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Por Laura G. Ortensi
Imaginad que un domingo vais al teatro. Imaginad que el menú del día es una comedia producida por un pez gordo del gremio o, como mínimo, por un pez respetado en el ecosistema teatral. Imaginad que después de la obra tenéis que escribir una crítica por la cual, evidentemente, no cobrareis ni un euro. Imaginad que sois muy afortunados y que, a diferencia de vuestros vecinos, no tenéis que llegar a final de mes. Imaginad que os podéis conformar con el sueldo simbólico, con la ilusión de ejercer el oficio a cambio de nada, con el discurso del gracias, guapo y los golpecitos en la espalda. O imaginad que no, que tenéis que pagar las facturas, que las esposas se os clavan pero habéis decidido rendiros. Una cosa es lo que decían los profesores en la facultad —siempre idílica y alejada de la realidad, ya se sabe— y otra el pan de cada día. Imaginad que os sentáis en la butaca y al cabo de cinco minutos ya estáis desconcertados: los actores vocalizan poco, el texto se embarranca, el humor parece un vinilo rayado y el decorado no funciona.
¡Qué mal trago, amigos periodistas, una obra que chirría! ¡Hubiera sido tan fácil ir a ver un drama donde todo es virtud y harmonía para alabarlo a posteriori! ¡Nos hubiera gustado tanto tropezar con un libro cautivador! Uno de esos que sacuden el hipotálamo porque nos parece que nunca hemos leído nada igual, uno de esos que nos transportan al recuerdo suave de antiguas lecturas. Qué sencillo hubiera sido encontrar un repertorio de adjetivos amables y terminar. Pero no, el panorama de verdad, el que tenemos que analizar, es más complejo. La obra en cuestión no nos ha convencido del todo y hemos encontrado matices entre el blanco del elogio y el negro del menosprecio. Además, el libro sobre el cual debemos escribir tiene un par de pasajes que cojean en el conjunto de la novela. Es entonces cuando llega ese momento en que se supone que nosotros, amigos periodistas —que, también se supone, hemos invertido tiempo y esfuerzo en documentarnos— tenemos que coger la pluma y decirlo: la obra no me ha convencido, y no me ha convencido por esto, por esto y por esto.
Digo se supone porque puede pasar que, cuando empecemos, ya no recordemos cómo se hace, lo de afilar la pluma. También puede pasar, qué cosas, que de golpe aparezca una esponja en el teclado del ordenador. Una esponja para recordarnos quiénes somos y qué tenemos que hacer. Seguro que nos vendrá a la memoria enseguida. La crítica —tal como nos la enseñaban en la facultad o tal como la hemos aprendido del legado minucioso del Nuevo Periodismo— ha muerto o, como mínimo, tiene muy mala salud. Los problemas son respiratorios, porque tenemos la boca tapada: la crítica, la crítica que no es de blancos y negros, está secuestrada por la doctrina de la esponja y el jabón. Tenemos que decir que todo nos gusta y tenemos que decirlo bien, contentos, masajeando con habilidad. Pero ¿por qué tenemos que estar contentos, amigos periodistas? ¿Por qué tenemos que fingir, si hemos cerrado el libro con las expectativas muy lejos de donde las teníamos? Repasemos el decálogo de buenas intenciones, refresquemos la memoria, nos irá bien.
El decálogo que el buen periodista cultural —y bueno significa obediente— guarda en la estantería tiene subrayado con rotulador color luz de discoteca la primera máxima: intereses económicos, vínculos editoriales. Ah, claro. Si aquel libro que cojea ha salido de una casa que pone dinero en el medio de comunicación que nos paga el jornal no podemos decir nada malo. Como mucho, podemos callarnos. Si se sienten ofendidos, retirarán la publicidad. Ya se sabe que hoy en día es difícil de encontrar. Callémonos.
El decálogo del buen periodista, segunda máxima, desconfía del criterio del lector. Lo que decimos nosotros, va a misa. Si hacemos una crítica negativa, nadie se comprará el libro ni irá al teatro. ¿Quién lo ha decidido? ¿Por qué? La función del crítico no es adiestrar al lector, sino sacar a la palestra qué nos parece que funciona y qué no. Que el lector decida y juzgue. La idea de que haciendo una valoración negativa de una obra estamos yendo en contra de la cultura es peligrosa y reduccionista. Primero, olvidamos que la crítica es un género interpretativo, vinculado a un sujeto, y que nadie impide a otro sujeto matizarla o contradecirla. Segundo, una crítica no puede ser nunca íntegramente positiva o íntegramente negativa. Siempre hay un punto débil, siempre hay un acierto. Dejemos espacio a la duda. Tercero, no podemos confundir la crítica con los ataques personales. Es cierto que a menudo los artistas están expuestos al asedio del insulto, del menosprecio y de las falacias ad hominem, pero no debemos permitir que el egocentrismo de cuatro buitres hambrientos nos impida hacer nuestro trabajo. Por lo tanto, digamos lo que resta tan bien como lo que suma. Respeto, argumentación y conciencia que donde nosotros vemos un error otros verán un acierto. Y cuarto. ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo si sólo desplegamos el repertorio de adjetivos sonrientes? ¿Qué ganamos, con esta epidemia contraria al no y al sí crítico? Por más pequeño y endogámico que sea nuestro país, ¿no tenemos derecho a disentir? ¿Seguro que vamos en contra de la cultura? ¿En contra de qué? ¿A favor de quién?
Más decálogo. Periodista, antes de apartar la esponja del teclado, has de saber que lo de escribir críticas largas con palabras difíciles y adjetivos complicados no te conviene. No te esfuerces en hablar de las otras obras del autor, ni del contexto histórico. El tiempo es oro en la era de Twitter, y el espacio también. Piénsalo dos veces antes de escribir cosas raras. ¿Quién eres tú para decir que un libro no te ha gustado? Ya sé que has invertido horas en ello, que has subrayado frases durante una semana, pero, créeme, no te hagas demasiado el pedante. Esto que haces tú, ya no lo hace nadie. ¿Qué ha pasado para que la ausencia de críticas negativas se haya normalizado? ¿El silencio habla solo? ¿Por qué las críticas que aún existen son vistas como un ejercicio de lucimiento personal? Nosotros, periodistas, no somos héroes, no tenemos la verdad absoluta de nada. El que lee debería saberlo; el que escribe, también.
¿Aún hay más? Claro que sí. Punto clave del decálogo. Hay autocensura, y censura que no es auto, sino alter. La primera nace de la precariedad y tiene dos caras. Primera, como sé que esto no me lo van a publicar o me costará una colleja de dirección, no lo escribo. Segunda, como no cobraré por el texto que he escrito, prefiero hablar de un libro que me ha maravillado. Ya que trabajamos sin ver ni un céntimo, quizá es mejor pasarlo bien y hacer observaciones agradables. No me apetece herir la piel sensible de un gremio igualmente precario. ¿Y qué podemos decir de la censura alter? Que también existe, claro, por dinero o por miedo a ser el diferente. Como tenemos mucho miedo y poco dinero, o mucho dinero y pocos escrúpulos, vale más que no irritemos ninguna epidermis de riesgo. De ahora en adelante, sólo escribiremos para decir cosas bonitas.
Así, amigos periodistas, vamos matando la crítica, la vamos convirtiendo en un género acrítico, hecho a medida de un billete o de un altavoz promocional. Poneos los guantes, enjabonad bien, repartid crema hidratante. Esta es la cuestión. Nosotros, que pensábamos que llevábamos un pequeño Tom Wolfe dentro, ahora bajamos la cabeza y asentimos en medio del rebaño. ¿Dónde está el periodista con ideas propias que un día fuimos? Ya es hora de que abandonemos la esponja y el jabón y recordemos que nuestro trabajo no está hecho de Nivea ni de Heno de Pravia, sino de palabras. Y las palabras, aunque no lo parezca, sirven para alabar y para no alabar, sirven para dudar: el diccionario está lleno de opciones. Dejemos los guantes a un lado, dejemos las esposas. Atrevámonos a hablar.