras. María reaccionó antes de ir. No podía soportar la idea de que le volviera a pasar lo mismo y lo contó todo. Tardó un año en verbalizar lo que le había pasado. Con quien primero habló fue con su padre y su madre.

—La primera reacción de mis padres fue de incredulidad y, después, mi padre empezó a gritar como nunca en la vida. El hombre que abusó de mí era el tío de mi abuela. Mi madre lo llamó y le estuvo insultando durante un buen rato. Después, lo explicó al resto de la familia para averiguar si había otros casos como el mío. Se destaparon dos historias más: con mi abuela y la prima de mi abuela. Yo no quería que lo supiera todo el mundo y vinieran a comentarlo conmigo. Era demasiado duro. Ahora hay cierta gente mayor que me repugna. Trabajo en un quiosco y hay clientes de los que no aguanto su mera presencia.

—¿Lo denunciasteis?, le pregunto mientras se me contagia la sensación de tensión en el estómago.

—Mis padres me lo propusieron. Les dije que no porque no quería estar en una comisaría con dos policías que serían hombres, con mi padre que también es un hombre, hablando de un caso que no tendría consecuencias porque, si no es violación, no hay consecuencias penales. Pasar este mal trago para no conseguir nada era absurdo. Una denuncia de este tipo de abuso no hubiera evitado que él lo volviera a hacer, y sin que su entorno se enterase. La gente no tiene acceso a las denuncias. Para él, no tendría ninguna repercusión y, en cambio, lo que suponía para mí el hecho de contarlo y revivirlo era horrible. Ya lo expliqué a mis padres y fue durísimo.

 

“Todos los cambios en mi forma de entender mi cuerpo y mis emociones siempre han ido juntos. Los sentimientos que tenía no eran sólo para con mi cuerpo sino hacia mi persona”. Durante la sesión, María me pide una fotografía en esta posición porque dice que resume su actitud en la vida: positiva, pero protegida. Borja Alegría ©

 

Pese a no ocupar las portadas de los periódicos —y menos, de las conversaciones de bar—, muchas agresiones sexuales siguen este mismo perfil, el de María: menores de edad que son agredidas por un familiar. De hecho, la Unidad Central de Menores de los Mossos informaba que de las 1.830 denuncias por agresiones o abusos sexuales recibidas en 2015 en Cataluña, el 35% correspondían a menores de edad. Y del total de estas denuncias, más del 90% fueron delitos cometidos en el entorno familiar. Además, el Síndic de Greuges también denunció en 2016 que los Mossos detectan menos de una quincena parte de los abusos sexuales infantiles.

El impacto que tiene un abuso sexual puede dejar una señal irreparable en la víctima, especialmente en las víctimas más pequeñas. Como fue el caso de María, a quien su inmadurez y vulnerabilidad hicieron multiplicar exponencialmente el daño causado sobre su vida emocional.

—Sentía vergüenza y culpa. Pero no sólo por lo que me había pasado con el abuso. Si mis padres se peleaban, o mis amigas enfadaban… ¡Cualquier cosa me hacía sentir una culpabilidad impresionante! Al final, lo que hacía cuando cargaba con estas culpas por cosas cotidianas y pequeñas era ocultar la culpa por el abuso, porque utilizaba la misma emoción para todos los casos: la culpa. Si sobredimensionaba lo cotidiano, el abuso era menos presente.

—¿Y te alejó de la gente de tu edad?—, sigo.

—Yo ya era una persona emocionalmente más madura que mis compañeros, y eso lo potenció. Si a mí ya me costaba hacer amigos, todo eso hizo que me costase más. Me llevaba mejor con los amigos de mi hermana, que eran catorce años mayores que yo. Justo entonces pasé de una escuela de educación primaria muy familiar y con pocos alumnos, a un instituto de secundaria con cuatro líneas por curso. Entré sin conocer a nadie y los problemas se fueron sumando, teniendo en cuenta que mi adolescencia a nivel físico también se avanzó. Esto provocó que no encajara en mi clase. Sufrí bullying verbal y, durante aquellos años de ESO, todavía me encerré más en mí misma. El abuso que sufrí me quitó la adolescencia.

 

Esta piedra en concreto, con un relieve abrupto y destacado, es una de las superficies que a María más le gusta acariciar e interpretar. Borja Alegría ©

 

Aún ahora, con 21 años, María transmite calidez y tranquilidad. Parece la protagonista infantil de una leyenda nórdica: tiene la piel blanca, la mirada transparente, es muy pequeña, lleva el lateral de la cabeza rapada y dice que tiene mucha fuerza. Se viste con la técnica de la cebolla, poniéndose muchas capas hasta que la forma de su pequeño cuerpo desaparece. Siempre lleva botas de montaña y carga todo el día una mochila bien grande y negra, quizá porque cuando te roban la infancia y tu cuerpo estalla de dolor, caminar por la vida se parece a la idea de cruzar el Himalaya.

—A pesar poder elegir una persona de mi edad con quien sentirme bien, me seguía sintiendo sucia y utilizada con la sobrecarga emocional de una relación sentimental. A la primera pareja que tuve con 17 años le hablé del abuso y me dijo que se lo debería haber dicho antes de tener relaciones sexuales con él, lo que me hizo sentir más señalada todavía.

Por suerte, la siguiente experiencia fue diferente. Fue hace dos años, durante su primera relación sexual. Todo iba más o menos bien hasta que María se levantó repentinamente y se fue a la otra punta del piso. Se hizo una bola en un rincón y empezó a llorar. En este caso, sin embargo, él la escuchó, la relajó y lloró junto a ella mientras se abrazaban: “Empatizó conmigo, por fin encontraba una persona con la que podía manejar estas cosas”.

—¿Cómo te relacionas ahora con los hombres?

—Muy mal. Sobre todo con los de mi edad. Muchas veces me siento intimidada, bloqueada… He descubierto lo que es el trabajo con mujeres y eso ha marcado un antes y un después. También me ha ayudado mucho conocer dos hombres que son lo suficientemente empáticos como para hacerme pensar que puedo hacer un cambio en este sentido pero, en general, mi relación con los hombres es nefasta.

—Los hombres necesitamos mucha pedagogía en relación a estos temas y al feminismo en general. ¿Tú te encargas de hacer esta tarea?

—Ahora le pongo el nombre de feminismo, pero el conjunto de actitudes que forman esta manera de entender los derechos de las mujeres ya lo llevaba dentro de mí hace años, mientras intentaba gestionar lo que me había pasado. A lo largo del tiempo, he ido consolidando la idea de que estas acciones no pueden quedar impunes y creo que, si ahora me encontrara la persona que abusó de mí por la calle, le atacaría. El feminismo debe ser una lucha no violenta, pero hay casos en los que te tienes que defender como sea.

—¿Cómo reaccionas ahora ante un acoso?

—Con uñas y dientes, aunque, si la persona tiene dos dedos de frente, es suficiente hablar con él y hacer pedagogía. Me he encontrado con el caso de una compañera a la que le había pasado y, cuando ha querido mi ayuda, le he explicado cuáles son las cosas que no debe permitir que pasen. ¿Cuáles son los límites. La pedagogía se puede hacer en contra de los casos de machismo pero también a favor de arraigar el feminismo entre las chicas. El problema es cuando los adultos, o los profesores, te dicen que son cosas que pasan y que no se puede hacer mucho. No ocurre a menudo, pero algunas reacciones que he visto no me han gustado nada, sobre todo las que normalizan estos hechos. Te dicen “no le hagas caso y parará”. Pero te lo dice un hombre que está acostumbrado a controlar las situaciones y no entiende que no es tan fácil para una chica.

 

María se sentaba en esta escalera con compañeros de clase durante el tiempo que estudió en la Massana. Un entorno que la hacía sentir como en casa. Borja Alegría ©

 

—¿Crees que tu experiencia, tu aprendizaje podrían ayudar a hacer ahorrarse a una chica que acabe de sufrir un abuso una parte de estos bloqueos y dolores?

—No puedes ahorrarte nada. Todo lo que te ahorres es negativo porque quiere decir que no lo estás gestionando. Por ejemplo, sólo tienes que ir al psicólogo cuando estás preparada para recibir ayuda.

María hace poco tiempo que va a la psicóloga. Asegura que le va muy bien. Ha tardado muchos años en ir porque consideraba que podía solucionarlo todo ella sola. No dimensionó el alcance del problema, reconoce.

En el reportaje antes citado, la psicoterapeuta Susana García Medrano destaca la disociación entre cuerpo y mente que presentan las personas que han sufrido un abuso como un aspecto clave a superar: la víctima de abusos “separa el cuerpo de la mente y esta disociación le dificulta la posibilidad de poder disfrutar del placer, aunque le salva del dolor de los abusos”. Con el objetivo de volver a unir cuerpo y mente, Medrano trabaja la danza movimiento terapia con sus pacientes. “Son procesos largos y complicados. La disociación es inconsciente pero volver a asociarlo debe ser consciente”, afirma.

María también ha optado por este camino, el del arte. Ahora, sus manos, aquellas que un día estallaron en forma de una grave inflamación y el consecuente bloqueo, son básicas para desarrollar los estudios y la vida profesional artística que ha elegido. María decidió estudiar artes aplicadas al muro en la Escuela Massana: pintura, vidrieras, cerámica, mosaicos. Hace reproducción artística en madera en la Escuela Municipal de Arte y Diseño (EMAD) de La Garriga.

—¿Qué comportamientos machistas observas con más frecuencia entre tus compañeros de escuela?

—Los estudios que yo hago se desarrollan en un entorno muy masculinizado y machista en que se relacionan con la fuerza física, la perseverancia… Tienes que ser un hombre. No conocemos carpinteras, conocemos carpinteros. El gremio de la madera está controlado por hombres y quien tiene credibilidad son los hombres. Me he encontrado compañeros de clase que no dan credibilidad a las profesoras. También me he encontrado casos de acoso sexual, prejuicios contra la homosexualidad…

***

María coge un sargento y aprisiona sobre la mesa una pieza de madera que ya ha empezado a transformar en una máscara. Luego, abre una caja de herramientas plana y ancha. En el interior hay un juego de gubias impecables: al menos quince gubias diferentes dispuestas en paralelo como si fueran bisturís. Maria elige una y se pone de puntillas sobre sus botas de montaña para coger unos centímetros más de altura. Con la rodilla apuntando al cielo, clava una prolongada estocada en la parte superior de la pieza. Tensa el cuerpo, pero no pierde el equilibrio. Se eleva y gira al mismo tiempo sobre el trozo de madera: “Imagen número 20” de la Tauromaquia de Goya. La coreografía no se improvisa porque, en cada movimiento, tiene que aplicar toda su fuerza. Ahora, rodea la máscara con una mano y con la otra hace como si picara hielo con mucha precisión. Rotación sobre ella misma. Judo, yoga. Respira para hacer una pausa y, a continuación, sopla sobre la máscara para eliminar las impurezas. En el suelo se acumulan las pequeñas y delgadas láminas de madera recargadas que, como los mechones sobre las baldosas de las peluquerías, han ido cayendo sin preguntar. Deja las herramientas un momento. Se apoya con las manos en la mesa, agacha la espalda, hace un estiramiento como si rezase a la Meca.

 

En la escuela EMAD de La Garriga, la máscara que está cortando sobre madera de tilo recuerda la cara de un demonio. En ella, María expresa la rabia que no ha sabido gestionar. “Esto cansa, y la presencia de la cámara me agota más aún”, me dice. Borja Alegría ©

 

—Mis manos son mi canal directo de comunicación con el mundo. Transmiten exactamente las cosas en mi cerebro para que yo las pueda entender. Me gusta mucho trabajar con barro la escultura y el volumen. Yo entiendo el volumen a partir de las manos. Con las personas, sólo uso las manos cuando les tengo mucha confianza, porque son mi herramienta de expresión pero también son mi parte más delicada.

La madera es como un mapa criptográfico que las manos de María interpretan con sensibilidad extrema. Es el tacto, el hecho de sentir los volúmenes con los dedos, entenderlos en la mente, lo que permite a Maria saber si aquel trozo de madera debe o no ser modificado: “El material me habla, puedo notar su calidez, su superficie, su profundidad, su dureza, sus líneas y sus formas”.

Y es que María ha aprendido a entender el mundo tocándolo, a entender qué le pasa a su cuerpo a través del arte. Pero el camino para subvertir un dolor tan profundo es largo. Asume que todavía le cuesta establecer confianza con las personas a nivel sensorial: “Lo toco todo para entenderlo. Si veo un árbol, lo quiero tocar. Toco el hierro, toco las paredes. Hay volúmenes que no se ven, sólo se pueden tocar”.

 

A Maria le gusta el barro negro y las formas orgánicas. En este caso, realiza una interpretación libre de la forma de una vagina. Borja Alegría ©

María ha establecido una relación terapéutica con los objetos que crea en su interior una curiosidad que la mantiene calmada:

—Mis manos automatizan un punto más allá del poder que pueda tener sobre ellas mi cerebro. Este punto es mágico, fantástico. Prefiero estar haciendo esto que estar acompañada de personas.

Edición a cargo de Laia Seró
Edición fotográfica a cargo de Estefania Bedmar
Traducido al castellano por Gerardo Santos

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