
— El Comité de Soporte al Colectivo Sin papeles de Perpinyà brinda apoyo logístico, económico y asesoramiento a inmigrantes en situación irregular que se refugian en la ciudad
— En 2014, 57,3 millones de personas en todo el mundo se vieron obligadas a abandonar sus países de orígen, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM)
Perpinyà ya no es la ciudad de acogida que aún se recuerda en las memorias en blanco y negro. Esta ciudad de los Pirineos orientales, Perpinyà, es un fractal de la situación global. Quedan pequeños focos de solidaridad con la inmigración pero, como el mundo, redondo y global, ha dejado de ser la ciudad ampliamente acogedora de personas (refugiados por guerras, por conflictos latentes, por motivos económicos…) que fue en los años 30, en los 40, en los 50, en los 60, tras la retirada del bando republicano en la Guerra Civil española, una vez conseguida la independencia de Argelia. Ahora son activistas, una pequeña parte de la sociedad civil, la que acoge a 250 personas migrantes sin papeles, y lo hace como puede, navegando entre contradicciones humanas y limitaciones legales.
Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “en caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”. No obstante, el principio básico de acogida pierde su fuerza cuando cada país interpreta como cree oportuno los postulados de mínimos de la Declaración. Hay tantas contradicciones legales y éticas que afectan a más de un millón de personas, solo el año pasado, que cada historia es un juego de espejos sobre una problemática que solo encuentra soluciones parciales, mínimas, a veces, las muchas, ninguna.
Hoy, alrededor de 250 personas se refugian en las calles de Perpinyà, con más esperanza que recursos. Entre 300 y 400 en todo el sur del Estado francés, para algunos, la Catalunya Norte.
Son los otros demandantes de asilo. Los que no forman parte de la crisis siria, de esa oleada de los últimos dos años, de los cuatro millones de refugiados. Son unos números que se suman a los ya habituales de Afganistán, Pakistán, África subsahariana, América Latina o los Balcanes. Todos números por causas dispares.
No todos por motivos políticos.
Desde Argelia llegaron a Perpinyà, hace siete meses, Soumia y Hamza y sus hijas Kam, de tres años, y Ameera, de cinco. Llegaron aquí porque históricamente Perpinyà ha sido una ciudad refugio. A día de hoy, esperan aquí la cesión de asilo o la deportación.
Soumia, Hamza, Kam y Ameera forman parte de esos números que hace poco saltaron, por fuerza, a los medios de comunicación, de forma masiva. Del colectivo de inmigrantes sin papeles en regla.
Llueve en silencio, como es frecuente por esta zona del Roselló, por estas calles empinadas, de casas pequeñas, típicas de barrios modestos europeos. Es 18 de diciembe de 2015.
Nos encontramos con Soumia y Hamza en el Casal catalán de Perpinyà, en la Avenue du Lycée, con mediación del comité de ayuda. Por el cristal de la puerta se adivinan dos pequeñas siluetas, en movimiento. Al fondo de la sala, un mapa que perfila los Países Catalanes en rojo y amarillo intenso decora la pared sobre la que reposa una pizarra, con un orden de actividades. A la izquierda, estanterías con libros, algunos de ellos, cuentos infantiles. En la pequeña cocina de la derecha, humea el café.
Hamza es moreno. Tiene los ojos rasgados, de un negro profundo, árabe. No es demasiado alto. Viste jersey oscuro, vaqueros, y deportivas marca Nike. Soumia es rubia, con ojos azules. Lleva un jersey blanco y pantalones azul marino. Si los viera pasear por estas calles cualquier domingo, con sus dos niñas de la mano, no diría que su estabilidad es un eco de lo que un día fue su vida y que no saben donde estarán dentro de una semana. Ambos tienen 32 años y hablan francés, perfecto. Inglés, decente.
Las niñas corren alrededor de la mesa donde compartimos ese café. Kam, la pequeña, de abundante pelo rubio y grandes ojos oscuros, llora. Ríe, según le viene, y salta. Salta hasta caerse. Ameera, dos años mayor, morena como su padre, se esconde tras su muñeca, con una mirada de timidez, de circunstancia. Le piden galletas a su madre. Sí, esas, las de chocolate. Y juegan con una ajenidad descarada al tema que nos ocupa.

—¿Qué hacen en Perpinyà?
¿Lo explicamos todo desde el principio? —pregunta Soumia. Mira a Hamza, buscando el acuerdo.
—Por favor.
Comienza Soumia el relato, con voz suave y marcada parsimonia. Un relato que ha explicado docenas de veces, señala.
—Cuando Kam tenía 27 días comenzó a llorar. Tenía mucha fiebre. Después de tres días iba a peor. Tuvo convulsiones Los médicos privados decían que simplemente era una gripe. Fuimos al hospital público y nos dijeron que era una meningitis haciéndole una punción lumbar. La operaron en unas condiciones médicas muy muy difíciles.
—¿Cómo de difíciles?
—El agua para lavar estaba fría, faltaban medicamentos, higiene, había insectos. Vimos morir a tres bebés durante la estancia en el hospital porque sus madres no sabían que debían vigilarlos. Vigilar que la intravenosa entrase bien, por ejemplo.
—¿Qué ocurrió cuando operaron a Kam?
—La niña entró una semana en coma. Nosotros buscamos los medicamentos contra las convulsiones que el médico había recetado por las farmacias, pero no los encontrábamos. Al final, los hicimos venir de Francia —añade Hamza.
Para entonces, Kam tenía puntos de infección en el cerebro, explica Soumia.
—Cuando Kam comenzó a recuperarse de la meningitis, cuarenta y cinco días más tarde, comenzó a llorar, otra vez. Sin parar. Se golpeaba la cabeza con las manitas. Le aumentó dos centímetros de tamaño la cabeza en un solo día. La llevamos al médico y nos dijeron que no le pasaba nada, que la niña reía, que no lloraba.Pero tenía agua en el cerebro. Hidrocefalia. Había que operarla.
Lo que era una sonrisa, que apenas asomaba, se convierte en una mueca. Hamza prosigue el relato de Soumia.
—Buscamos neurocirujanos por Argel, la capital, donde vivíamos. En un hospital nos dijeron que no tenían instrumental para operarla, en otro, que la lista de espera era tan larga que la gente a la que le habían dado fecha ya había muerto. Comenzamos a buscar por otras ciudades y nadie se interesaba por el dosier de Kam. Encontramos un especialista en Blida. Pedimos verlo. “Está dios en el cielo y el profesor en la tierra. Es inaccesible”, nos dijeron.
Hamza escribió emails a la televisión argelina y a todos los hospitales del país para que le ayudasen. Nadie contestó nunca.
—Un especialista de Francia nos dijo que había que operar a Kam, pero que teníamos que ir allí. Además, comenzamos a tener muchos problemas en el trabajo. Decidimos irnos del país. Y no volver —explica Hamza.
—Espere, ¿qué tipo de problemas?
—Soy enlace entre las aduanas argelinas y los operadores económicos, los importadores. Es una empresa familiar, los dos —señala a Soumia— trabajamos juntos con mi hermano y nos iba muy bien. Una empresa de importación de tres personas me pidió que permitiese pasar 300 libros dentro de cada contenedor de téxtil sin que lo supiese el gobierno. Yo dije “¡son libros, el gobierno no pone problemas para pasar libros!” Entonces ví de qué eran y me negué.
—¿Qué tipo de libros?
—No diré de qué son. Simplemente, yo me negué. Dije que había mucha gente que podía hacer eso, pero que yo no. Me propusieron dinero, mucho dinero, y dije que no. Siempre dije que no. Comenzaron a presionarme. Me acosaban. Llamaban a casa. Amenazaban a Soumia. Me decían: “Sabemos quién eres”.
La niña, el trabajo, Soumia tenía depresión. Cada día era más complicado que el anterior. Cada día era más cansado que el anterior.
Hamza y Soumia y sus dos hijas se trasladaron a Marsella. “En Argelia, ganábamos bien. Vivíamos en un buen barrio, al lado de la playa. Teníamos una casa grande, de tres pisos, un buen coche. Pero todo eso no tiene sentido si no puedo salvarle la vida a mi hija, si no estamos seguros”, añade Hamza.
Hicieron una demanda de asilo antes de que su visado expirase en la Office français de protection des réfugiés et apatrides (OPFRA), basándose en las amenazas. Se la denegaron. Iniciaron el recurso en la Cour nationale du droit d’asile (CNDA).
Se instalaron en Avinyó, después de tres meses en Francia, y regresaron a Marsella cuando sus temores se confirmaron.
“¿Ha vivido todos estos meses así?”, les preguntó en Marsella el médico que examinó a Kam. La decisión fue categórica. Había que operar de urgencia o, probablemente, perdería la vista.
Operaron a Kam. Las pruebas neurológicas posteriores dieron resultados positivos. Las secuelas de la demora, sin embargo, perviven. No saben si ve bien. No habla.
Un mes después de la operación, la CNDA les denegó el recurso de la petición de asilo. Debían abandonar el alojamiento que los servicios sociales del Centre d’accueil de demandeurs d’asile (CADA) les habían cedido. Había pasado más de un año de su llegada.
Tres meses en Marsella. Siete en Avinyó. Otros tres meses en Marsella. Siguiente estación: la calle.
Perpinyà, solidaridad con los inmigrantes
Hamza y Soumia comenzaron a buscar “lugares de solidaridad con inmigrantes”. Entre ellos apareció Perpinyà y Bayona. Bayona estaba muy lejos; Perpinyà, no.
Al llegar a Perpinyà, las dos organizaciones especializadas en asesoramiento y apoyo de las personas inmigrantes —La Cimade-service oecuménique d’entraide y la Association de solidarite avec Tous les Immigres (ASTI)— les pusieron en contacto con el Comité de Soporte al Colectivo Sin Papeles de Perpinyà. En la sala de espera de Cimade, más de una treintena de personas. En la calle, como ellos. Con niños, como ellos. La mayoría, no hablaban francés. Durmieron varias noches en los despachos.
A finales del pasado agosto, Hamza, Soumia y sus dos hijas estaban ocupando, junto con 11 familias más, un antiguo Centre de Formation des Apprentis (CFA), de 5.000 metros cuadrados en la Rue Edouard. En total, había alrededor de 40 personas.
“Los primeros días fueron muy duros. Dormíamos en el suelo, no había nada para comer. Pero al cabo de dos días ya estábamos conociéndonos y colaborando entre todos para habitar el espacio”, asegura Hamza.
Fue el cuarto espacio que el comité ocupaba para paliar situaciones de emergencia de personas sin papeles en regla.

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Pere Manzanares es miembro del comité de ayuda. Es un hombre menudo, con más chaqueta que hombros, y bambas de deporte de barrio noventero. Hace tiempo que la experiencia hizo su trabajo, trazando grandes surcos en su semblante bajo la barba y un abundante pelo blanco, peinado a modo de tupé. Habla de Catalunya Norte, de los problemas de Catalunya Norte, de la tradición de acogida de Catalunya Norte.
Entre septiembre y octubre de 2015, Hamza y Soumia y las 14 familias que vivían por aquel entonces en la escuela de formación tuvieron que abandonar el centro, explica Pere.
—Nos denunciaron, el juez pidió la expulsión antes de seis meses. Las familias desalojaron el centro por su propio pie.
—¿Qué hicieron las familias?
—Cimade y ASTI, las dos organizaciones especializadas con convenio con la prefectura, realojaron a las familias en pisos, porque la prefectura por sí misma no reconoce al Comité como entidad para negociar. Pero era mucha gente de golpe. Otros que no cabían fueron a parar a otro espacio aún vigente. Es una situación previsoria, eh. No hay compromiso de que estas familias tengan un habitaje a largo plazo.
Para entonces, las familias habían pasado tres meses sin luz ni agua; los propietarios del edificio, gestionado por la Cámara de los oficios, habían cortado la electricidad. La comida cedida por la organización Restos du Coeur no llegaba para abastecerlos a todos. Se acercaba el invierno.
No era la primera vez que el Comité se enfrentaba a una situación similar.
—La acción de ocupar se remonta siete años atrás, con la ocupación de una antigua escuela concertada propiedad del municipio. Fue el primer conflicto, la primera mediatización sobre la problemática de los inmigrantes sin papeles y sin habitaje en Perpinyà —explica Pere.
Actualmente, un centro compartido por el sindicato y el comité de empresa de los empleados de ferrocarril de la estación de tren, una antigua sede administrativa del Consejo departamental y una antigua residencia de un delegado militar, que aún pertenece al ejército, siguen ocupadas por familias como Hamza y Soumia.
Algunas de las ocupaciones tienen procesos judiciales en marcha.
La Liga de los Derechos del Hombre, el Movimiento contra el Antisemitismo, la Red de Escuelas Sin Fronteras, La Cimade o el Partido Comunista Francés son algunas de las 15 organizaciones que forman el Comité de soporte desde hace más de diez años.
—¿Cómo ayuda el Comité al colectivo de inmigrantes, a parte de las ocupaciones? —le pregunto a Pere.
—El Comité da un apoyo moral a los inmigrantes sin papeles que tienen muchas dificultades con la lengua, por ejemplo. Apoyo económico si hace falta pagar luz y agua, asesoramiento en gestiones administrativas para preparar las peticiones de asilo y acompañamiento judicial, se pagan abogados. Y luego, claro, se hacen campañas, manifestaciones, concentraciones, etc., para generar solidaridad sobre su problemática.
—¿Qué hace una persona inmigrante que llega a Perpinyà e intenta regularizar su situación?
—Cuando una persona sin papeles llega suele pedir el asilo y mientras se valora si se le da o no, el Estado francés le concede una seguridad social básica y cierta ayuda financiera. En este momento, o los acojen en CADA o se espabilan por su cuenta. Cuando se les deniega el asilo, y mientras dure el tiempo de presentar un recurso, se les corta la ayuda financiera. En todo momento pueden recibir una orden de dejar el territorio nacional, Obligation de quitter le territoire français (OQTF),o una asignación a residencia
La asignación a residencia suele llevarlos a uno de los dos hoteles colindantes con la Estación de tren de Perpinyà. “Nada lujosos, al contrario, los hoteles más tétricos de Perpinyà”, apunta Pere. Esta medida comporta control semanal de la Policía del Aire y las Fronteras (PAF).
Localización permanente. Nadie quiere ir al hotel.
“Emblemáticamente, se puede considerar que en los hoteles de la estación se acaba el viaje”, señala Pere, riendo.
En julio de 2015, Denis. L, un miembro del comité de apoyo, fue juzgado por acoger a una familia armenia en su casa durante seis meses, a mediados de 2014. Desde el comité se inició la campaña Moi aussi j’aide les sans papiers. Finalmente, la prefectura retiró los cargos.
—¿Si les llega una orden de dejar el territorio nacional, y las autoridades saben donde están, qué ocurre?
—Cuando hay una OQTF, una persona sin papeles o su familia pueden ser detenidos por la PAF a petición de la prefectura. Entonces, son conducidos al Centro de retención de Tolosa de Llenguadoc. En este momento, si La Cimade o un abogado no consiguen hacerlos sarlir por su propio pie, pueden subirlos a un avión con destino a su país de origen.
—¿Ocurre muy a menudo?
—Por fortuna, las expulsiones no son frecuentes; suele haber entre cuatro y cinco casos al año en toda Catalunya Norte. No es que sea fácil para el Estado expulsar a la gente. El gobierno de origen tiene que aceptar recuperarlos.

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A Hamza y Soumia les denegaron la petición de asilo: no estaban en una situación de conflicto.
—Nosotros hemos explicado las amenazas. Pero no nos creen. Nos han dicho que únicamente queremos curar a nuestra hija. Los acuerdos entre Francia y Argelia hacen que el asilo no sea fácil. Aunque haya problemas, oficialmente es un país en paz, explica Hamza.
Ahora esperan, pacientemente, que la CNDA vuelva a abrir el dosier por razones humanitarias, por los controles neurológicos que necesita Kam, con un ápice de esperanza que, en ocasiones, se disipa por completo. Legalmente, todos los trámites ya están hechos. Todos los pasos dados.
Hace meses que les llegó la orden de dejar el territorio nacional.
Donbass, Argelia, Armenia, Chechenia, entre otros, son los lugares de origen de las familias que ocuparon el CFA en verano. Tensiones internas. Conflictos sin demasiada atención mediática. Muchos inmigrantes como Hamza y Soumia huyen de cotidianidades forzadas a lidiar con sistemas sociales convulsos. Con problemas políticos del día a día, de los que se quedan en casa.
“Los casos en los que las personas demandantes de asilo vienen són muy diversos. Muchos huyen de conflictos y represalias. Algunos por problemas individuales, como escapar de una mafia albanesa, o por problemas judiciales o amenazas. Otros por problemas colectivos, como ocurre con los mongoles, por guerras o por motivos económicos”, explica Pere Manzanares. El comité no investiga las causas de la migración, “para eso ya está la prefectura”, añade.
Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “en caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”. El asilo se concede cuando, cumpliendo las condiciones de la Convención del Estatuto de los refugiados de 1951 y el Protocolo de 1967, exista riesgo para la vida del solicitante. Entre esos riesgos se encuentran la condena de muerte, torturas y vejaciones o amenazas contra la vida e integridad de civiles en el marco de un conflicto armado.
Hamza, Soumia y sus dos hijas,una de tres y otra de cinco años, a ojos de la ley internacional, no necesitan asilo.
La Cimade, creada en 1939 para acoger a desplazados de la II Guerra Mundial, afirma que en los últimos 25 años los requisitos para aceptar peticiones de asilo en Francia se han restringido bajo el pretexto de la regulación de la inmigración. La interpretación de los principios de la convención, que únicamente actúa como marco jurídico, se ha vuelto más estricta. El control de la inmigración, recogido en el proyecto de ley sobre los derechos de los inmigrantes, es más duro.
Cada petición de asilo requiere una interpretación y comprobación de pruebas que corroboren la palabra de los demandantes. Siempre según la legislación de cada Estado. El número de concesiones oscila según quién interprete los casos. “Dependiendo del momento político, se abre más o menos el grifo para conceder el asilo”, afirma Pere Manzanares.
Todas las peticiones de asilo de las hasta catorce familias que llegaron a ocupar el centro de formación en verano de 2015 fueron rechazadas.
Al mismo tiempo, los partidos políticos con discursos xenófobos e imagen renovada pujan por hacerse un hueco tangible en el espectro político, aprovechando la afluencia de la inmigración, la crisis económica y el auge del yihadismo de los últimos años.
Esto en Francia y en el resto de Europa.
En octubre de 2015, Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional, fue juzgada por incitación al odio racial por unas declaraciones de cinco años antes en las que comparaba el rezo musulmán en el espacio público con la ocupación nazi de los años cuarenta.
En las pasadas elecciones legislativas, M. Louis Aliot cabeza de lista del Frente Nacional, ganó en la primera vuelta con un 41,94% en Perpinyà.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) registra, desde enero de 2016, 148.370 los migrantes que llegaron a las fronteras europeas por tierra y mar, incluyendo los demandantes de asilo. Un número que cambia cada día. En 2015, la cifra alcanzó los 1.046.599 migrantes.
Según OIM, hasta 57,3 millones de personas en todo el mundo se vieron obligadas a dejar sus hogares en 2014.
Según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) 1,8 millones de personas solicitaron el asilo en 2014.
A día de hoy, hasta 5.000 personas viven en el campo de refugiados de Calais, también en Francia, en condiciones de vida degradantes y bajo tratos inhumanos, según el último informe global de Amnistía Internacional.
Dicho informe apunta que las autoridades francesas han aceptado “reubicar a casi 31.000 solicitantes de asilo en 2016 y 2017 y reasentar a 2.750 personas refugiadas, principalmente procedentes de Siria”.
El pasado enero, el Comité de Soporte al Colectivo Sin Papeles de Perpinyà se manifestó ante el ayuntamiento contra la expulsión de Tatiana D., una joven rusa retenida en el centro de Tolosa de Llenguadoc. La expulsión se ha paralizado. El 5 de marzo, se repitió el episodio con una joven albanesa y su hijo de 15 meses.
Ésta podría ser la situación de Hamza y Soumia en un futuro próximo.
Mientras esperan algún tipo de noticia en una calma ficticia que dibuja el día a día, Hamza da clases de francés en La Cimade, de forma voluntaria, a inmigrantes que sí tienen la nacionalidad. No tiene ingresos porque no tiene derecho a trabajar legalmente en Francia, ni en ningún otro país de la Unión Europea. De hacerlo, se arriesga a la deportación y aquél que lo contrate, a la multa. Sin embargo, si consiguiese un trabajo, podría optar a la residencia, con una promesa de empleo temporal firmada por un empresario y presentada junto al dosier de regulación de papeles en la prefectura. Puede ayudar pero no es garantía de nada.

“Paradójico, ¿no?”, pregunta Soumia. Sin esperar respuesta, continúa.
—No queremos volver a Argelia. No vamos a volver.
Hace años Argelia era un país que Hamza y Soumia amaban en sentido patrio, sin hacerse preguntas. Ese es su recuerdo. “Antes de que Kam enfermase yo daba apoyo a mi país, estaba enamorado de mi país. Un golpe así te hace cambiar el modo de ver la realidad”, añade Hamza.
Kam juega con su hermana mayor, trotando alrededor de la mesa, con sus botitas marrones, casi flotando. Sin mediar palabra, no para quieta. Mira a sus padres, sonriendo, como si la conversación no fuese con ella. Como si su familia argelina no fuese un número, entre tantos otros refugiados en las calles de esta ciudad lluviosa de los Pirineos orientales, con tradición de acogida y un colectivo que con cada paso que da perpetúa su historia. En Perpinyà.