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Abandonado en el puerto de Barcelona

— Faisal, capitán del carguero 'Saturno', pasó diecinueve meses varado, desamparado por su armador

— En el Mediterráneo, hay unas 500 tripulaciones desasistidas por culpa de las nulas regulaciones, afectadas por las banderas de conveniencia

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La búsqueda de las tripulaciones abandonadas empezó en un puerto cercano, donde un capitán paquistaní vivió casi dos años y del que yo no sabía nada. Vivo a diez minutos del puerto de Barcelona y soy periodista: pateo la ciudad, conozco gente, los vecinos me llaman. Nadie sabía nada de él. Me aterrorizó entender que lo que sucede en el mar sea invisible y que explique, en realidad, cómo vivimos en la orilla. En verano del 2009 y gracias a una beca del Gobierno catalán, emprendí un viaje que acabé en primavera del 2010, y que me llevó a visitar siete puertos del Mediterráneo: Barcelona, Estambul, Ceuta, Gibraltar, Civitavechia, Suez y Haifa. Esa travesía tenía como objetivo documentar la situación de las tripulaciones abandonadas en el Mediterráneo. Entonces, había en el Mediterráneo unas 500 tripulaciones abandonadas. Se trababa de marinos, cuyo armador había abandonado a barco y a tripulación en algún puerto. Algunos no tenían comida, otros malvivían de caridad y la mayoría no entendía qué les estaba pasando.

La travesía se convirtió en un blog que se construye cada vez que alguien me llama, me envía un mail. Al principio, cuando me llamaban les daba un número, el de ITF, el sindicato de transporte que defiende los derechos de los marineros, y colgaba. Ahora tomo los datos, los anoto en una hoja de ruta. No saben cuántas veces me llaman diciendo: “Eres la mujer que ayuda a los marinos”. Yo respondo: “Bueno, escribo sobre las tripulaciones abandonadas, nada más”. “Sí, eres”, concluyen. Silencio, y un: “Escribe”.

El relato empieza en Barcelona, con la historia de un capitán que rozó la locura y que llegó a vivir solo en un barco. Los nombres de los barcos y de los marinos han sido cambiados porque aparecer en este blog supondría que no volvieran a trabajar. En el mar, existen listas negras de marinos.

Les comparto la historia del capitán paquistaní que fue vecino de Barcelona durante nueve meses y que solo pisó la ciudad dos veces, las dos conmigo. El resto de historias, si les interesa entrar en una macabra narración de lo que no se ve desde la orilla, las pueden leer en el blog.

El blog está concebido como un diario de viaje a un mundo extraño y en el que la viajera, yo misma, muchas veces pierde la brújula y se pregunta qué hace, qué sentido tiene estar ahí.

Puerto de partida: Barcelona

El capitán del barco de carga Saturno lleva diecinueve meses prisionero en Barcelona. Desde hace medio año duerme en una cama limpia y caliente y, para él, eso ya es una señal de que el fin del calvario se acerca. Eso se repite a sí mismo cuando lo acosan las malas madrugadas y se despierta sobresaltado. Siempre la misma pesadilla: él escudriñando un horizonte con el rostro lívido y con ojos aterrorizados porque no ven nada más que gris; luego, unas llamas que lo envuelven. De repente, sale del mal sueño e intuye dónde está. Ansioso busca la pared de enfrente, a solo dos palmos de sus pies. La encuentra y se dice en voz alta que la pesadilla se acabó.

Su voz lo calma y la respiración se torna más pausada, el pulso se normaliza. Cuando se ha sosegado, cierra los ojos e intenta conciliar el sueño. Extraña el vaivén de las olas; ese balanceo fluctuante siempre lo ha tranquilizado. “Mañana será el día, mañana me iré de aquí”, entona a modo de ruego y de oración antes de dormirse de nuevo. Faisal se hizo a la mar hace veinte años como marino. Ahora está varado en tierra en contra de su voluntad: el armador para el que trabajaba abandonó barco y tripulación en el puerto de Barcelona.

Durante trece meses, Faisal vivió en un buque de carga. En los últimos tiempos sobrevivió totalmente solo; sin agua para bañarse, sin provisiones, sin electricidad. Su estómago y la determinación de no volverse loco se convirtieron en los protagonistas de su drama. No era fácil ni encontrar comida -en la despensa escaseaban el arroz, el aceite, los garbanzos- ni mantenerse cuerdo. Enfrente, siempre tenía el mismo pedazo de mar. Detrás, una ciudad, Barcelona, donde de día entreveía una nube de contaminación y, de noche, una luz de un neón azul intermitente. Cada uno, dos, tres segundos el azul se fundía a negro; luego uno, dos, tres y regresaba a un azul paraíso con nombre de hotel de paso. Era invierno y Faisal aprendió a engañar al frío juntando trozos de madera que los estibadores dejaban adrede cerca de su barco.

“¿Eres la mujer que escucha a los marinos?” A eso como mínimo podía responder que sí. La otra, la que siempre seguía y sigue a la primera: “¿Puedes ayudarnos?”

Son esas llamas mortuorias que lo mantenían caliente las que no lo dejan dormir tranquilo ahora. Mientras vivía solo en el barco estaba obsesionado con que las llamas se descontrolaran y que el Saturno se convirtiera en su propia tumba. El hambre lo mantenía en vilo. Ahora la obsesión lo despierta en forma de delirio.

Faisal no ha cometido ningún delito ni en Barcelona ni en el Mediterráneo ni en su país, Paquistán. El armador, una compañía griega, abandonó la nave, el Saturno, con su tripulación dentro. En estos diecinueve meses, el capitán vivió esclavo de una idea: recuperar su sueldo y regresar a su casa, en Paquistán, junto a su mujer. Cuando lo conocí, Faisal nunca había pisado la ciudad más allá del puerto, de Stella Maris (el centro del Apostolado del Mar donde vivía desde enero del 2009) y de la Casa del Mar, donde comía una vez al día.

Fue en la pequeña biblioteca de Stella Maris donde me contó su historia. Alguien había olvidado sobre la mesita que nos separaba un libro de Robinson Crusoe sobre un volumen inmenso de cartas náuticas. Me pareció una ironía del destino. Era junio del 2009 y el Mediterráneo aún era una realidad mitificada por una mente de isleña como la mía. Ahora, tras un año viajando por este mar y conviviendo con tripulaciones abandonadas, reconozco que en ese entonces yo aún era una arrogante criatura de tierra; que no entendía bien a ese hombre que no me miraba a los ojos; que se aferraba a la promesa de un sueldo que no llegaba, y que yo tenía muy claro que no lo haría nunca. Él había creído en unas palabras que a mí me parecían humo. Como isleña, costeña y mediterránea yo tenía una opinión sobre todo.

En junio del 2009 nada sabía de mar ni de marinos ni de mi Mediterráneo ni de las reglas del mar ni del mundo de hombres en el que poco después me vería inmersa, y en el que me sumerjo cada vez que un marinero me llama y me explica que no aguanta más. En diciembre del 2009, en Tel-Aviv (Israel), cuando me dirigía al Monte Carmelo en busca del monasterio de Stella Maris, me llamaron unos marinos que estaban abandonados en algún puerto uruguayo. Poco antes, en Egipto, en medio del canal de Suez mientras vivía con tres marinos abandonados en un cadáver que no se puede llamar barco, la llamada fue desde Canadá.

En enero del 2010, en Estambul, trabajando en el Bósforo con marineros falsos y contratados en el mercado negro, el grito de auxilio vino desde Marsella. Siempre la misma pregunta: “¿Eres la mujer que escucha a los marinos?” A eso como mínimo podía responder que sí. La otra, la que siempre seguía y sigue a la primera: “¿Puedes ayudarnos?” “Yo escribo, solo puedo narrarlo. Llamen a ITF”, el sindicato que apoya a los marinos abandonados. “Yo recojo sus historias, las publico. ¿Me entiende? Tengo el número del inspector, espere”. En mi bolsa, el folleto de ITF con los teléfonos de todos los inspectores en el mundo. “Gracias”, colgaban. Luego, un nudo en mi estómago.

El mar, no solo el Mediterráneo, es un gran ojo de Dios, no importa cuál. El rumor se expande como noticia en un segundo. Lo que pasa en la ribera sur corre de boca en boca y se sabe en la del norte en cuestión de horas. Lo mismo de este a oeste. ¿Por qué en la tierra no nos enteramos de lo que sucede en el mar? Faisal estuvo durante diecinueve meses a diez minutos a pie de mi casa en el barrio del Raval, en Barcelona. Yo no sabía nada ni de él ni de las tripulaciones abandonadas.

De hecho, no entendí hasta qué punto borramos la existencia de una parte del mundo, la del mar, hasta que escuché como un presentador de TVE tranquilizaba a los españoles diciendo que una tormenta “ya se desplazaba mar adentro”. No había peligro ni riesgos para nosotros.

Es cierto que del mundo al que se dirigía esa tormenta nosotros solo conocemos la orilla. Cuando ese hombre del tiempo explicaba sus predicciones, yo estaba en un hotel de mala muerte en La Línea de la Concepción, en Andalucía, y empezaba a entender a hombres como Faisal. Había convivido con cinco tripulaciones abandonadas en Gibraltar. Esa noche cogí la libreta de la mesilla y escribí: “Los marinos son el ejemplo de la precarización social del capitalismo salvaje: están en peligro cada vez que suben a una nave por el simple hecho de que no existe una legislación que los ampare; no tienen a nadie a quien recurrir, y demandar, mucho menos”.

Los marinos son el ejemplo de la precarización social del capitalismo salvaje: en peligro por el hecho de que no existe una legislación que los ampare

Cuando Faisal me habló del abandono, lo hizo con la rabia y la desesperación del que busca ayuda y con la angustia del que sabe que no aguantará mucho más. Empezó narrando su, de momento, último viaje. Antes me preguntó si lo ayudaría. Yo le respondí lo que aún no sabía se convertiría en mi contestación oficial por ser la más sincera: “Yo escribo, es lo único que puedo hacer, publicarlo, que la gente lo sepa”.

Me topé con Faisal por casualidad, pero Barcelona no es por azar el punto de partida de este relato que sucede en el Mediterráneo. Barcelona no es ciudad del mar aunque esté en el mar, tenga uno de los puertos más importantes de Europa, barrio marinero con runrún de amenaza de desalojos, unos 1.500 estibadores y, desde el verano pasado, una mafia portuaria conectada con narcos mexicanos. Es más, no es ciudad de mar pese a que, entre las cuatro de la madrugada y las once y media de la mañana, sople una brisa que empapa de humedad salina a sus vecinos y a los que están de paso. Nunca se fusionó con el mar y, durante años, le dio la espalda al agua. Ahora lo mira con ansia de comerciante, de quien no entiende el universo acuático pero en él otea riqueza.

Por ser la menos marítima y la menos portuaria, mi entrada a este mundo de hombres es más fácil. Cuando empiece el viaje, me daré cuenta de que en cada puerto imperan unas reglas diferentes. En Barcelona, las de la tierra. Quizá el destino, que en el mar es casi corpóreo, me hizo a la mar desde este puerto más terrestre que acuático.

El 19 de diciembre del 2007, Faisal llegó a Barcelona con el Saturno, un barco carguero de un armador griego y bajo bandera panameña. En la nave viajaban once marinos, diez paquistanís y un griego. El barco había partido de Milos (Grecia) cargado de perlita (cristal volcánico) y tenía como destino Barcelona.

Frente a la isla de Cerdeña, una tormenta despiadada lo dañó y tuvo que recalar en el puerto sardo de Cagliari. Tras ser reparado, las autoridades italianas solo le dieron permiso para un viaje: descargar en el puerto de destino. El barco zarpaba el 14 de diciembre a las 20.30 horas rumbo a España. Cinco días después, el Saturno atracaba con dificultades en el puerto de Barcelona.

Hay que achicar agua de la cubierta. En ese tiempo el capitán aún es un griego, hombre de confianza del armador y el único tripulante que puede moverse libremente por Europa. Tiene papeles. Faisal ostenta el rango de primer oficial. El 26 de diciembre, las autoridades del Puerto de Barcelona retienen la nave hasta que se haya reparado. La tripulación queda varada en el puerto.

El armador argumenta que es Navidad y no viaja a Barcelona. Ricardo Rodríguez-Martos, el director del Apostolado del Mar en Barcelona (Stella Maris), les ofrece cobijo en la sede de Stella Maris. Faisal no quiere nada; confía en el armador y cree que esta situación es temporal. Se resigna a pasar las Navidades en Barcelona e informa al inspector del sindicato International Transport Federation (ITF) que no denunciará al armador. Las lógicas del mar y de la tierra, de nuevo, se evidencian como opuestas. ¿Alguien en tierra seguiría confiando? Quizá alguien que, por supuesto, sería tratado de iluso. En el mar, les aseguro que casi todo el mundo confiaría en la palabra del armador.
Esa confianza solo se explica porque el proceso de abandono es engañoso, escurridizo: durante meses los marinos dejan de percibir su sueldo. El armador les promete que les pagará más adelante y que también cobrarán los meses en tierra. Mientras, les envía comida y combustible. Poco a poco, llega menos comida, menos combustible. Luego, la nada. El armador desaparece y arriban el frío, la soledad, el hambre y la locura.

Empieza la locura

El armador se esfuma y los tripulantes se aferran al barco como última opción para cobrar sus salarios cuando este sea subastado por las autoridades del puerto. Eso es lo que espera Faisal. Así funciona en los puertos españoles. En otros puertos, aprenderé que las reglas no se aplican igual en todos lados. Hay algo más de esta lógica líquida del mar. Para los marinos dejar su barco no es tarea fácil. Ellos son hombres de mar, de palabra, tienen una relación orgánica con su nave –que siempre es ella— y, además, llegar a casa con las manos vacías ante esposas endeudadas es peor que permanecer en el barco. En el mar viven en un mundo de hombres con reglas de hombres y con un cargo que les da una posición y unas normas claras a las que atenerse. En la orilla representan papeles: son padres, hijos, vecinos; ecos lejanos de los hombres que son a bordo. Un marino en una nave no representa un papel; solo es. En el barco no hay espacio ni para la especulación ni para la representación.

A partir del 19 diciembre, la tripulación del Saturno se acomoda como puede en el barco; hace tres meses que no cobra y quedarse en la nave es lo único que los liga al armador. Faisal conoce a otros marinos que han pasado por lo mismo. Para él, esta es su primera vez. Sabe que si se va del barco, se quedará sin los sueldos atrasados y, lo peor, su mujer no podrá devolver los créditos que ha pedido para sobrevivir durante estos meses. Si lo denuncia, pasará a formar parte de las “listas negras” y no volverá a recibir una oferta de trabajo. Aún tienen comida y combustible y aún no ha enloquecido.

El 6 de febrero del 2008, el que hasta ese momento era el capitán del Saturno, y el único marino no paquistaní, regresa a Grecia. Faisal, enrolado como primer oficial, asume el cargo de capitán por primera vez en su vida. El armador le ha pedido que sea su hombre de confianza en Barcelona. En marzo, un representante de la compañía griega aparece por Barcelona y seis de los tripulantes son repatriados. Hay una nueva promesa: el barco se reparará. Faisal ve en esas palabras una muestra “de buena voluntad de la compañía”. Es marzo, el ambiente es gélido y la comida escasea. Faisal se repite: “Yo soy el hombre del armador en Barcelona”. El capitán deja el tabaco porque ya no hay dinero para cigarrillos. Se refugia en la religión y se obsesiona con su nave. Alá no puede abandonarlo a él y él no puede abandonar el barco. La ciudad que lo acoge le es indiferente, casi no se relaciona con nadie. Se impone deberes y se dedica a mantener la nave limpia.

A finales de marzo, el armador ha repatriado a otros cuatro marineros. En el barco quedan Faisal, el jefe de máquinas, el cocinero y otros tres marineros. En abril, no saben nada del armador; ya casi no tienen comida. Sobreviven. Al atardecer, van en busca de madera para espantar los fríos repentinos y el viento impetuoso del norte. Se calan las gorras y recorren los dieciocho kilómetros de muelle; no se detienen hasta encontrar algún palé roto. Hacen añicos esa mala madera y encienden una hoguera y cocinan lo poco que hay en la despensa.

Dejar su barco no es tarea fácil pues son hombres de mar, de palabra, tienen una relación orgánica con su nave –que siempre es ella—

Tres marineros no lo soportan más y se pierden por las calles del Raval, donde venderán latas de cerveza a un euro al amparo de la noche. En la nave están el jefe de máquinas, el cocinero y Faisal. La rutina en el Saturno se convierte en un infierno. Para no languidecer, cada día uno de ellos comprueba la jarcia. ¿Están bien los cabos que sujetan el barco al muelle? Sí. ¿Y la defensa? Sí, es una rueda de auto. El barco chirría y gime cada vez que roza y golpea contra el muelle. El noray aguanta perfectamente. El barco tiene 40 años, cualquier marino sabe que es demasiado viejo para navegar. Comprobar si todo está bien –y siempre lo está– es una tarea inventada. Así se mantienen ocupados y alejan las musarañas de la cabeza y los roces entre ellos. El abandono se vence manteniéndose ocupado. O eso piensa Faisal y así lo impone a los otros en aras de su jerarquía.

En junio, los únicos tres integrantes del barco empiezan a pelearse entre ellos. Sopla el siroco y con este llega la locura a la ciudad. El aire es pesado a ratos y a otros, mojado. Una tormenta tiñe el barco de amarillo. En ese color Faisal reconoce los puertos de África. La refrigeración no funciona y el bochorno es insoportable. El frío los había torturado; la canícula que se alarga desde el crepúsculo hasta la noche puede enturbiar el juicio. El barco huele a óxido, a humano, a agua encharcada, a alga podrida, a enfermedad. En julio rezuma humedad. Las autoridades del Puerto de Barcelona les abastecen de electricidad. El 16 de agosto, el propietario del barco les envía dos tanques de combustible. Faisal lo lee como una nueva señal de que no los ha abandonado.

En octubre, la relación entre los tripulantes se ha deteriorado hasta tal punto que el cocinero se tira al cuello del capitán. Se golpean. No hay razones que lo expliquen: sólo que no pueden más. El cocinero se traslada a la sede de Stella Maris y vive ahí dos meses hasta que ITF lo repatría. Por fin, el armador o un hombre que dice ostentar ese cargo visita Barcelona y ofrece dinero al jefe de máquinas y al capitán. Como capitán, Faisal se consideraba responsable de la tripulación y le da su paga a su subordinado. El armador le ha prometido que cuando todo se arregle, le pagará los meses atrasados y al monto se sumarán los meses que ha estado en tierra.

Nacimos en el mar

El capitán se queda solo en el barco. Empieza la locura. Está en un barco que chirría de día y de noche. Su paisaje son los contenedores de colores, los estibadores que trabajan por turnos y nada más. Hamed, uno de los tripulantes que se busca la vida en el Raval, duerme de vez en cuando en el barco. Es la única persona con la que Faisal cruza algunas palabras. Hamed llega de noche y se va temprano con la prisa patética del que no quiere toparse con alguien que piensa diferente, que actúa diferente, que es un espejo de algo que ni siquiera quiere ser un recuerdo. No tienen mucho que decirse porque representan dos puntos de vista totalmente opuestos. Hamed ya no cree en nada; desprecia su memoria, sus pasos son cansinos y no tiene un rumbo marcado. Ya no es el marino que tiene como objetivo hacer un viaje, llegar a un nuevo destino al amanecer. Su espíritu ha perdido la brújula.

Faisal reza, se aferra a la fe, sigue creyendo que algo lo salvará y lo hace con ese egoísmo excitado ante las propias desdichas.

Hay que mantenerse ocupado, hay que mantenerse ocupado… se repite en una actitud necia que meses más tarde le parecerá inconcebible. Sale a cubierta cuando despunta el alba. Es su primer rezo de la jornada. Cuando acaba su oración, tacha un nuevo día en el calendario que tiene en la cabina del capitán. Siempre una cruz perfecta en rojo. Así sabe en qué día, en qué mes y en qué año vive.

Faisal sube a cubierta a rezar cinco veces al día porque Alá es su refugio; durante los viajes lo hacía tres veces o ninguna. Ahora adopta la norma de la tierra, la del piadoso que nunca antes fue y que lo único que espera es un milagro. Coloca su alfombra en dirección a La Meca y pide a Alá clemencia, fuerza, voluntad y paciencia. La Meca apunta a un horizonte de nubes bajas, grises y opacas. En los últimos seis meses se ha vuelto más y más pío y ha empezado a estudiar las Sagradas Escrituras. Faisal busca respuestas en el Corán y en la Biblia. Antes contemplar el mar era su oración diaria, pero ahora siempre ve el mismo mar estancado. El resto de horas las pasa en la cabina de mandos, leyendo cartas náuticas y trazando la ruta a través de la cual conducirá el Saturno a Grecia. Cuando esté reparado, cuando el señor armador lo llame, cuando el barco obtenga el permiso para moverse.

Desde la cubierta observa a los estibadores mover los contenedores. Los azules son daneses y esconden equipos informáticos. Los rojos son de una compañía china que se está convirtiendo en dueña y señora de los mares. El contenedor ha revolucionado el mar: ahora cada minuto cuesta muchísimos millones y cada marino es una pieza del sistema. Durante años, Faisal ha sido una pieza de ese engranaje, sabe perfectamente cómo leer y dialogar con esa realidad. Este puerto no es solo un atracadero; intuye que hay vida, pero no tiene fuerzas para dialogar con esa vida; solo la observa como un sonámbulo.

En un monólogo continuo que mantiene sin descanso calcula que en este puerto habrá unos 1.000 estibadores, 400 cada ocho horas, casi siempre los mismos. El de los tatuajes en los brazos, el que parece marroquí, el que se sube a la grúa amarilla, la que alcanzará los 60 metros. Tendrá la edad de su hermano. Maneja la grúa como si jugara a la playstation. Él le regaló una play a su hermano que está en Paquistán; la trajo de un viaje a Hong Kong. Esa vez llegó a casa; ahora se quedó por el camino.

En la dársena trabajan rubias y morenas, aunque la presencia de mujeres no es rara porque está en Europa. Su mujer está lejos. Fuera del barco, en la tierra, siente que la cabeza le da vueltas. Le basta ir hasta cubierta para ver las grúas, los contáineres, los coches, la morralla que cuando cae cubre de polvo las terminales. Aquí el mundo industrial de la máquina convive con el hombre y cada obstáculo convierte al humano en una hormiga que puede acabar aplastada por kilos de hierro. Para Faisal ya es suficiente con lo que vive para tener que esquivar obstáculos o responder a preguntas. Sabe que para estar en el muelle hay que tener los sentidos despiertos, en alerta. Él se siente débil y por eso solo observa, no participa.

Recuerda que una vez un estibador se acercó al barco y le preguntó si necesitaba algo. Faisal temblaba de frío y no dijo nada. El hombre se fue sin respuesta. Para los estibadores, su barco y Faisal ya forman parte del paisaje del muelle, una anomalía que algún día se irá como se fueron los cubanos a los que llevaban comida cada semana. La diferencia es que este está solo y no habla con casi nadie. Dimitri, el ruso dueño de los camiones, le explicó un día que él había vivido un año en una casa en construcción hasta que consiguió los papeles. Dimitri quería quedarse y Faisal quiere irse.

Los capitanes son fieles a la embarcación hasta el punto de quedarse sólos en ellas, aunque eso signifique que estalla la locura en un barco que chirría de día y de noche

Los estibadores se dirigen a un ro-ro, una nave que transporta vehículos, y bajan con autos nuevos, relucientes, sin rasguños. El barco es italiano, amarillo y blanco, pudiente. De nuevo, la Barcelona de ese neón azul. Los estibadores trabajan día y noche. Sin saberlo, ellos sostienen el hilo de la cordura de Faisal. Las luces a medianoche, el aliento congelado en invierno, los susurros que escucha cuando pasan cerca, sus sombras mientras están trabajando, el reflejo de sus máquinas en el agua y el ruido mecánico. Ese movimiento, sea de hombre o de máquina, es vida.

Soledad, obsesiones, desamparo, hambre, angustia, su mujer a la que siente que ha fallado como hombre, su padre enterrado en agosto en un sepelio al que él no pudo asistir, su madre enferma. En su cabeza ya no caben más delirios; en momentos de lucidez tiene miedo de no poder regresar a la normalidad. Faisal está amarrado psicológicamente a la nave, al armador, a la carga de perlita que ya no vale casi nada porque está dañada. La relación de un capitán con un barco es un vínculo enfermizo, de codependencia. En los momentos de cordura sabe que no lo aguantará mucho tiempo porque regresan el frío, los días cada vez más cortos y grises que el anterior. La oscuridad que envuelve Barcelona es la misma que lo ciega a él. La ciudad sigue sin interesarle.

A finales de noviembre, muy cansado y con la mirada perdida entre las tinieblas que él mismo ha creado comunica a las autoridades del puerto y a ITF que abandonará la nave. Es casi un despojo del hombre que era. Sus ropas huelen a humedad, su cara es gris, su pellejo está hinchado y su mirada es colérica. Sentado en la mesa de la oficina de mandos, escribe una última carta: lo hace concienzudamente, una sola página, la firma y la deja sobre la mesa del capitán. En ella indica a los nuevos marinos, a la futura tripulación, qué ocurre en la nave y cómo, según él, puede arreglarse. Lo escribe con una caligrafía perfecta, en inglés. Son palabras de un marino para que las lea otro.

En diciembre, acepta la invitación y el ruego de Ricardo Rodríguez-Martos y se traslada a habitación de Stella Maris, la 18. Ricardo respira aliviado: le había aconsejado hasta el cansancio que dejara el barco. No es la primera vez que Ricardo vive una situación así en Barcelona. En una oficina atiborrada de papeles, hace recuento de los barcos abandonados en esta ciudad. Al menos, dice, ha habido cuatro en la última década y siempre con el mismo panorama: barco viejo, tripulación mal pagada y bandera de conveniencia o lo que es lo mismo, un trozo de tela que no sirve para nada al marino si el armador lo abandona.

En junio del 2009, sentado en la biblioteca de Stella Maris, Faisal decía no entender cómo no se dio cuenta de que lo estaban engañando: “Estaba ciego. El armador me dijo que estaba trabajando y yo le creí. Mi familia se ha endeudado en mi país por mi culpa”. Lleva seis meses en la habitación 18 de Stella Maris.

En la cafetería de Stella Maris, un grupo de marinos ya entrados en años se reúnen y sacan las guitarras para improvisar una parranda entre compadres. En tierra beben rápido porque en la mar –para ellos es femenino– se acostumbraron a vivir al ritmo lento y acompasado de los nudos. Cantan canciones de marineros, de tierras que no han visto, de navegantes intrépidos, de pueblos marineros, de esa Cuba que se perdió o de ese barco que sí llegó.

Con los acordes atracan en puertos francos donde los esperan hembras de a de veras, de las que hacen gozar a los marineros. Luego, vendrán los acordes de arrepentimientos porque los hay, y profundos. Canciones tristes de puertos en las que madres, esposas, novias e hijas avizoran el horizonte esperando a que regresen sus hombres. Faisal no canta, pero los escucha fascinado.

No habla; sonríe, nada más. De estar solo ha pasado a tener el cariño de Ricardo; de Lorenza, la monja bajita y sonriente que le habla con gestos; de Ernesto, el peluquero que acude cada viernes y les corta el pelo ahí mismo, en un rincón de la cafetería y sin cobrarles nada. Además, con su portátil, se puede conectar con su mujer que está pendiente de él en Paquistán. Faisal empieza a lamentarse de no haber aprendido castellano ni catalán. Él, dice siempre, estaba de paso en este puerto. Cada día esperaba irse al día siguiente.

“¿Dónde está mi barco?”, pregunta Faisal. El día en que el capitán me acompaña al muelle para que conozca el Saturno, el barco, su barco, ha desaparecido. Las Autoridades Portuarias lo han trasladado al Muelle de Llevant sin avisarle ni decirle nada. Faisal no puede creerlo: tras 19 meses viéndolo cada día ahora el barco no está.

¿Qué podemos hacer, capitán?

El traslado provoca que Faisal salga de Stella Maris. Barcelona deja de ser un reflejo de neón azul a lo lejos. Ahora es una ciudad con calles, un paseo marítimo, un hervidero de paseantes, bicicletas, niños con pelotas, hombres y mujeres gritones sentados en bancos, viajeros con mochila. Por primera vez, ve el monumento a Colón, las cuatro dársenas que hay en el puerto antiguo –la más bella la de san Beltrán—y llega a la Barceloneta. Faisal se relaja.

Nunca había pisado el barrio. Durante unas horas, se convierte en un turista errabundo más. “No sabía que hubiera esto; que Barcelona fuera esto”. En la fonda Can Maño, ni el camarero sardo ni los comensales pueden creer su historia. “¿Qué podemos hacer, capitán?”, preguntan. Hasta la activista y vecina de la Barceloneta Emília Llorca maquina cómo ayudar al capitán. Nadie sabe cómo. No se puede hacer nada; solo esperar a que subasten la nave y que con ese dinero él se lleve su parte. Faisal lo repite una y otra vez. Pero ninguno de los que le escuchan entiende esa espera; ni yo misma la entiendo aunque el capitán me lo haya explicado hasta el hartazgo. Un grupo de músicos búlgaros se acerca a Faisal y le dedica unas canciones que algo tienen de alegre y de profundo. Faisal sonríe.

En el Moll de’n Rebaix, un pescador de toda la vida se bebe un quinto mientras arranca a la guitarra unas notas: “Marinerito soy”, entona y sonríe a una muchacha de la Barceloneta. El capitán se abre paso como puede y el pescador lo acepta en la mesa. Le ofrece un cigarro y él no lo toma. El pescador narra la historia de otro capitán, este hijo y hermano de pescadores de la Barceloneta, que tuvo que hundir su barco porque la mar ya no da para mucho a esta ribera del Mediterráneo y, para un hombre de mar, siempre es mejor hundir el barco en alta mar que dejarlo para desguace: hierro sin alma varado en algún lugar sin agua.

Ese otro capitán salió un amanecer del puerto de pescadores, lo último que vio fue la Torre del Reloj, que marcaba las 5.30 horas. Algunos minutos más tarde, llegó a un punto de la costa que nunca se sabrá, contempló un rato el mar como si rezara y hundió el barco resignado. Regresó al puerto. En la Lonja de Sant Josep todo el mundo se lamentó de la pérdida. Faisal asiente sin entender. En el Moll de’n Rebaix, todos los parroquianos levantan su cerveza por el barco hundido en alta mar, por el capitán sin barco y también por el capitán perdido que es Faisal. De nuevo, el paquistaní asiente. Él no bebe.

En la última década han habido cuatro casos en Barcelona con el mismo panorama: barco viejo, tripulación mal pagada y bandera de conveniencia

El pescador lo honra con una ristra de maldiciones al presente y al futuro, de palabrotas a su trabajo y de blasfemias contra los que gobiernan. El pasado o los días transcurridos son siempre más esplendorosos, mejores. De nuevo otra canción, esta aprendida en el Somorrostro, donde dice nació él. “Carmen Amaya aprendió a bailar al ritmo de las olas”, afirma que la escuchó explicar. Otro quinto. Faisal no sabe quién es Carmen Amaya. Para Faisal este es su único encuentro con Barcelona. A medianoche hace el paseo de regreso a su habitación dieciocho. Quiere caminar. Por el camino cuenta que espera no soñar con las llamas. Dice que se aferrará a esta noche, a su primera noche en Barcelona. Por fin, algo le ocurrió diferente a la rutina del abandono.

Seis meses antes de que Faisal conociera la Barceloneta, el 28 de enero del 2009, las autoridades del puerto declararon abandonado el Saturno y lo pusieron a subasta: 87.000 euros. Por ley, de ese dinero Faisal debía obtener los meses de sueldo atrasado. Al final, nunca se pudo celebrar esa puja por causas formales. La única opción: otra subasta.

El 26 de junio, el capitán Faisal me escribe un mail muy duro. Dice que se siente demasiado afectado. Solo Stella Maris y la gente de Ricardo Rodríguez lo han apoyado, que yo no he hecho nada. No sé qué responder; solo puedo ser sincera: yo solo escribo. Unos días después, otro mail: el capitán pide disculpas por sus palabras fatalistas. Tras 691 días desterrado en Barcelona, Faisal empieza a quebrarse y es consciente de ello.

Laboratorio de la globalización

De vez en cuando, por Stella Maris aparecen dos marineros jóvenes y también abandonados. Ellos no quieren ruido de ningún tipo. De hecho, viven mejor en el barco que como marineros o como ciudadanos albaneses. O eso dicen. Ni siquiera quieren revelar su nombre. El 21 de julio se fija una nueva fecha para la subasta que permitiría a Faisal regresar a su casa. En un mail irónico, el capitán Faisal dice no saber el año de ese 21 de julio, pero espera que sea en el 2009. “Insallah. Reza por mí”, me pide.

Mientras tanto el armador griego ha desaparecido literalmente del mapa. Ni contesta al teléfono ni a los mails. Yo intento seguir el rastro. Llamadas a Grecia. Nada. A Panamá; nada. A Singapur, un número que está permanentemente ocupado. Dos días después, una voz metalizada indica que ese número no existe. Rápido aprenderé que esta es la historia de siempre. En el mundo hay 41.000 buques de carga que atraviesan los mares con escasas o nulas regulaciones porque enarbolan banderas de conveniencia. Los empleadores son agentes de embarque independientes que, en casos de abandono, se convierten en personajes macabros, difíciles o imposibles de ubicar. Las tripulaciones se reclutan en las reservas de mano de obra de países pobres. Estos marineros aceptan salarios inferiores para conseguir empleo. Además, en los barcos se mezclan hombres de diferentes nacionalidades sin tener en cuenta lengua, religión o conflictos políticos. Los armadores pueden llegar a ocultarse tras las estructuras legales de sociedades anónimas libres de control. A veces sólo existen en el papel o en una dirección postal. Los buques viajan bajo banderas de conveniencia –lo que significa que el país de bandera no asume habitualmente ninguna responsabilidad para con la tripulación–, cambian con frecuencia de identidad y asumen cualquier nacionalidad.

El país con mayor número de barcos abanderados es Panamá. A comienzos del 2009 contaba con 6.842 buques. En la lista siguen: Liberia, con 1.538, Bahamas (1.316), Malta (1.181), Chipre (1.084) e Islas Marshall (632). Todos ellos son pabellones de conveniencia. En el mundo hay 28 países que permiten la matriculación de barcos como banderas de conveniencia o banderas sombra. Técnicamente, esto significa que en dichos países las tasas de registro de los buques mercantes son muy baratas, los beneficios de explotación no están sujetos a impuestos locales y los armadores gozan de casi total libertad para contratar mano de obra mal pagada.

Lo más grave es que el país de la matrícula carece de voluntad para imponer el cumplimiento de las reglamentaciones nacionales o internacionales y la mayoría de las veces no dispone de los servicios administrativos necesarios. Además, tampoco le interesa –ni tiene el poder suficiente– para poder controlar las compañías, lo que deja a los marinos en unas condiciones laborales deplorables. Vienen aquí los costes humanos: salarios irrisorios y pactados según la nacionalidad, malas condiciones de vida a bordo, falta de reposo adecuado entre largos períodos de trabajo, poco o ningún tiempo para bajar a tierra, insuficientes controles médicos y falta de formación en materia de seguridad.

Los buques mercantes que viajan con banderas de conveniencia ni integran la economía de dichos países ni sirven a su comercio exterior ni son productores de divisas. Solo abonan la tasa de inscripción en el registro correspondiente (que incluso puede ser con un simple fax). En algunos casos, los navíos nunca llegan a los puertos del país que enarbolan la bandera –si es que son países que tengan costa–, lo que impide el control o inspección de los buques por parte de la autoridad de ese Estado.

Para un hombre de mar, siempre es mejor hundir el barco en alta mar que dejarlo para desguace: hierro sin alma varado en algún lugar sin agua

El sindicato ITF lleva 60 años luchando contra las banderas de conveniencia. El sindicato denuncia que entre estos pabellones –que mueven el 70% de la mercancía que es transportada por mar– y los armadores no hay “ningún vínculo genuino”, tal y como establece el artículo 94 de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Unclos).

La primera vez que supe que el sindicato llevaba seis décadas en lucha contra algo que yo pensaba que era producto de la globalización del capitalismo salvaje me pareció imposible. Fue entonces que me di cuenta de que la posmodernidad no produjo la globalización. Esta se gestó mucho antes, en las primeras décadas del siglo XX y fue en el mar donde encontró un laboratorio ajeno a las miradas en el que poder perfeccionarse.

La historia de las banderas de conveniencia se remonta a 1920 y casi todo el mundo coincide en que los primeros grandes transatlánticos que navegaron bajo pabellón sombra fueron los llamados Resolute y Reliance. Fueron construidos en Alemania, armados por una empresa holandesa, comprados luego por otra estadounidense y matriculados en Panamá, en 1923, para evitar la Ley seca.

Vender alcohol estaba prohibido en barcos con bandera estadounidense, pero no en los de bandera panameña. Veinte años después, y con este antecedente, los armadores estadounidenses, de nuevo, vuelven a utilizar la fórmula para camuflar el comercio entre su país y los países en guerra. Se trataba generalmente de graneleros y supertanques matriculados en países como Liberia, Honduras y Costa Rica. El paso definitivo para la extensión de las banderas sombras se dio durante la guerra civil que vivió Grecia, entre 1945 y 1948.

Los armadores griegos, igual que habían hecho antes sus colegas estadounidenses, buscaron países más seguros que el suyo para matricular sus barcos. La mayoría lo hicieron en Liberia. En 1950 las banderas sombra representaban el 5% del tonelaje mundial, en 1960 el 15%; en 1980, el 25%. Hoy en día, el 70%. Uno de los medios que los Estados emplean para evitar la fuga de los buques nacionales a otros registros –especialmente los de conveniencia y con la consiguiente disminución del tonelaje para el país– es la creación de un segundo registro nacional que, por lo general, ofrece condiciones extraordinariamente parecidas a las de los pabellones de conveniencia: leyes laborales, económicas y fiscales propias de un paraíso fiscal.

Cuando busco la historia de las banderas de conveniencia y escribo estas líneas, Faisal ya está en su casa en Paquistán. Yo estoy en tierra, en el Raval, y escribo frente a un balcón que es un pase directo a la intimidad de la vecina. La abuela de enfrente mira un programa en la tele. Seguro que vive sola porque siempre la veo sentada, callada, hipnotizada por la pantalla. Su piel es del color de las alas de las moscas. Nunca la he visto pasear, asomarse a la calle o levantarse apresurada. La observo: esa tele, el sofá raído en el que está sentada, la mesa de cuando se casó son la historia cotidiana de la tierra. Ella no lo sabe, pero todo llegó a ella por mar. El 90% de lo que se utiliza en tierra llega en barco y son marinos como Faisal los que lo transportan a la orilla.

En 1950 las banderas sombra representaban el 5% del tonelaje mundial, en 1960 el 15%; en 1980, el 25%. Hoy en día, el 70%

Faisal fue repatriado gracias a la ayuda que le brindaron Stella Maris, ITF y las autoridades del puerto de Barcelona. El Saturno, la nave de cargo, fue subastada y el capitán recuperó parte de su sueldo. Quizá en este momento haya otra tripulación abandonada en esa nave en algún puerto del mundo. ITF no puede confirmarlo, ya que con frecuencia estos barcos cambian de nombre, de número de identificación y hasta de bandera. Nadie asegura tampoco que el nuevo armador no sea el mismo que abandonó a Faisal, pero con otro nombre.

De hecho, en un piso de Barcelona, un contratista de carga que prefiere mantenerse en el anonimato aseguraba en agosto del 2009 que ese barco estaba abandonado en otro puerto. “¿Existe el armador?”, era la pregunta. “Existe y está en su casa y seguramente el barco ha cambiado de nombre y vuelve a estar abandonado”, decía.

La entrevista se celebraba en una vía importante de una Barcelona acalorada. Los ventiladores de aspas contrastaban con la suntuosidad del edificio. El despacho era la entrada a un mundo poco conocido en esta ciudad que da la espalda al mar. La estancia gris, con papeles amarillentos, con muebles llenos de polvo era un puente entre la ciudad y el mar; entre la burocracia de la tierra y del mar.

-¿Sabe si ese mismo armador fue el que compró el barco en la subasta?
-No lo sé con certeza, pero seguramente sí. Siempre pasa así.
-¿Pasa a menudo?
-Sí.
-¿Conoce el armador?
-Sí.

El hombre me había recibió dándome largas y me despachaba rápidamente con monosílabos. La voz me temblaba y el sudor de mis manos empapaba la hoja de libreta. Él estaba enfadado porque había perdido dinero y sabía que nunca lo recuperaría. Yo aún no sabía cómo moverme en este submundo lleno de artimañas, de mentiras, de reglas no escritas, palabras no dichas e intermediarios.

El último mail que recibí del capitán es de febrero del 2010: se debatía entre embarcarse de nuevo o montar una pequeña oficina como intermediario en Paquistán. En Barcelona, cuando escribo esta primera parte de la historia, no hay ningún barco abandonado. Conoceré lo que es vivir en el limbo en Estambul, al otro lado del Mediterráneo. Ahí llegaré el 30 de agosto e intentaré hacerlo con un barco de carga. Mi primera lección: el tiempo del mar no es el de la tierra. Empieza el viaje.

Si quieren, pueden seguir leyendo aquí.

Edición a cargo de Carina Garcia.

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— Faisal, capitán del carguero 'Saturno', pasó diecinueve meses varado, desamparado por su armador

— En el Mediterráneo, hay unas 500 tripulaciones desasistidas por culpa de las nulas regulaciones, afectadas por las banderas de conveniencia