
— En el 81 aniversario del comienzo de la Guerra Civil Española, recorremos el recuerdo de un veterano que luchó en el alto Pirineo de Huesca
— Un viaje sentimental en que los paisajes, las vivencias y las balas dibujan la historia de unas heridas chapuceramente cauterizadas
El verbo recordar viene de la forma latina recordari y significa “volver a pasar por el corazón”, ya que se cree que en la antigüedad se situaba el centro de la memoria en el corazón. Una bolsa de viaje, una gorra, un paraguas, un bastón y por supuesto el corazón predispuesto a recibir la visita de viejas olvidadas. Recuerdos. Los ojos humedecidos al echar la vista a atrás y observar aquel pasado tan lejano y duro, pero también apasionante. Este escrito es la crónica sentimental de un veterano de la Guerra Civil en el Pirineo de Huesca, en los valles donde Pascual Hernández luchó hace más de 80 años.
El fusil
Los otros soldados ya estaban dentro cuando Pascual, con el cuerpo encogido y la cabeza custodiada por las solapas del abrigo, entró en el cobertizo, se abrió paso hasta el fondo para apoyar su fusil en la pared y se unió al resto. Mientras la lluvia que había calado sus pantalones formaba un charco oscuro alrededor de sus botas, Pascual juntó sus manos y las ahuecó para calentarlas con su propio aliento. Miró hacia arriba para comprobar en qué parte del techo había menos goteras. “Aquí no pegaremos ojo”, pensó. Pasarían la noche en aquella casucha de Búbal, un pueblecito del Pirineo de Huesca rodeado por altas cumbres y nubes otoñales.
Uno de los soldados interrumpió sus pensamientos para pedirle un pitillo. Pascual asintió y empezó a hurgar con sus entumecidos dedos en el bolsillo, girándose sobre sí mismo para no perder de vista su fusil. Un escalofrío azul heló la humedad acumulada en su espalda y una sensación de angustia y pánico empañaron su mirada. El arma estaba ahí hacía apenas un instante, pero había desaparecido. Sus ojos agitados buscaban el fusil cuando, en la penumbra, distinguió la sonrisa de un compañero. Estaba claro que aquel cabrón era el que se lo había escondido.
—No te lo voy a decir dos veces. Devuélveme el fusil. ¿Dónde está?
—¿Qué fusil? Este es el mío. Mira.
—¡Mecagüen san Dios! Dámelo, dámelo que te corto el cuello, ¿comprendes?
—Tranquilo hombre… que no lo tengo, te digo.
Antes de que pudiera pronunciar la última palabra, la navaja de Pascual ya brillaba bajo la barbilla de aquel insensato, que en aquella posición apenas podía tragar saliva.
—Tranquilo hombre, venga, venga…si era una broma. Está aquí detrás, ya está, tranquilo. Toma. Toma tu fusil.
—…que te parió, ni tranquilo ni hostias, ¿me has oído? …Una broma, ni hostias.
Pascual hubiera hundido la navaja en su cuello. Antes de convertirse en un soldado, ya lo había hecho decenas de veces en el cuello de corderos, cerdos y gallinas. Entonces para alimentarse, ahora para salvar la vida.
La Guerra Civil española estaba en marcha y la mayoría de los soldados que participaban en ella lo hacían a la fuerza, como Pascual. A pesar de su nula vocación militar, los reclutas tuvieron que aprender con rapidez a cumplir las órdenes que recibían. No separarse nunca de su fusil fue una de las más importantes.
—No podía permitir que aquel idiota me dejara sin fusil. Si perdías tu arma o te la robaban, no te hacían preguntas, te ponían delante de un pelotón de fusilamiento y adiós. Era lo primero que aprendías cuando te llamaban a filas.

La historia del fusil me la contó mi abuelo Pascual, ya anciano, cuando nos sentamos en un poyo de Sallent de Gállego a charlar. Pascual alternaba sus emotivas y nostálgicas palabras con nubes de aroma amaderado que surgían del puro que fumaba envolviendo su cara hasta hacerla desaparecer.
Acudir al frente de la Guerra Civil en el Valle de Tena fue el primer viaje de su vida. Su regreso conmigo a aquel mismo lugar, 80 años después, sería el último.
Mi abuelo me había contado una y otra vez su relato desde que yo era un niño. Durante mucho tiempo, para mí fue como un cuento de aventuras pero al pasar los años entendí el privilegio que suponía conocer todas aquellas historias de primera mano. Finalmente decidimos poner ante nuestra mirada, todos aquellos lugares, aquellos nombres, aquellos recuerdos. Mi coche, el abuelo, el nieto y la carretera. Tres horas y media después de salir de Barcelona y habiendo pasado por Lleida, Monzón, Huesca y Sabiñánigo, el Pirineo mostraba sus desdibujados hombros en el horizonte. Al sobrepasar la población de Biescas, las laderas que flanqueaban la carretera se empezaron a desperezar y al acercarnos a ellas parecieron multiplicar su altitud; primero redondeadas y verdes; luego más escarpadas y grises. El asfalto se abría paso con curvas amables, persiguiendo el curso del río Gállego —que significa galo, pues nace en Francia—, y asomándose a los dos embalses que se suceden en el camino.
—¡Madre!, ¿y esto? ¡Cuánta agua…! Dijo mi abuelo.
—Estos embalses los construyeron en los años 70 y se llevaron muchas casas y campos por delante al inundar el valle…
De hecho, desde hace décadas, en Búbal no vive nadie. En 1971 se inauguró el pantano, que anegó buena parte de las casas del pueblo. Solo las de la parte alta quedaron a salvo del agua, aunque fueron expropiadas. Actualmente, el pueblo es un enclave educativo en que el gobierno de Aragón desarrolla el Programa de Recuperación y Utilización Educativa de Pueblos Abandonados.
El otro de los pantanos de la zona, el de Lazuna, cuenta hoy con un moderno escenario flotante que alberga espectaculares conciertos en verano.
A pesar de que yo conducía lentamente, mi abuelo Pascual equilibraba el balanceo de su cuerpo agarrando con su mano derecha el asidero sobre la ventanilla, sin apartar la mirada de la carretera. Ponía a prueba su memoria leyendo los carteles con su recia entonación, como si yo hubiera activado un navegador GPS con acento rústico. Además, a cada cartel que leía le añadía un comentario significativo.
—“Ermita y fuente de Santa Elena”: desde allí arriba hacíamos guardia para controlar quién entraba en el valle por la carretera, que no te creas que estaba así, entonces era muy estrecha y llena de piedras.

A continuación me indicó que cogiera el desvío para subir a la ermita. En ese momento, nuestro una energía revitalizadora invadió a mi abuelo hasta la vuelta a Barcelona. Justo antes de que yo detuviera el coche, se liberó del cinturón de seguridad, abrió la puerta, echó la garrota al suelo y salió del vehículo con soltura, para mostrarme aquel paraje desde el que había realizado tantas vigilancias. Se reencontraba con la guerra, pero también con un Pascual joven, capaz de cualquier cosa y con toda la vida por delante. Aquel par de días mi abuelo volvió a tener 18 años.
—¿Qué por qué empezó la guerra? Entonces no lo sabía. No sabía nada de los unos ni de los otros. ¡Qué iba saber! si era un ignorantico.
De hecho, muchos fueron los que sintieron una gran indiferencia ante la posibilidad de ser reclutados por uno u otro bando. Otros, los que sí tenían una ideología, se mostraron completamente en contra de unirse al bando que les había tocado, y en muchos casos se rebelaban o desertaban.
El reclutamiento
El artículo 37 de la Constitución española de 1931 permitía al Estado republicano reclutar y movilizar de manera masiva a sus ciudadanos. Entre 1936 y 1939 en la Gaceta de Madrid y en la Gaceta de la República se publicaron los calendarios de reclutamiento del Ejército Popular republicano. Según el doctor en historia de España James Matthews, en los 28 reemplazos que hubo durante la Guerra Civil, el gobierno republicano reclutó por la fuerza un total de 1.700.000 soldados, que contrastan con los 120.000 que se presentaron voluntarios.
También hay que tener en cuenta el artículo 2 de la Ley Constitutiva del Ejército de 1878, en que se dota a los militares de la responsabilidad de defender a España de enemigos “externos e internos”.
La interpretación de este artículo dio poderes al ejército para intervenir en la política del país y dar un golpe de estado el 18 de julio de 1936 con el fin de restablecer el orden, que según el ejército, se había perdido durante el periodo republicano.

Entre 1936 y 1938, en el Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional, se publicaron los calendarios de reclutamiento del ejército franquista. Según el autor, en los 15 reemplazos realizados por los sublevados, se reclutó por la fuerza a un total de 1.260.000 hombres. Los voluntarios fueron solo unos 100.000.
El ejército fascista realizó un proceso de reclutamiento más lento, pero más firme que el republicano. Los hombres que incorporó a partir de 1938 no fueron tan mayores ni tenían los problemas físicos que sí abundaban en el bando republicano. Y como señala Matthews, a medida que el ejército sublevado avanzaba, mayor era su capacidad de incorporar hombres a sus filas.
Los ayuntamientos de uno y otro bando, junto con la Iglesia católica en el bando fascista, sirvieron para realizar los archivos de los hombres susceptibles de ser reclutados, gracias a las partidas de nacimiento que estas instituciones tenían en su haber. A continuació, se les hacía saber a cada uno de esos hombres que debían presentarse en una “caja de recluta”, que se encargaría a su vez de asignarles a una unidad del ejército correspondiente.
Tres meses antes de aquel percance con su fusil en el cobertizo de Búbal, el pueblo de Pascual se preparaba para la gran cena de la fiesta en honor a San Roque, que entre los paisanos era conocida como “la merendilla”. Era una tarde cálida y seca de agosto. Sobre la tierra polvorienta de la plaza de Alconchel de Ariza, provincia de Zaragoza, cada cuadrilla se organizaba alrededor de una hoguera. Pascual, sin embargo, cerraba una vieja maleta llena de ropa y de preguntas sin respuesta. Lo habían llamado a filas y debía incorporarse a la guerra esa misma tarde. Los jóvenes, mientras tanto, hacían corrillos. En uno se oían las risas descaradas del Rufino, en otro las rarezas de la Quiteria y en otro las bromas ocurrentes que la Vicentilla les hacía a la Valentina y la Felicitas. Un poco más allá, el Mantaarrastras y el Capucha se sujetaban la boina para echar un trago de agua fresca en dos de los cuatro caños de la fuente; a la vez que se acercaban al pilón, con su sordo “clap, clap”, las mulas del Heladio y el Simeón. Las niñas Conso, Patro y Victorina, sentadas en la acera, teñían de lila sus labios al lamer las sopetas de pan, vino y azúcar que les había preparado la tía María. Después mostraban con burla las lenguas y se echaban a reír. Las abuelas, cubiertas de la cabeza a los pies con pesadas ropas negras, les regañaban con el dedo: “Sois muchismo sinvergüenzas. Rediós, ¡qué muchachas…!”.
En Alconchel de Ariza, ése era el día más esperado del año. La cosecha de trigo y cebada ya descansaba en el granero de todas las casas. Durante semanas se había trabajado de sol a sol segando, acarreando, trillando, dejando el sudor en las eras y la piel en los rastrojos. Hoces, talegas, mulas, barrastras. Palabras de campo que un tiempo después se exiliaron para siempre a ningún lugar.
Según el censo de 2016, en Alconchel de Ariza viven 76 personas.

Borja Alegría ©.
La recompensa al dolor de espalda esperaba exhibiéndose sobre las mesas y las parrillas: porrones de vino, cabezas de ajos y chuletas de cordero. Las brasas de las chaparras empezaban a humear cuando Pascual salió por el portal de su casa camino hasta Santa María de Huerta, a doce quilómetros, donde un tren le esperaba. Era el 16 de agosto de 1936 y sólo contaba 17 años.
—Yo nunca había montado en un tren. Nunca me había alejado del pueblo más de una jornada de camino. A pie o con la mula, vaya.
Al llegar a la estación de Canfranc, en la provincia de Huesca, inaugurada ocho años antes por Alfonso XIII y controlada por el ejército franquista durante la guerra, quedó fascinado por sus monumentales 241 metros de fachada y sus inmensos ventanales. A través de sus innumerables puertas entraban y salían cientos de jóvenes desconcertados. Los franquistas sellaron el túnel a través del cual los trenes podían entrar desde Francia, así se aseguraban que desde ese flanco no se daría apoyo al bando republicano.
A Pascual lo destinaron al valle de Tena para formar parte de la compañía de esquiadores, dirigida por el capitán franquista Luis Gómez Laguna, hombre reposado, religioso y repeinado, que se benefició durante la posguerra de los favores del régimen, llegando incluso a ser alcalde de Zaragoza entre 1954 y 1966. Los esquís, el fusil y las pendientes nevadas del Pirineo sustituyeron al arado, la hoz y los sedientos relieves horizontales del suroeste zaragozano, por los que Pascual tantas veces había caminado en paz.

Poco después de llegar al valle de Tena, Pascual ascendió un pequeño pero definitivo peldaño en el escalafón militar, obteniendo el rango de cabo furriel. Esa promoción condicionó absolutamente su participación en la guerra.
—Yo me encargaba de comprar toda la comida que necesitaban los oficiales. La carne, las legumbres…todo. Y tenía que ser lo mejor que encontrara, ¡no te vayas a creer…!
Aquel joven labrador que apenas sabía qué aspecto tenía una peseta se había convertido en un ingenuo pero privilegiado soldado en tiempos de guerra, que recibía semanalmente una cantidad importante de dinero. Estaba (relativamente) a salvo en la guerra. Cuando encontraba un rato se acercaba a la botica y pedía algún ungüento que pudiera aplicarse en la cara para acabar con el acné. Luego, buscaba un prado bien soleado y se estiraba boca arriba. Mientras el remedio secaba su piel, la mente de Pascual hacía sus cálculos: “Con lo que llevo ahorrado, más lo que saque en el próximo mes, me podría comprar un buen traje, para cuando vaya de permiso al pueblo. Iré al sastre y le diré que me haga uno de color gris, de calidad, para ir bien chulo. ¡Cómo me van a mirar las mozas!” Cuando Pascual pudo regresar al pueblo lo hizo con su traje y cargado de regalos para sus cuatro hermanas y sus padres. Lo que más agradecieron las chicas fueron los botes de leche condensada que luego cocinaron al baño maría. Pascual, tenía la satisfacción de haber conseguido ser, por fin, alguien. Su padre, el Rufas, le decía: “ten cabeza, hijo. Ten cabeza”. Mientras su madre Rosario pensaba: “Qué buen mozo se ha hecho mi Pascual.”
A Pascual le dieron el primer permiso para regresar a casa un año después de que lo reclutaran. Su hermana Victorina, la única que aún vive, me contó recientemente que todos se sorprendieron al ver lo mucho que Pascual había crecido durante esos meses, algo extraño cuando se participa en una guerra. Se había convertido en un chico muy alto para la época. Algunos de sus compañeros tuvieron que robar cebollas y patatas de los huertos para sobrevivir mientras avanzaban. A él le fue mejor. Sus brillantes ojos y su sonrisa socarrona respondían al carácter afable, seguro y seductor que mantuvo toda su vida. Al saludarte, notabas cómo sus largos dedos aplastaban ligeramente los tuyos recordándote que era un hombre de campo y una persona firme. En el ejército habían apreciado su facilidad de cálculo, su capacidad de adaptación y su caligrafía cervantina. Rebosaba autoestima.
Mi abuelo Pascual me contaba orgulloso que mientras muchos de sus compañeros no sabían apenas leer y escribir, él lo hacía correctamente y por eso consiguió una posición favorable en el ejército.
Pero sobre todas las cualidades, la que más le ayudó fue su don de gentes. Esa capacidad innata de entablar conversación con cualquiera le proporcionó buenas amistades y buenos contactos.
Pascual sabía cómo tener buen aspecto. Siempre llevaba los zapatos impecables, la barba bien afeitada y la camisa bien remetida en el pantalón, pero cuando había que realizar trabajos duros, él era el primero en remangarse.

Tiroteo en las montañas
En el ejército, a veces tocaba transportar armas hasta puntos estratégicos desde los que se podía prevenir un avance de “los rojillos”, como los llamaba Pascual con simpatía. Un compañero al que llamaban el Petaca acompañó a Pascual a llevar dos cajas de munición hasta lo alto de una ladera desde donde se veía la población de Biescas, territorio controlado por los republicanos.
—Venga Petaca, que así no llegamos ni mañana.
—Si quieres carga también tú con esto que te veo muy ligero…
—“¡¡BANG!! ¡¡BANG!! ¡¡BANG!!
—Mecagüen el copón, Petaca, que nos están disparando…¡corre!
—Aquí nos joden, Pascual, aquí nos joden.
—“¡¡BANG!! ¡¡BANG!! ¡¡BANG!!
Las balas hacían saltar la corteza de los árboles, cincelaban la pinaza que iba cayendo, con olor a plomo. Los dos chicos aceleraban el paso, resbalaban, la munición que acarreaban se hacía más y más pesada, sus jadeos más intensos.
—Nos ha ido de un pelo, Pascual.
—¡Mecagüen San Dios!
Les costó retomar el aliento, pero una vez lo hicieron y entregaron la munición, Pascual se abrió paso con cuidado entre los árboles hasta que consiguió divisar el río Gállego. Junto a la orilla, unos soldados republicanos se aseaban sin quitarse los pantalones. Uno de ellos salió de una caseta de madera que había un poco más allá con una toalla en el hombro. Parecía una letrina, o un lugar en que guardar utensilios.
Al día siguiente, después de la comida, el Petaca se acercó a Pascual:
—¿Qué haces ahí?
—Estoy cavilando… cavilando a ver cómo podríamos devolvérsela.
—¿A los que nos dispararon?
—A esos, sí. ¿Tú crees que si le pidiéramos al capitán un mortero nos lo daría? Podríamos lanzarles una granada y hacer saltar por los aires la caseta que tienen junto al río. Así se la devolvemos.
—¡No te digo! Eso estaría bien, sí… pero vamos a ver qué dice el capitán.
Y como dos niños en día de feria que piden unos petardos a su padre, se dirigieron al capitán Gómez Laguna, al que le pareció bien aquella idea. Permitirles aquella “chiquillería” les haría comprometerse con la compañía de esquiadores.
—¡Dadle su merecido a esos traidores!
Pascual y el Petaca armaron el mortero en una ladera orientada a Biescas. Los tablones de la caseta saltaron por los aires, en medio de un gran estruendo. Lo celebraron con risas de euforia y abrazos triunfales.
—Joder Pascual, vaya zambombazo. Eso les habrá jodido mucho, ¿no?
—Mucho.
—Mejor regresamos dando un rodeo por el bosque, no vaya a ser que nos empiecen a buscar, ¿no?
—Mejor, mejor.
Al cabo de un rato andando por el bosque, descubrieron un pequeño campamento republicano en el que no quedaba ni una alma.
—Petaca, mira, esa cazuela tiene habichuelas y están humeando.
—Un poco más y nos los encontramos aquí mismo. Se habrán acojonado con la explosión y se han marchado cagando leches.
—Tienen buena pinta. Voy a catarlas.
—¿Pero qué dices, Pascual, no ves que les han podido echar veneno antes de irse? Deja, deja… Anda vámonos.
—Espera, antes de regresar, deberíamos informar, ¿no te parece?
Pascual se echó la mano al bolsillo y sacó un pequeño espejo. Se desvió unos metros hasta encontrar un claro desde el que pudiera ver el valle. A continuación colocó el espejo de modo que los rayos del sol incidieran en él. Gracias al código morse pudo informar a sus superiores inmediatamente. Con un espejo se puede retransmitir a quilómetros.
—Ahora sí, Petaca. Vámonos.

El Hotel Bailaitús
Durante el viaje, nos alojamos en un hotelito de Sallent de Gállego. Mi abuelo no tardó en ponerse de cháchara con el encargado. Pascual miraba al pasado y siempre lo embellecía. Con su mirada, consiguió transformar el drama de la guerra en una aventura que logró superar. La guerra fue su mayor escuela, la experiencia vital que sin duda mejor recordaba.
Se me hacía raro entender que no dudara en decir “Franco era un cabrón”, o “cuando llegó la democracia siempre voté a los socialistas”; pero al mismo tiempo, cuando hablaba de la guerra sólo se le ocurriera recordar escenas cargadas de ingenuidad y esperanza.
Él no sufrió en las trincheras, ni perdió a seres queridos. De hecho, se enamoró de una chica que vivía allí, en el Pirineo y de la que se separó cuando acabó la guerra, ya que lo destinaron a hacer el servicio militar al norte de África. Mi abuelo Pascual eligió contarme una guerra sin apenas guerra. Así sus recuerdos podían sobrevivir en su interior, sin que éstos se levantaran en armas.
Pascual era un sentimental desbocado. Cuando entablaba una conversación con un desconocido, siempre iba al grano, no se ponía a hablar del tiempo y ya está. En aquella ocasión no dudó ni un segundo en explicarle al encargado del Hotel Bailaitús el motivo de nuestro viaje.
—Yo estuve aquí en tiempos de la guerra, hace ya setenta años y ahora me ha traído mi nieto. Así que, aquí estamos, para que yo le enseñe todo esto.
—¡Vaya! ¿Y recordaba usted bien el valle y los pueblos?
—Todo, todo. Me acuerdo también de los nombres de mis compañeros. Había uno, que se había alistado voluntario, que se llamaba Juanito. Era de aquí, del Valle de Tena.
—¡No me diga! Juanito, sí claro, tiene que ser él. Pues mire, no se lo va a creer. Vive un par de calles más abajo, por ahí.
—¿Aún vive Juanito? ¡Ay copón! Pues vamos a verlo, ¿eh, tú? Venga, vamos.
Y eso hicimos. Mi abuelo nervioso. Yo más, si cabe. Caminamos hacia su casa y su amable mujer nos recibió. Entramos en una salita, donde Juanito pasaba el tiempo en su silla de ruedas, mirando por la ventana, interrumpido a veces por las preguntas cariñosas de Rosa, una dominicana que cuidaba de ambos. El hombre tenía muy dañada la memoria e incluso le costaba un poco hablar, pero él también recordaba al capitán Gómez Laguna y a la compañía de esquiadores. Su mujer le asentía en cada pasaje: “Sí, Juanito, ¿no lo recuerdas? Pero si tú mismo me lo contaste no sé cuantas veces”, li deia.

Juanito y Pascual habían esquiado juntos en aquellas montañas. En muchas laderas, seguramente fueron los primeros en hacerlo. A Pascual le gustaba enfundarse las botas de piel y los esquís de madera.
—Una vez esperé a que hubiera luna llena y salí por la noche a esquiar yo solo. Cuando me encontraba en lo alto de una ladera me topé con un rojillo que estaba allí, igual que yo, vamos, para esquiar y ya está. ¡Date tú cuenta! —me dijo riendo y envuelto de emoción.
Los dos esquiaron juntos aquella noche. Y no sería la última vez. Antes de despedirse acordaron repetir con más compañeros de uno y otro bando. Sólo los de mayor confianza. No se trataba de un reto a aquellos que los habían obligado a participar en la guerra. Eran sólo un puñado de jóvenes tan ajenos al golpe de Estado como a la defensa de la República.
Una noche en que la luna lo iluminaba todo y los árboles proyectaban sombras azules en la nieve intacta de las cumbres —nieve de aspecto lechoso que da nombre al macizo y al hotel: Bailaitús, del occitano “vath” (valle) y “leitosa” (lechosa)—, los soldados de uno y otro bando se miraron y se retaron. Descendieron como balas, sorteando abetos y rocas, como buscando la diana. Sus abrigos se agitaban como banderas, mientras el aire gélido y afilado arrancaba lágrimas. Un breve error de cálculo fue suficiente y Pascual perdió el control y rodó por aquella ladera. En el primer impacto, un chasquido en el codo le arrancó un gemido. Se golpeó contra una roca y se lo partió por la mitad. A veces, mi abuelo me lo enseñaba y me decía con retranca:
—¿Ves? En un brazo tengo un codo y en el otro tengo dos. Así me quedó desde entonces.
A Pascual lo asistieron como pudieron entre todos. El silencio del Valle de Tena guardó aquel secreto y los muchachos, protegidos por la noche, se separaron y regresaron con los suyos.
Tres años después de aquel viaje, en 2009, Pascual Hernández murió, a los 91 años de edad. La historia de su primer y de su último viaje, su historia de guerra, como la de muchos otros jóvenes obligados a agarrar un fusil y dispararlo contra otra persona, solo queda ya escrita en los libros, en las películas, y en la memoria de sus hijos y sus nietos. Cuando seamos nosotros los que desaparezcamos, solo los libros de historia, solo los documentales, solo los archivos nos podrán susurrar al oído relatos como éste.
Aquel horrible golpe de Estado del que hoy se cumplen 81 años desembocó en una guerra en la que más del 90% de los soldados acudieron a la fuerza, la mayoría de ellos ajenos a la vida política y al compromiso ideológico en un país con una tasa del 30% de analfabestismo, según las investigaciones del catedrático de teoría e historia de la educación Narciso de Gabriel.
La guerra se cobró medio millón de víctimas, a las que hay que sumar las más de 50.000 ejecuciones del régimen franquista durante la posguerra. España es el segundo país del mundo, después de Camboya, con más desaparecidos en una guerra cuyos restos no han sido aún recuperados: 114.000, según estima Jueces para la Democracia.
Hoy, la sociedad de nuestro país ha dejado atrás el analfabetismo, pero sigue siendo un reto estar bien informado. Ante la posibilidad de ser conscientes de nuestro pasado y también de nuestro presente; me pregunto si hoy estamos preparados para que la desafección, la ignorancia y el fascismo nunca vuelvan a vencernos.

Borja Alegría ©.
A mi madre, que me enseñó a querer a mis abuelos y a su pueblo.
A mi amigo Armando, con quien, hace años, empecé a imaginar este relato.