
— Casi la mitad de los españoles asegura practicar deporte de manera regular, dentro o fuera de los gimnasios
— Luchamos contra nuestros cuerpos, los llevamos al límite, en busca de reconocimiento, por estética o salud
Terminator vs. Hulk
Un hercúleo Arnold Schwarzenneger descansa yacente en la hierba. Le acompañan otras seis o siete moles, tipos tan o más musculados que él. La vista del espectador no alcanza para glosar y clasificar tanto músculo. Tapados solo por minúsculos bañadores, algunos vacilan de sus bíceps de piedra. Otros, de la simetría de sus pectorales. Arnold sabe que su punto fuerte es la tríada infernal que tiene montada en lo que los que no somos duchos en el culturismo llamamos “los músculos del cuello”, a saber: escalenos, trapecio y esternocleidomastoideo. El austríaco, que en estos momentos no cuenta ni treinta años, se sabe el mejor, el más tonificado, el de los músculos más proporcionados y simétricos, el que mejor posa. El más fuerte.
Los cuerpos de los finalistas del concurso internacional de fisioculturismo Mr.Olympia lucen una piel tersa, que pareciera a punto de explotar, brillante de tanto aceite untado. Tanto, que parecen embadurnados sempiternamente en miel de flores. Schwarzenegger es el hombre a batir, se presenta a esta edición, la de 1975, para conseguir su sexto título consecutivo. Su mayor rival es Lou Ferrigno, un neoyorquino de ascendencia italiana e imponentes patillas, a la moda de la época. Su fuerte, una espalda prodigiosa, y su entrenador, que bien lo sabe, le cuida el ánimo: “Tienes una espalda increíble, mírate, parece un murciélago gigante”.
Esta escena pertenece al documental Pumping Irons, realizado durante el Mr.Olympia de 1975 y que vio la luz en 1977 financiado, en parte, por los mismos protagonistas del metraje. Es justo durante esos años, a mediados de los setenta, cuando empieza a despuntar en EEUU el gusto por tonificar el cuerpo, por estar en forma, por apuntarse al gimnasio. Aquella imagen del forzudo, como un hombre rústico y bigotudo, algo rarito, que levantaba grupos de personas a la puerta de los freakshow –o que directamente atrapaba al vuelo balas de cañón, cannonball catch–, pasaba definitivamente a la historia. Hollywood no tardaría en reconvertir a Schwarzenegger en héroe nacional con películas como Conan el Bárbaro (John Milnius, 1982) o la saga Terminator (la primera, en la que hace de malo, de 1984, dirigida por James Cameron). Y luego vendrían otros adonis de la fibra muscular como Sylvester Stallone, Jean-Claude Van Damme o Bruce Willis, entre muchos otros. Incluso el archirrival de Schwarzenegger en aquel Mr.Olympia, Lou Ferrigno, fue, una vez dejó la competición por ser el más fuerte, el encargado de interpretar a Hulk en la serie de televisión El Increíble Hulk (1978-1982, Kenneth Johnson).
Un culto al cuerpo que, en cifras y según la investigación llevada a cabo por el profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Bentley, Marc Stern, se traduce en un aumento de 34 millones de socios a clubes de fitness entre 1972 y 2002 en los EUA –coincidiendo con el principio del auge mediático de Schwarzenegger y el estreno del documental Pumping Irons–. Este auge tardó algunos años más en cruzar el Atlántico, pero acabó asentándose por estos lares con igual firmeza. Según datos publicados por las consultoras Deloitte y DBK y por la Federación de Empresarios de Instalaciones Deportivas (FNEID), en 2016, más de 5 millones de españoles eran socios de algún club de fitness. Así, se consolidaba un (otro) ideal identitario de superación y de esfuerzo individual. Pero también de cuidado personal, de calidad de vida. Y, también, aunque cada vez menos, de masculinidad. Y para alimentarlo, toda una industria que daba, y sigue dando, mucho dinero (más de 2.100 millones de euros al año en España, precisamente, y siempre según las fuentes citadas).
Una sincera invitación para que me apunte a crossfit
Elisenda Alonso tiene 34 años y lleva más de dos años practicando crossfit en el box 77 Feet, un ejercicio consistente en realizar en el menor tiempo posible un máximo número de repeticiones de diferentes técnicas gimnásticas y halterofílicas, entre otras. Al principio, Elisenda buscaba mejorar su forma física, perder peso. Pero su gran cambio fue mental y ahora lo que le hace disfrutar es más la recompensa al esfuerzo diario que no el objetivo último: “El camino te aporta estabilidad, crecimiento de la autoestima, mucha fortaleza mental –Elisenda destaca que para entrenar se levanta a las 6 de la mañana–. Estoy más relajada, no tengo tantos miedos y sí mucha más energía”.
Si se diluye el objetivo y lo que importa es el camino, ¿por qué querría nadie poner fin a tal camino?

Son dos tipos de motivaciones las que levantan de la cama a Elisenda en estas mañanas gélidas para dirigirse a su box de crossfit, tal y como nos comenta la doctoranda en psicología del deporte Anna Jordana: se trata de motivaciones intrínsecas (la satisfacción de realizar el deporte en sí, reflejada en el derroche de endorfinas y otros neurotransmisores que cabalgan a sus anchas por el organismo cuando realizamos deporte) o extrínsecas (el reconocimiento de los demás, el dinero en el caso del deporte de competición).
Saltar a la cuerda, estirarse, levantarse, saltar, levantar peso, pull up’s, máximas dominadas… y vuelta a empezar, pero esta vez más rápido. Más rápido. La marca que consigas hoy, mañana la batirás. Más rápido. Más peso. Más fuerte. Más en forma. Carles Palacio, el autor de las fotografías de este reportaje, visitó el box de Blanes en que Elisenda entrena. Me comenta que, aun siendo el elemento extraño en aquel lugar, cámara en mano, sus usuarios no se sentían intimidados por su mirada. Quizás lo contrario. Quizás es que se sentían retados, animados a levantar más peso. Más rápido y más fuerte.
Elisenda asegura que antes de engancharse al crossfit le daba miedo ir sola de noche por la calle, “aunque era una mujer grande, de 122 kilos”. Ahora se sabe fuerte. “Me podría defender, no me pasaría nada”, dice, sintiéndose más capaz que nunca.

Andrés Nef, pareja de Elisenda, se decidió y también se apuntó a crossfit. “Verás como te va bien, verás”, le insistía ella constantemente. Ahora lleva cosa de un año y, aunque recuerda las primeras semanas como un suplicio (“vas como un palo, no te puedes ni mover”) ahora está encantado. Esa pequeña escoliosis que tenía en la espalda ha desaparecido y se siente más en forma que nunca, justo ahora que empieza los cuarenta: “Ahora me dice un amigo que le ayude en una mudanza y se la hago yo solo si quiere, ya puedo coger una nevera o lo que haga falta.” Conversamos por teléfono:
Elisenda: Ahora levanto la persiana de la oficina con un solo dedo, antes me tenía que agachar.
Andrés: ¡Es hulka, es hulka!
Todos: [ríen]
Elisenda: No, no, es que Andrés ya no carga las bolsas de la compra, ahora las cargo yo. ¡Yo soy la fuerte de la casa!
Todos: [ríen]
Andrés: Así es, no lo puedo negar.
Todos: [ríen].
Andrés confiesa que aún fuma y que aún toma alcohol, aunque por primera vez en la vida está planteándose seriamente dejarlo. Sencillamente, esas sustancias no son compatibles con la práctica de un ejercicio tan exigente como es el crossfit: “Hemos pasado del Conty y el Tigreton al chocolate de stevia”, dice Andrés, y ríe bastante al decirlo.
Para los crossfiteros el esfuerzo de superación es individualista; y el reconocimiento, social: “Hasta que todo el mundo no acaba los ejercicios, no se mueve nadie. Ayudamos, animamos, y aplaudimos”, comenta Elisenda. Son crossfiteros. Y les gusta que cada vez más gente lo sea. Están contentos con su progresión física y mental y quisieran compartirla con el mayor número de personas. De hecho, la conversación acaba con una sincera invitación para que me apunte a su box.
Plano abierto con corredor solitario al fondo
Albert Olaya empezó a practicar deporte de niño, con siete añitos, jugando a fútbol en su Vilafranca del Penedès natal. Tres o cuatro entrenos semanales, exigencia, competición, pero a los 19 años la motivación disminuyó y lo dejó. Los estudios, la vida social… además, empezó a fumar. Llegó la vida sedentaria, el poco cuidado con la dieta y, con todo ello, las consecuencias mentales: “Mi mente necesita hacer deporte. Soy un tipo de muchas ideas en la cabeza, hacer ejercicio me permite filtrar en qué he de pensar y en qué no, qué es una tontería y qué no, de qué me he de preocupar y de qué no”. Así que Albert, a sus 25, volvió a hacer deporte. Se apuntó a un gimnasio, pero al ver que los ejercicios que ahí realizaba los podía llevar a cabo sin necesidad de pagar una cuota, decidió ir por libre.
En España, alrededor de un 10% de la población paga por ir al gimnasio, según datos recogidos de las consultoras Deloitte, DBK y la FNEID. Pero el porcentaje de la población que practica deporte (dentro o fuera del gimnasio) se dispara hasta el 46%, según las mismas fuentes. Albert Olaya, deportista outdoor, asume que el beneficio de entrenar es, para él, un 80% mental y un 20% corporal. Él es de los que busca en la lucha contra el propio cuerpo la manera de mantener todo ordenado ahí arriba en la cabeza.
Desayunamos en una cafetería frente a su lugar de trabajo. Me explica que entiende el deporte como lucha en tanto existe un beneficio final: “La no lucha es perjudicial. Lo fácil es quedarse en casa y comer basura, solo porque está buena y te da un beneficio de placer a corto plazo –dice Albert, mientras mira el mini de jamón serrano que ha pedido para desayunar, acompañando el café–. Bollería, alcohol, eso es lo peor. Comer bollería e ir al gimnasio es muerte absoluta. Corría 40 minutos y ya me estaba muriendo”.
Ah, y desde que volvió a hacer deporte, ha dejado de fumar.

En práctica soledad, por las calles y parques de Vilafranca del Penedès, aprovecha la mañana para ejercitar su cuerpo físicamente. Unas tres o cuatro veces por semana, Albert se calza las zapatillas deportivas, agarra una toalla y se coloca los auriculares. Dependiendo del día suena el podcast de The Minimalists (los días más serios, entiendo) o de La Vida Moderna (cuando le apetecen unas risas, entiendo también): “Aunque cada vez más escucho música”, como Mumford & Sons, o Fightstar, o A Day to Remember, por ejemplo.
Una lucha en soledad que se desarrolla livianamente, aunque intensa. Cuenta que empieza con algunas sentadillas, un par de series de pull-up’s, y algunos estiramientos. Y a rodar. Sin máquinas ni pesas. 20 o 25 minutos de cardio, otro poco de musculación, triceps, abdominales, flexiones. Unas barras por las afueras del municipio (“para evitar los coches”, apunta) le sirven para muscular los brazos (“aunque con unos columpios ya puedes hacerlo”, asegura). Una pausa en la lucha para estirar, relajarse, y vuelta a correr: “Me focalizo en lo que quiero hacer, no pienso en nada más. Solo en si voy a ir por ese camino o por ese otro –explica Albert–, para mí, es como hacer un reset”.

Su lucha acaba bajo el agua, liberando endorfinas, enjabonándose, relajando la mente. Pero no solo endorfinas. También dopamina, serotonina y noradrenalina, entre otros. Todos esos neurotransmisores son liberados por la mente de aquella persona que practica deporte, comenta Anna Jordana, que forma parte del Grupo de Estudios de Psicología del Deporte en la UAB (GEPD): “Así se contribuye a la reducción de la ansiedad, del estrés. Pero los beneficios también se relacionan con las emociones y la memoria”.
Tanto Albert como la gente de su entorno le notan mucho más relajado mentalmente desde que volvió a hacer deporte. Duerme mejor, durante el día está más activo: “Me cuesta menos levantarme por la mañana y he recuperado la energía que tenía con 17 años”.
En una sociedad que ha bajado su horizonte de vista a la altura de estar sentado frente al ordenador, la reflexión asalta a Albert, y a muchos otros: “Nos tenemos que plantear un cambio como sociedad –y se pregunta–: ¿Por qué cada vez hay más ansiedad?”. ¿Qué papel juega el sedentarismo? Jordana advierte que practicar niveles saludables de actividad física nos hace menos susceptibles a posibles factores desencadenantes de enfermedades mentales: “O lo que sería básicamente lo mismo, el estilo de vida sedentario nos hace más susceptibles a sufrirlas”. Y cita diversos estudios en que se explica que la actividad física favorece la creación de nuevas neuronas (neurogénesis) y previene su deterioro o muerte. Somos una sociedad tan cansada de estar sentada como de prometerse levantar el culo. Como aquellos hombres que nacían de la misma tierra, medio mustios casi todos, en Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1989).
Saltar para poder seguir en pie
Ruth Vela ha de entrenar cada día si no quiere perder la capacidad de caminar por sí sola. Tiene la espina bífida, pero cerrada, lo que le supone la práctica obligación de ejercitar su cuerpo permanentemente. Así que le toca hora y media al día de rehabilitación para proteger su cuerpo.
Se conoce desde niña los límites de su propio cuerpo, y el cuidado al que ha de someter su lucha contra y con él: “Empecé a jugar a baloncesto de pequeña y me hice una subluxación en la clavícula –recuerda–, me dijeron que no podría jugar nunca más”. Con el tiempo, descubrió que su cuerpo tenía más problemas, a saber: mala formación en el brazo, en los tobillos, en las muñecas… articulaciones fastidiadas, la espina siempre pendiente de un hilo y una única manera de mantenerlo todo en su sitio: “He de cuidar mi cuerpo, proteger mi carcasa”. Fortalecer, muscular, y, sobre todo, estirar muy bien después de hacer ejercicio para rebajar la tensión en las articulaciones, lo que para ella es “agua bendita”.
Aun la lucha constante, Ruth intenta desdramatizar la situación: “Se me podría abrir la espina con facilidad, y no caminar más –asume–, pero también es verdad que cualquier persona puede lesionarse gravemente en una simple caída”. Desde hace más de 20 años, Ruth trabaja como entrenadora personal en su gimnasio de Girona, el Ruth Vela Fitness Gym: “De vez en cuando me tuneo los entrenos para que me sirvan para mi rehabilitación”, explica, medio pícara.

El equipo del Ruth Vela Fitness Gym ha ganado en dos ocasiones (en 2015 y 2017) el mundial de Kangoo Jumps. Son un referente mundial en esta especialidad, directamente ligada con el uso de este calzado, unas botas de rebote que absorben el 80% del impacto. En el gimnasio, sin embargo, se respira más familiaridad que competitividad. Carles Palacio, que presenció el entreno mientras las fotografiaba, recuerda que ninguna persona estaba por encima de la otra, que pese a ser bicampeonas del mundo el clima que se respiraba era de normalidad, incluso de cachondeo: “Se lo pasan bien, vaya, mientras hacen ejercicio, entre coreo y coreo”.
En el entrenamiento, Ruth Vela dirige la orquesta. Ejercicio de cardio a saco. Las botas pesan un quintal, aunque Vela las levanta como si fuesen la batuta de una sinfónica. Las alumnas la siguen con un poco más de ahogo, pero en ningún momento pierden la sonrisa o cesan las bromas. Es un ejercicio muy duro, pero sus semblantes no son de sufrimiento.

Sería muy difícil ahora mismo, para Ruth, dedicarse a otra cosa: “Me encanta mi trabajo, viene mucha gente a quien le han dicho que nunca más podrá correr, –y ahora viene el beneficio directo– y si hacemos una buena rehabilitación, hay posibilidades”. Estar en forma es su trabajo y su obligación.
Vela insiste en que hay que entender la rehabilitación de manera más general, como una evolución en la que no solo se ha de tener en cuenta el ejercicio: “El cuerpo es lo que le das. Una de las preguntas básicas que le hago a la gente que viene a rehabilitación es ‘¿qué comes?’ El cuerpo regenera y construye, así que si comes basura, no te aporta nada. La grasa genera grasa”, sentencia.
Aunque, a veces, no hay rehabilitación que valga.
Más allá del final
Alba Pérez es tres veces campeona del mundo junior en diferentes disciplinas de patinaje artístico sobre ruedas. Pero pasó dos años de su vida en los que no era capaz de ver ninguno de los vídeos de sus actuaciones. De repente, los vestidos de las competiciones cogían polvo en el armario, los patines ya no formaban parte de sus extremidades. Una lesión truncó su carrera con 22 años y, con ella, buena parte de la construcción de su identidad como deportista de alta competición.
Su palmarés asombra. Además de los tres campeonatos del mundo, Alba es subcampeona del mundo junior (modalidad combinada) y campeona de Europa junior 2005 (modalidades libre y combinada). Y campeona de España Junior 2005 (libre). Y dos subcampeonatos junior más. Para conseguir tales esos éxitos –en un deporte practicado por personas muy jóvenes–, Alba tuvo que sacrificarse desde muy pequeña. Recuerda como las amigas dejaron de llamarla para quedar, acostumbradas ya a que las respuestas siempre fuesen que no podía, que tenía entreno, o tal campeonato: “Y, claro, con 12 años piensas… ‘qué está pasando? Me estoy quedando sin amigas?’ –recuerda Alba–. Es duro, pero siempre he tenido una mentalidad fría y pensé que ya tendría tiempo para hacer amigos. Me siento especial por haber conseguido todo lo que he conseguido, habiendo renunciado a todo lo que he renunciado”.
Su carrera, con sus éxitos y sus renuncias, se truncó después del mundial de China, cuando la operaron de la rodilla: “Entré a quirófano cuando ya llevaba tres años arrastrando la lesión”. Al acabar el mundial, recuerda Alba, se machacó con dobles sesiones de entreno y su rodilla petó: “No podía caminar, tenía rampas, un desastre, la rodilla de un abuelo de 90 años”. A esas alturas, sus opciones se redujeron: si la operaban, no le aseguraban volver a competir. Pero si no la operaban, podría no volver a caminar por sí sola.

La mútua de la federación de patinaje no le cubría la operación, que era cara, claro. Pero uno de los médicos (era la clínica del doctor Ramon Cugat) le dijo que si contaba con un equipo de preparación y de fisios como el del Barça, en tres meses podría volver a estar patinando. Lo que pasó es que tardó seis meses ya no en volver a competir, sino en volver a caminar.
Acababa así, con apenas 22 años, una carrera deportiva de élite.
Y empezaba el duelo. Para Anna Jordana, y según su experiencia de trabajo en el Grupo de Estudios de Psicología del Deporte de la UAB, la mejor retirada es la que se prepara desde el inicio de la carrera deportiva: “El deportista ha de continuar estudiando, en lo que se llama una carrera dual. Una organización realista a corto y a largo plazo ayudan a combinar estudios y deporte”. Si se asegura una carrera dual, como en el caso de Alba (ha estudiado Diseño Gráfico y Publicidad y Relaciones Públicas), las consecuencias negativas pueden ser mucho más leves.
Pero igualmente, el duelo es un proceso insalvable, y hay que pasarlo: “Después de la operación, estuve un año parada, te engordas, apenas te puedes mover… hasta que te vuelves a poner y… buff, fallan las sensaciones corporales, falta el movimiento, pierdes la resistencia…”. El día que se volvió a calzar los patines, apenas estuvo un rato con ellos. Vio que, directamente, no. Entonces, ante el vacío, asaltan las dudas: “Joder, ¿y si hubiese tenido detrás (si lo hubiese podido pagar) un equipo de fisios que me hubiese preparado? Entonces, quizás, podría haber continuado patinando.” Entonces. Quizás. Pero no fue el caso.
Cuando superó el duelo, volvió a su club, el Club Natació Terrassa, para pedirle a su antiguo entrenador un grupo de chicas a quienes entrenar. Él, sin embargo, le dijo que se retiraba y le ofreció a Alba llevar el club entero. Aceptó.

Aunque reconciliada con su pasión, Alba sigue sin patinar: “Para dar clase me pongo los patines porque me resulta más fácil ir de un lado al otro de la pista, y para enseñarles los apoyos del pie que han de hacer –explica–… De vez en cuando doy algún salto, alguna pirueta, pero nada”. Aunque dice echar de menos la sensación de hacer deporte, de salir de la ducha, no parece con ganas de ejercitar su cuerpo: “Es como si, de alguna manera, quedase saturada de tanto deporte”.
A Alba le quedan los trofeos y las medallas (más de diez campeonatos y subcampeonatos de Catalunya, España, Europa y el mundo) y un recuerdo. “Lloré mucho al ser campeona del mundo por primera vez”. Era 2005, en Roma. Antes de salir a hacer el ejercicio, su entrenador –Clemente, el que después le ofrecería llevar el patinaje artístico del Club Natació Terrassa– estaba preocupado por el gran nivel de las italianas o de la eslovena, que eran mejores técnicamente que Alba. “Pero yo era muy fría compitiendo y, cuanto más difícil lo tenía, más me crecía. Iba segunda en el programa corto y, antes de salir a pista, Clemente temblaba de los nervios”.
–Clemente, tranquilo.
–¿Cómo quieres que esté tranquilo?
–Pues tranquilo, que quedaré campeona del mundo.
“Y sí, hice un programa impresionante, toda la gente de pie aplaudiendo”, le falta rostro a Alba para albergar tanta sonrisa. “No te lo acabas de creer, te reciben en el aeropuerto, aquí en el club… –pero para quien hace ejercicio desde la disciplina, el compromiso y la autosuperación, siempre se puede ir más lejos–. Después piensas que sí, que vuelves a casa con una medalla de oro del mundo, pero que lo difícil es mantenerla, así que has de volver a entrenar”.
Llegar es complicado; mantenerse es jodidísimo
Anna Jordana nos comenta que las personas que solo viven para el deporte acaban desarrollando una “identidad unidimensional”. Así, cuando le falta el deporte, cuando se lo arrancan de la vida o se le pierde de entre las manos, el deportista siente un disparo en la línea de flotación identitaria. Una buena manera de no hundirse es disponer de más flotadores.
Arnold Schwarzenegger siempre será Terminator (y gobernador de California por los republicanos, vaya). Y Lou Ferrigno siempre será el segundón, la sombra de Schwarzenegger; aunque también el Hulk setentero (y la voz del Hulk moderno de la factoría Marvel).
En uno de los diálogos más épicos del documental Pumping Irons, en el que veíamos a Schwarzennegger competir por su sexto Mr.Olympia consecutivo (que sí, claro, obviamente, ganó), el entrenador de Ferrigno intentaba poner nervioso al campeón:
–Arnold, estás muy confiado. Es más difícil mantenerse como el mejor que batir al mejor. Piensa que el lobo que sube la colina tiene más hambre que el lobo que está en la cima de la colina.
–Sí –contesta tranquilísimo Schwarzenegger, mirando al entrenador rival por encima del hombro–, pero cuando tiene hambre, el lobo que está en la cima de la colina ya tiene la comida al alcance.
Aunque incluso el lobo más fuerte puede resbalar, y caerse del risco.
Hola!
Doy fe de que CrossFit te cambia la vida, y en mi caso también soy la fuerte de la casa. Mi marido siempre me dice, cárgalo tú, que estás muy fuerte! jejeje