
— Participamos en un taller de sexualidad que busca revertir una educación basada en la invisibilización del cuerpo y del placer de la mujer
— “¡Nos pasamos el día hablando de sexo con las amistades! Pero las risas nos impiden tratar aspectos más íntimos, como las inseguridades o los miedos”
¿Qué harías tú si te dijeran que estás a punto de explorarte la vagina en una habitación junto a ocho mujeres más? ¿Si, una tarde tonta de otoño, te pidieran que te quitaras los pantalones, te bajaras las bragas, te colocaras sobre un colchón con la espalda pegada a la pared y te abrieras de patas como si fueras a parir?
Pues, en breve, Marta lo va a hacer y está emocionadísima.
–¡Nos pasamos el día hablando de sexo con las amistades! Pero casi siempre lo hacemos con ese toque de humor… Esas risas que nos impiden tratar aspectos más íntimos.
Y la vagina, y la sexualidad, a veces, son un asunto serio.
A Marta le indigna reconocer que ginecólogos, estudiantes en prácticas y parejas varias le hayan visto el coño en todo su esplendor y ella no. Le jode que, a sus 25 años, haya cuestiones de su sexualidad que desconozca o, peor aún, que todavía no se haya decidido a compartir abiertamente.
¿Cuantas veces hablamos de sexo a lo largo del día y cuantas, en realidad, acabamos abordando los aspectos de nuestra sexualidad que de verdad nos preocupan? Ahí van la falta de confianza con nuestro cuerpo, el miedo a construir relaciones duraderas, los celos que a veces sentimos, las inquietudes sobre ciertas prácticas sexuales y/o amorosas, el día a día con una enfermedad de transmisión sexual, las dudas sobre el sexo después de un embarazo y un largo etcétera.
Consciente de ello, Marta se apuntó al taller de sexualidad femenina y autoconocimiento del cuerpo del colectivo Mandràgores. Hace dos años que la organización imparte este tipo de cursos en Catalunya para compensar el vacío que existe en materia de sexualidad en nuestra sociedad. Este curso, en concreto, dura un fin de semana entero y tiene lugar en una sala de la Casa Groga, en el barrio barcelonés del Fort Pienc. Se trata de ir realizando actividades –“dinámicas”– e ir consiguiendo una atmósfera cálida para compartir experiencias. El objetivo? Ir generando un aprendizaje colectivo que revierta una educación basada en la invisibilización del cuerpo, su cosificación y la renuncia del placer de la mujer.
Marta está sentada, como las demás, sobre una de las colchonetas que están en el suelo formando una especie de cuadrado. La mayoría de las participantes cubren sus piernas con las mantas de colores que les han repartido. Las comparten de tres en tres, bien juntas unas con otras. Al fondo, un pequeño calefactor también compensa el frío del aula. Al principio, es raro compartir según qué con según quién, pero cuando hace seis horas que el grupo ha iniciado el taller, ya no: se llaman por el nombre e, incluso, se han dado los teléfonos durante la pausa del mediodía. En realidad, algunas ya han compartido entre ellas mucho más que con sus amistades. Se ha generado ese ambiente de “confianza y comodidad” que prometía la publicidad el curso.
Sin embargo, cuando llega el momento, los nervios afloran y algunas piden un break de pocos minutos. Rápidamente, Helena se mete en el baño para asearse. Laia sale a fumar un piti exprés a la terraza. La siguen Sandra y Paula. Marta va tras ellas. La temperatura exterior parece darles igual: es como si hubieran olvidado lo confortable que es una sala con parquet y estufa una tarde de noviembre.

Afuera, Marta siente cómo el frío de las baldosas le sube por el cuerpo: ese que tantas veces sintió bloqueado y con el que hoy se está reconciliando. Como ella, todas han salido descalzas a la azotea del edificio donde se imparte el curso: una fotógrafa, una trabajadora de seguros, una mediadora, tres educadoras y una maestra de inglés de un colegio de monjas. El humo de tabaco se cuela entre las arengas a las más pudorosas. Salta a la vista que más allá de ser mujeres, tener entre veintitantos y treintaypocos, y haber tenido algún contacto (más o menos informal) con las teorías feministas, no hay un perfil prototípico entre las asistentes de este curso. Todas, eso sí, han venido aquí para conocer mejor su cuerpo y su sexualidad.
Quien imparte el curso es Laura Arcarons, que se inició en esto de los talleres de sexualidad en el Máster de Sexología y Género de la Fundación Sexpol de Madrid:
–Aunque todas hemos experimentado sexualmente, muchas no “conocemos” nuestro propio cuerpo.
La acompaña Carlota Coll, la otra fundadora del colectivo Mandràgores, y ambas lo irán repitiendo varias veces desde su colchón; a ratos con las piernas estiradas, a ratos a modo ‘flor de loto’: conocerse implica ser consciente de cómo se ha construido nuestra sexualidad, para reapropiarnos de ella y aprender a disfrutarla de la forma más liberadora posible. Es decir, romper con la idea de que nuestro cuerpo es básicamente un espacio erótico y reproductivo –como apuntalan la inmensa mayoría de referentes con los que nos avasallan la publicidad, el cine, las redes, el porno– y cambiar el chip. Se trata de empezar a entenderlo como un espacio para nuestro propio placer.
Aunque aún es un terreno incipiente, hay demanda para este tipo de cursos. Escuelas, centros cívicos, instituciones que trabajan por la igualdad e, incluso, particulares ya se han interesado por el colectivo Madràgores. El de este fin de semana es, de hecho, el primer taller que anunciaron vía Facebook. Las plazas se agotaron. Quizás ayudó la ilustración moderna de la publicación: una chica, sobre fondo verdoso, riega unas flores que le nacen de la cabeza y muestra un tatuaje en el brazo que proclama ‘TAKE CARE OF YOURSELF’.
Laia, la profe de inglés, no le dio ni al like a la publicación de Facebook. Ella se apuntó al curso porque conocía del barrio a las talleristas y se lo comentaron. El boca a boca es clave en estos casos. Luego Laia nos contará que no es el primer curso al que acude y que, de hecho, su trabajo de final de carrera abordó las carencias de la educación sexual en Catalunya.
–¿A qué conclusión llegaste? –le preguntamos.
–La conclusión es que, lamentablemente, la educación sexual te la tienes que buscar. ¡Y ya me ves!
Y la miramos: da la última calada y, aún con el sabor del cigarro en la boca, salva el escalón de la terraza y entra, de nuevo, a la sala. Las demás la siguen. El espejo del fondo va reflejando como todas se van sentando en los colchones que hay a los lados y apoyan su espalda de la pared. Sus movimientos apenas hacen ruido –todas han hecho caso al mail de las instrucciones del curso: ropa cómoda y calcetines gordos para no pasar frío en los pies. Lentamente, van entrando en calor.
De fondo, sonarán las terceras del duo Perota Chingó. “La complicidad es tanta que nuestras vibraciones se complementan”, dice un verso. Todo cuadra: las talleristas también han elaborado una playlist libre de machismos para la sesión.
–Urge que las mujeres nos encontremos, que compartamos experiencias y generemos aquel aprendizaje que deberíamos tener sobre la sexualidad, pero que siempre hemos recibido de forma aislada y con muchos complejos–, continúa Laura.
Las chicas empiezan a preparar el kit que se les pedía que trajeran cuando se inscribieron: una sábana de color claro, una toalla y una luz frontal. A continuación, cogen la bolsita marrón que les viene gratis con la matrícula y sacan un frasquito de lubricante y un espéculo vaginal. También les dan un espejito. En la pegatina que lleva mi bolsa se lee: “Nuestros cuerpos son nuestros, nuestras reglas también”.
Ya lo tienen todo listo.
Un 65% de las mujeres conoce mejor los órganos masculinos que los suyos propios. Sólo un tercio de las mujeres sabe etiquetar correctamente las partes de su anatomía femenina.
Desde hace veinte años, los Derechos Sexuales están oficialmente considerados Derechos Humanos fundamentales y universales. Costó, pero desde finales de los noventa tenemos (merece la pena listarlos y leerlos): derecho a la libertad sexual; derecho a la autonomía, integridad y seguridad sexuales del cuerpo; derecho a la privacidad sexual, derecho a la equidad sexual; derecho al placer sexual; derecho a la expresión sexual emocional; derecho a la libre asociación sexual; derecho a la toma de decisiones reproductivas, libres y responsables; derecho a información basada en el conocimiento científico; derecho a la educación sexual integral (y en todas las etapas de la vida); y derecho a la atención de la salud sexual. Una retahíla que le debe su existencia a la Declaración del XIII Congreso Mundial de Sexología que se celebró en Valencia (España) en el año 1997.
En 2018, la educación afectivo-sexual aún no existe en el programa escolar español. La reforma del exministro de Educación José Ignacio Wert acabó con la poca que se había conseguido con la LOE y, hoy en día, tu educación sexual depende de si tienes suerte con el profesor. Esto, en muchos casos, se reduce a las típicas visitas de personal médico o asociaciones que les hablan, sobre todo, de prevenir: prevenir embarazos no deseados, prevenir enfermedades de transmisión sexual, prevenir la violencia sexual.
Poco (o nada) se habla del placer sexual en la aulas. De esa “fuente de poder”, de “esa afirmación vital” a la que se refiere Carole Vance en su Placer y peligro. Tampoco de las emociones. Al fin y al cabo, de ese cambio de chip que, en la mayoría de casos, se produce tarde o nunca. Aina Lliteras es terapeuta sexual y trabaja con adolescentes:
–Mi experiencia es que los primeros cursos de la ESO están peor que sus compañeros más mayores y eso tiene mucho que ver con la falta de educación sexual y los roles de princesitas y machitos, que están repuntando con fuerza a través de la televisión, Internet y unas redes sociales cada vez más basadas en la imagen.
–Están sobreexpuestos y, a la vez, no conocen su propio cuerpo, no?–, le preguntamos.
–Sí. Y es muy triste, pero las nuevas generaciones están construyendo su identidad en base a esto…
Los datos confirman esta tendencia que apunta Lliteras. Según el estudio ¿Fuerte como papá? ¿Sensible como mamá? Identidades de género en la adolescencia del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, el 52,6% de las adolescentes cree que, en una relación, el hombre debe proteger a la mujer. El mismo informe asegura que más del 80% de los jóvenes españoles han conocido algún caso de violencia en parejas de su misma edad y también que 6 de cada 10 adolescentes revisan el móvil de sus parejas.
Con este panorama como telón de fondo, y con el cuidado y la expectación de aquella que hace algo por primera vez, las chicas del taller de Mandràgores se abren de piernas y se empiezan a palpar (algunas semicubiertas con la sábana fina).
–Untaos con el lubricante para no haceros daño e id separándoos los labios exteriores…
Lo que están empezando a descubrir (a fondo) es una parte de su propio cuerpo que, hasta ahora, solo han visto de pasada, en otras mujeres o en fotografías. La última vez, hace poco rato; cuando Laura y Carlota han proyectado en la pared dibujos e imágenes para explicarles en qué consiste su anatomía genital. Las indicaciones para que las seis chicas se vayan identificando las partes externas de sus genitales en el reflejo del espejito se van sucediendo. La luz es tenue y las voces de las talleristas, como las de una sesión de relajación.

La sensación de estar haciendo algo tan elemental por primera vez a los 25 años es rara.
Para la mayoría de las chicas es un ejercicio casi iniciático: hoy es la primera vez en su vida que se observan algo tan cotidiano para los hombres como el orificio de la uretra o el glande (del clítoris, en su caso, claro).
En 2016, la organización ginecológica The Eve Appeal publicó que un 65% de las mujeres conoce mejor los órganos masculinos que los suyos propios. Y también, ojo, que sólo un tercio de las mujeres sabe etiquetar correctamente las partes de su anatomía femenina. Pero no solo es cosa de ellas: todos suspenden la asignatura. El 40% de los usuarios de la sección ‘Vagina Dispatches’ del The Guardian –uno de los periódicos británicos más progresistas– no saben localizar un clítoris. De hecho, ante tales datos, el periódico propuso a sus lectores un innovador ejercicio: les pidió que dibujaran vulvas y con ello generó un banco que cuenta con 22.002 ejemplares.
Y tú, ¿sabrías dibujar tu propio coño?
En el reflejo del espejo, el clítoris se ve como una pequeña montañita que asoma en la parte superior de la vulva. Brilla, ahora, por el lubricante. Luego será el turno del espéculo para dilatarse la vagina y de encontrarse el cérvix, o sea, la parte del útero que se mete hacia la vagina. Otro bultito redondeado, liso y de color rosado que cambia de tamaño y tonalidad en función de la persona. Cuesta un poco localizarlo y algunas de ellas piden ayuda mientras rebuscan con la ayuda del espéculo. La situación parece como una especie de trance que solo se ve interrumpido por algún comentario espontáneo –”¡Creo que tengo los labios interiores muy grandes!”, “¿Has visto que tienes un poco de flujo?”– y la luz de algún frontal que se alza alegremente como el flexo de Pixar, y vuelve a esconderse.
–Si os queréis sacar el espéculo, id con cuidado. Hacedlo manteniéndolo abierto… Y muy lentamente porque si lo cerráis dentro podríais pellizcaros algún pliegue interior…
Y mientras se extraen el aparato, fuera ha oscurecido del todo.
Todas coinciden que, en algún momento que ninguna de ellas sabrá concretar, los nervios han dado paso a la fascinación. De pronto, el espéculo –el aparato que tantas asociamos a la frialdad de las consultas médicas– ha permitido que, en Barcelona, ocho mujeres se estén descubriendo, amablemente, una de sus fuentes principales de placer. Luego dirán que lo que sintieron al terminar el ejercicio fue algo a medio camino entre la felicidad y el alivio. La felicidad de haberse descubierto el cuerpo sin prejuicios. El alivio de, aunque tarde, haberlo hecho.
A Maria le pesa más la felicidad. Ella es la mediadora y hace poco más de un año que parió. A raíz del embarazo, redefinió el sexo alejada del combo fiesta-noche-alcohol. Quizás por eso, este fin de semana le han fascinado los ejercicios de redescubrimiento de las zonas erógenas del cuerpo. Está exultante: los rizos le bailan y su tono de voz se aniña cuando le preguntamos por cómo se siente tras más de 10 horas de taller.
–Me ha recordado que tengo un cuerpo… Y que lo puedo usar.
Puede que haya a quien le parezca una tontería lo de recordar que tienes un cuerpo, pero explorárselo con una visión crítica también forma parte de ese cambio de modelo. Y como antes mejor. De hecho, los adolescentes juegan tanto con su cuerpo antes de llegar a la penetración que, paradójicamente, cumplir años se convierte en sinónimo de desaprendizaje. Con la edad, vamos mecanizando nuestra sexualidad: olvidamos que podemos vibrar sin sacarnos los pantalones, dejamos de explorar las zonas erógenas de nuestro cuerpo hasta casi perder la noción del tiempo, relegamos el besarse al mero botón de activación de un proceso que tiene que terminar en el ansiado orgasmo y así tantos otros.
Después de la fascinación inicial, algo parecido al rencor renace en Maria. También en otras de las asistentes: ¿Por qué no me lo ha enseñado nadie antes? ¡Deberían habérmelo enseñado en la Primaria! Y mientras tanto, unos 500.000 niños y niñas entran en la rueda del sistema educativo español cada septiembre.
Sandra avisa de que no te salva ni crecer en una familia “muy abierta”, como la suya. Ni eso te permite hablar con naturalidad de ciertos aspectos de tu cuerpo, y menos de temas como (pongamos) la masturbación. La alternativa son espacios como éste en los que una pueda ir conformándose esa visión crítica sobre cómo se ha construido nuestra sexualidad y empoderarse, al fin.

–Te piensas que no lo necesitas. Y sí. Todas mis amigas que no han tenido ningún tipo de formación así están encantadas con su sexualidad. Y las otras, no. Será por algo…
En su caso, entró una Sandra muy segura de sí misma y salió una Sandra consciente de que aún le faltaban muchas cosas por reaprender de sí misma. Porque, aunque nos creamos progres, los tabús existen en nuestro día a día. En la cama, y fuera de ella. Nos obcecamos en cocinar sin aceite de palma, vestir ropa con sello ecológico y guardar nuestro dinero en la banca ética. Pero, ¿y tu propio cuerpo? Es nuestro campo de batalla. Y nos hemos olvidado de él.
Marta ya nos lo había dicho:
–Nos tocamos sin tocarnos. Nos miramos sin mirarnos.
No le dedicamos tiempo a nuestro cuerpo.
***
Cuando se termina la sesión, ya no hace frío en la sala. Son las siete de la tarde pasadas cuando empiezan a recoger. Todo se queda como está –colchones, mantas, bolsas– porque mañana volverán. Apagan el proyector, la música, la estufa, las luces. Ajustan la puerta corredera de la sala, se despiden en la calle y se dividen: pata, metro, tren, coche.
A Marta, el taller la ha dejado rendida, física y mentalmente. Hoy ha dicho cosas que nunca se había atrevido a verbalizar y ha explorado con su cuerpo de una forma nueva. Además, ser consciente de haber hecho cosas por primera vez te hace andar diferente –con más seguridad quizás, pese a que ya haya oscurecido. Va pensando en ello cuando, casi instintivamente, se va sacando las llaves de la bolsa. Se planta delante del portal, abre la puerta y se dirige a su habitación de piso compartido. Pero antes de caer muerta en la cama se dice que aún no.
Y se activa: anda hasta el baño, se coloca delante del lavamanos y se empieza a desnudar –sacarse ropa cómoda es gustoso para la piel. El espejo refleja su cuerpo largo, su melena corta y espalda huesuda, sus pechos medianos, su ombligo tieso. Marta se comienza a mirar (mirándose) y a tocar (tocándose). De arriba abajo, se recorre la piel de todas y cada una de las partes de su cuerpo, también esas que hasta entonces había evitado que le acariciaran.
“Desde aquel día, me miro distinto”.