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El hombre invisible, los libros y la coca base

— La noche del 18 de mayo de 2016, la Xarxa d’Atenció a Persones Sense Llar contó 940 personas durmiendo en las calles de Barcelona

— La historia de Jesús, uno de esos casi mil barceloneses olvidados, se desarrolla entre cajeros automáticos, libros y fumaderos de crack

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El hombre invisible huía de la pobreza y topó con la adicción a las drogas, el abandono y la delincuencia. No siempre fue invisible, pero ha entrado casi veinte veces en la cárcel y ha dormido más de mil días en la calle. Se ha desvanecido ante los ojos de la gente, como el gato de Alicia en el País de las Maravillas. Ya no tiene dientes en la boca ni monedas en los bolsillos. Toma metadona para esquivar la heroína, pero se deja ver con frecuencia en los fumaderos de coca base, esa cocaína prima hermana del crack.

Según el sociólogo Pedro Cabrera, hay dos tipos de pobres: el buen pobre y el mal pobre. El primero colabora para salir de su situación y el segundo, no. El hombre invisible desconoce estas categorías, pero vende libros de segunda mano en un cajero automático porque él no quiere ser uno de los cuarenta mil invisibles de este país. Esta historia tiene lugar en el barrio barcelonés del Raval; empieza en plena primavera, con un encuentro fortuito en la calle y acaba en otoño, con Jesús, nuestro hombre invisible, entre rejas.

“Ahora guarda la cámara de fotos en la mochila. Adonde vamos no la vas a poder usar, ¿okey?”. Obedezco sin dejar de caminar. Jesús suele andar con agilidad, su cuerpo flaco y menudo se lo permite, pero después de pronunciar esas palabras, tengo la sensación de que acelera el paso, y me deja a mí, a mi mochila y a mis agitados pensamientos, rezagados en el camino.

Entramos en un portal oscuro, estrecho e inhóspito antes de que pueda preguntarle a dónde nos dirigimos. Mientras subimos las escaleras me advierte de que vamos a entrar en un fumadero. En Barcelona, y concretamente en el barrio del Raval, hay varios lugares clandestinos en los que se vende heroína y coca base para fumar. Puedes comprar y consumir luego en casa, o también puedes fumar allí, de este modo nadie puede confiscar tu droga al ir por la calle. Estos lugares están regentados por diferentes clanes mafiosos, que en el Raval suelen ser dominicanos o gitanos. En un fumadero no puede entrar cualquiera.

Jesús se detiene con cuidado ante una puerta, en el primer rellano. Permanezco justo detrás de él. Me asomo por encima de su hombro y detecto que entre la puerta y la pared del piso quedan los restos de esa cinta adhesiva que la policía utiliza para “sellar” un lugar.

—Soy Jesús —dice después de golpear la puerta un par de veces.

—Y este, ¿quién es? —pregunta una voz oscura al otro lado de una puerta ahora entreabierta.

—Un amigo, no hay ningún problema —el tipo me mira fijamente, desconfiado. Agita la cabeza, haciendo explícitas sus reservas.

© Borja Alegria
© Borja Alegria

Finalmente, nos deja pasar.

La atmósfera está cargada de humo. Al cabo de pocos segundos, empiezo a notar un sabor amargo y extraño en la garganta. Solo hay una ventana y la luz que por ella entra no logra atravesar la estancia, se queda flotando como si la atrapara una niebla hibernal. Hay un tipo sentado en un sofá de escay, a su lado, se sienta el individuo que nos acaba de abrir la puerta. Los dos son dominicanos y los dos están cargadísimos de marihuana. Más allá de unas sillas recuperadas de la calle, la estancia no tiene ningún mueble y, de las paredes, no cuelga ningún cuadro. Nada. Solo un graffiti, que ocupa casi por completo una pared. Es como la firma de alguien, realizada de un solo trazo negro. Destaca sobre el desgastado y tenue color rosa del fondo. En la pared contraria al sofá, una televisión emite un canal latino. Junto a la tele, una papelera y dos rollos de papel de aluminio. En el centro, una mesa diminuta donde ir preparando la pipa con la que fumar la base.

Mi presencia allí resulta absurda y surreal.

De repente, se dirige hacia mí una chica esquelética con los ojos vueltos del revés, para preguntarme algo que apenas entiendo. Me habla como si yo no estuviera allí, pues su mirada parece atravesar mi cara para dirigirse a alguien detrás de mí. Su voz suena como ralentizada y deformada por un software. Al final, deduzco que quiere un mechero porque Jesús, que ya había pagado la dosis para una fumada, le alcanza uno.

Jesús se dispone a preparar un botellín de agua, un trozo de papel de aluminio y una caña, para convertirlos en una pipa en la que poder fumarse la base. Mientras sus dedos se mueven con destreza, gira la cabeza hacia atrás y se dirige a los dominicanos, que no han parado un segundo de quejarse por mi presencia.

—¿Pasa algo? —Jesús no quiere perder ni un instante en discutir con ellos. Tiene la virtud de decir las cosas de un modo directo y autoritario, pero sin resultar agresivo. Utiliza el mismo tono de regañina comprensiva que usan las madres con sus hijos.

—Mira, Jesús, no lo vemos claro, ¿por qué está este tipo aquí contigo? Ni siquiera va a fumar.

—Mi amigo ya ha entrado, ya está aquí, ya no se puede volver atrás, así que dejad de quejaros, que nos estáis haciendo sentir incómodos, ¡eeeh! ¿Okey? Por favor.

Pocas veces he estado tan atento a lo que otros pudieran hacer. Quiero salir de allí, pero me siento aprisionado. Días antes de visitar el fumadero, Jesús me había explicado una historia de su infancia: en una ocasión, mientras jugaba, su pie quedó atrapado en la vía del tren. No había manera de sacarlo. Una locomotora se acercaba a toda velocidad por el horizonte, temblando como un espejismo y haciendo vibrar el suelo. Pudo deshacerse de la trampa de milagro. Su madre tiró de su brazo con todas sus fuerzas hasta liberarlo. El zapato, en cambio, se quedó entre las mandíbulas de hierro del cambio de vías.

Una parte de mí también se quedó ese día en aquel fumadero.

Antes de marcharnos, recuerdo volver a mirar a Valentina, la heroinómana. No reaccionaba. Seguía perdida entre la existencia, el éxtasis y la muerte. Su cuerpo no aguantaba más picos de heroína: solo tenía piel y huesos. Así que dejó caer el polvo blanco sobre un trozo de papel de aluminio y se lo fumó. Jesús ya estaba más tranquilo. El efecto de la base es instantáneo. Al poco, salimos de ahí. No sería mi última experiencia con Jesús en un fumadero.

***

© Borja Alegria
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Vi por primera vez a Jesús, el invisible, porque me llamó mucho la atención cómo sostenía un libro en las manos. Lo podía leer gracias a la tenue luz del cajero automático en el que estaba sentado. En el que pasaba gran parte del día y tantas noches.

Jesús Cuesta Prieto nació en 1962 en Mataró. Sus padres trabajaban en el campo andaluz y, como muchos otros, emigraron a Catalunya con una mano delante y la otra detrás

Así que me detuve ante él y le pregunté qué leía. Algo relacionado con la autoayuda. No recuerdo bien. Jesús sostenía aquel libro como si fuera la Biblia.

Pasé por allí varias veces durante las siguientes semanas y volvimos a charlar.

—Jesús, he estado pensando en todo lo que me has contado hasta ahora y creo que sería interesante realizar un reportaje sobre tu vida.

—Pero, ¿trabajas para la televisión? —me preguntó con satisfacción.

—No, no. Yo formo parte de un colectivo fotoperiodístico. Se trataría de hacerte unas fotos y algunas entrevistas. Estaría bien que pudiera acompañarte en tu día a día durante varias semanas.

—Okeey, okeey, ya entiendo. Bueno, pues cuéntame cuándo te pasarías por aquí —contestó con esa sonrisa suya tan bondadosa que, acentuada por la ausencia de dentadura, le da ese toque entrañable y gracioso de los ancianos, a pesar de sus cincuenta y pocos años.

© Borja Alegria
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Quedamos una noche en la terraza de un bar. Unos calamares a la romana y cervezas sin alcohol fueron testigos de nuestra entrevista.

Jesús Cuesta Prieto nació en 1962 en Mataró. Sus padres trabajaban en el campo andaluz y, como muchos otros, emigraron a Catalunya con una mano delante y la otra detrás. Una choza al pie de la vía del tren (aquel tren que casi le quita la vida cuando aún era un crío) junto a la población de Tordera, fue el primer hogar de Jesús y su familia.

Su padre había encontrado trabajo como guardagujas. Así que en esas manos estaba que todos aquellos vagones cargados de pasajeros se dirigieran a uno u otro destino. Los trenes, que en sentido figurado podemos asociar a las oportunidades que nos ofrece la vida, fueron el paisaje cercano aunque inalcanzable para el pequeño Jesús.

© Borja Alegria
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Poco después, se mudaron a Blanes y allí vivieron tres años en una casa que les cedió RENFE. Antes de cumplir la edad necesaria para ir a la escuela de monjas, pasaba los días al cuidado de unas chicas que solían frecuentar la cantina de la estación. Jugaban con él y, cuando el calor del verano apretaba, lo metían en una fuente. Jesús sonríe por primera vez al hablarme de su vida. Después me dí cuenta de que cuando habla de algo muy personal de lo que se siente orgulloso, se agarra una mano a la otra y las coloca a la altura de la bragueta, como haría un monaguillo al escuchar misa. Ese gesto, entre regocijo y pudor, quedó interrumpido inmediatamente al nombrar a su hermano Juan Ramón. La meningitis se cebó con él y condicionó la vida de toda la familia. La falta de recursos para pagar los tratamientos médicos los desesperó. Fueron muchos los viajes a Barcelona en busca de una solución. La madre tuvo que mantener relaciones con el jefe de los maquinistas para conseguir dinero.

—Vi lo que no tenía que ver—, me dice Jesús al respecto.

El jefe de los maquinistas ascendió a su padre, Francisco, pero no pudo aguantar que fuese a cambio de que el jefe mantuviese relaciones sexuales con su mujer, la madre de Jesús. Francisco emprendió, a partir de entonces, un amargo y humillante camino hacia el alcohol.

© Borja Alegria
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“Para hacer contrabando con la mantequilla, llegaba a hacer ocho viajes de Barcelona a Andorra en un solo día cargado con mil quilos. Me aprendí los turnos de la policía aduanera y los horarios más convenientes para pasar. Empecé a hacer mucho dinero”

“Hacia los 20 años empecé a ganarme bien la vida —me cuenta— . Trabajar en la construcción daba dinero. Pero cuando conocí a María Teresa [su esposa] tuve que dejarlo: su familia no aceptaba que yo viniera de una casa pobre. Les daba vergüenza —arruga la frente y sonríe con fastidio— y me propusieron entrar en los negocios de la familia. Como estábamos casados, no les quedaba otra. Tenían algunas paradas en los mercados de Barcelona, y me puse allí para atender al público. Ganaba muy poco, menos que en la construcción. No me gustaba aquello. Me enteré de que en Andorra algunos productos se vendían mucho más baratos que aquí y lo tuve claro. Tenía que demostrar lo que yo valía y empecé a echar viajes. Para hacer contrabando con la mantequilla, llegaba a hacer ocho viajes de Barcelona a Andorra en un solo día, en los que cargaba mil quilos —me dice asintiendo con la cabeza, y muestra una sonrisa traviesa ante mi expresión atónita—, me aprendí los turnos de la policía aduanera y los horarios más convenientes para pasar. Empecé a hacer mucho dinero”.

El contrabando lo conectó a ciertas personas de mala reputación y, lo peor es que le puso en contacto con la cocaína. Desde entonces, empezó a consumir con mucha frecuencia.

—Mira esto— me dice levantando la cabeza para enseñarme bien el interior de su nariz.

Tiene el tabique nasal perforado. Si inclina bien la cabeza, se puede ver un trocito de cielo a través de él.

—Empecé a fumar hachís con los del barrio cuando era un chaval. Vi normal lo de la coca. No he sabido escoger bien las cosas en la vida. Quizás ha sido la falta de educación y cultura.

Poco tiempo después, su mujer pidió el divorcio. Pasó tres años sin ver a su hija a causa de la custodia y nunca más la recuperó. Eso aumentó más aún su adicción a la cocaína. A pesar de que intentó recuperar el trato con su hija, ella se negó. Hace casi 20 años que no la ve.

A los turistas era muy fácil quitarles una cámara de fotos o un bolso cuando se sentaban en las terrazas a tomar algo. Y no te cuento en las playas

El consumo excesivo de coca provocaba que perdiera los trabajos que le iban saliendo. Hay drogas para creer que estás a tope y otras para olvidar. Así que la heroína también entró en su vida. La adicción lo llevó a necesitar demasiado dinero para poder comprar las dosis que necesitaba. Se vio cometiendo hurtos al cabo de poco tiempo.

—¿Cómo se empieza a robar? ¿Cómo lo decides?

—Es algo que empiezas a hacer porque la adicción es muy fuerte. Empiezas con algo sencillo, de manera puntual.

—Alguna cartera…

—¡Okeey! Sí. A los turistas era muy fácil quitarles una cámara de fotos o un bolso cuando se sentaban en las terrazas a tomar algo. Y no te cuento en las playas. Eso era el paraíso, sobre todo en las Islas Canarias. Allí estuve un tiempo huyendo de un policía de Barcelona al que le quitaron la placa por una declaración que hice en un juicio. No paraba de perseguirme durante la operación que se hizo en la ciudad durante las olimpiadas. Detenían a la gente indiscriminadamente para mantener las calles limpias. Yo entonces no había hecho nada y me detuvo. Así que demostré que el hermano del policía me compraba droga. El agente no estaba metido en eso, pero le hice pringar. Se la devolví. Por eso me la tenía jurada.”

© Borja Alegria
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En pocos años, se puede pasar de vender mantequilla en un mercado a ser contrabandista, y de ahí, a tener cuentas con la policía y los juzgados. Hay circunstancias que desatan una reacción en cadena. Sobre todo si eres carne de cañón. Y Jesús lo era. Carne de la buena.

Se me eriza la piel cuando Jesús me cuenta el miedo que pasó en su primer ingreso en prisión. A sus espaldas quedaba la libertad. Delante de él, tras unos barrotes, unos cien hombres que se asomaban para “rifarse cada parte de mí”.

Te deben de temblar las piernas. Los presos te escanean. Miran tu ropa y van pensando qué es lo que se van a quedar, “y como seas un tío guapito, despídete”.

Me gusta pasar el día con Jesús. Su rutina empieza antes de las 9 de la mañana.

—Espera, Borja. Antes de irnos, déjame que ponga el cartel aquí entre los libros, para avisar de que tardaré un rato en volver.

—Claro, claro. ¿Te ayudo con algo?

—No, ya está. Es que así, si alguien quiere un libro, lo coge y me deja el dinero en esta cajita. Suelen dejar un par de euros—, me dice, agradecido y preocupado al mismo tiempo, consciente de que esos libros cuestan mucho más.

© Borja Alegria
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Luego nos ponemos en marcha hacia el Centro de Atención Sociosanitaria Baluard del Raval, donde recibe la metadona y se da una ducha. Va hasta allí cargado de pan que el día anterior recoge en la panadería de la esquina.

© Borja Alegria
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De hecho, al atardecer, antes de que la panadería cierre, él se encargará de recoger las mesas y sillas de la terraza. A continuación, saludará a las dependientas y ellas le darán el pan sobrante. Una pequeña obligación que Jesús cumple con puntualidad absoluta.

© Borja Alegria
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Después de tomarse la metadona y ducharse, Jesús sale a la calle a fumar un pitillo con otros usuarios y también con la policía, que cada mañana acude a la cita para guardar el orden. Algunas veces la brigada de limpieza recoge todos los trastos que los toxicómanos dejan por allí: mantas, carritos de la compra… todo lo que tengan. Un día, un toxicómano se acercó al camión para recuperar algo que la brigada había recogido. Un policía urbano se lo impidió de malas maneras, con brusquedad. El chico empezó a gritarle, a llamarle fascista. Esos episodios son frecuentes. La cosa no fue a más.

© Borja Alegria
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Otro día, vi a Jesús hablando con mucha familiaridad con un guardia urbano. Resulta que habían vivido en el mismo barrio de Barcelona cuando eran críos, y el destino los volvió a unir el día que el agente le enganchó por casualidad cometiendo un hurto. Lo detuvo, pero también lo reconoció, y pudieron ponerse al día después de tantos años. El policía trataba a Jesús con cercanía y respeto. Le hizo memoria sobre un amigo en común de la escuela que murió hace años por culpa de la droga.

© Borja Alegria
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La adicción a la base es muy poderosa, y un adicto puede estar dispuesto hacer de todo para conseguirla.

—Un tipo al que yo conocía, que se llamaba Chiqui, fue a comprar base a su camello, pero sin el dinero suficiente —me explicó un día Jesús—. El camello se negó a darle la droga, así que Chiqui sacó una pistola y le pegó un tiro en la cara.

Jesús es un experto en coca base. Es capaz de explicar cómo se “cocina”, es decir, cómo se prepara. Y lo hace con la agilidad y exactitud de un chef. Domina los procesos, los ingredientes alternativos, los efectos, etc. En Barcelona hay alguna narcosala en la que se acompaña a los toxicómanos para un consumo controlado. Jesús estuvo a punto de ser contratado para trabajar como uno de los especialistas que coordinan esta actividad en el centro Baluard pero no tuvo suerte, y se lamenta mucho por ello. La misma droga que lo está matando lentamente le podría haber dado un trabajo digno y una nueva oportunidad en la vida.

Se dice que el crack es el sueño del traficante y la pesadilla del adicto. Produce una dependencia psicológica tan esclavizante que resulta casi imposible abandonar su consumo

La técnica Manuela A. Hernández especializada en integración social y trabajadora de la fundación RAIS —una organización que trabaja para acabar con la exclusión social de las personas que duermen en la calle—, me pasa un informe sobre “psicoestimulantes”. En él, leo lo siguiente:

«La coca base se obtiene mezclando el clorhidrato de cocaína con una solución básica (amoníaco, hidróxido de sodio o bicarbonato sódico). Existen dos formas de consumo: la primera consiste en inhalar los vapores de base libre (free base). El crack o rock es la segunda forma de consumo. La cocaína base (crack) es la forma que generalmente se fuma ya que la base es más volátil. El popular nombre de crack procede del ruido de crepitación que producen los cristales cuando se calientan. Sus efectos son inmediatos (5 segundos), muy intensos (se dice que 10 veces superiores a la cocaína esnifada) y muy fugaces (4 minutos); su bajada resulta tan insufrible que entraña un uso compulsivo y muy frecuente). Se dice que el crack es el sueño del traficante y la pesadilla del adicto. Produce una dependencia psicológica tan esclavizante que resulta casi imposible abandonar su consumo.»

© Borja Alegria
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Acabar en la calle cuando padeces una adicción resulta una sentencia. Una cadena perpetua de abandono y olvido. Jesús tenía tres hermanos. Juan Ramón, que murió a los 49 años; Carlos, a los 33 y Manolo, con 48. A estas muertes hay que sumar la del padre, la madre y la última pareja de Jesús, Isabel, que falleció a los 42 años. Hace solo dos años de las últimas dos muertes, pero fue la de Isabel la que lo dejó en la calle. Ella tenía una vivienda que Jesús no pudo heredar al no estar casados. Recupero una cita de la técnica, Manuela A. Hernández: “Los toxicómanos sin techo no son como los niños con Síndrome de Down que salen en anuncios de la Caixa, ni como los dulces ancianos recluidos en una residencia. Huelen mal, a menudo no tienen habilidades sociales, te abordan por la calle y resultan molestos. Lo peor de la sociedad, asustan… 40.000 personas en la calle en España. Bueno, volver a ser personas es uno de los objetivos, perdieron esa categoría por el camino.”

© Borja Alegria
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Para los invisibles, no hay nada peor que vivir en la calle mientras pasas el mono. Las aceras los consumen al mismo ritmo que las drogas. Ellos no consumen droga, es la droga la que les consume. Sus pómulos y barbillas son desproporcionados, su piel parece cuero ajado y acribillado. Caminan como si sus rótulas estuvieran a punto de quebrarse, como si fueran un muñeco de madera incapaz de encontrar el centro de gravedad.

© Borja Alegria
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Jesús, que físicamente se mantiene bastante bien, empezó a leer para sentirse persona, allí, sentado en su cajero automático. El primer efecto que causó en los demás es que empezamos a verlo, a mirarlo, a querer saber algo de él. Fue así como alguien le dio la idea. “Quizás además de leer libros, puedes dedicarte a venderlos ahí mismo”. Enseguida empezó a hablar con los vecinos que solían transitar por su calle. Hizo correr la voz por el barrio y, al cabo de un par de semanas, la gente ya le había regalado suficientes libros de segunda mano como para montarse su propia parada. A veces se los llevaban hasta allí, otras veces Jesús los recogía a domicilio.

© Borja Alegria
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La paradita del cajero estaba engalanada por citas de agradecimiento que Jesús escribía y luego colgaba en el cristal de la sucursal bancaria, junto a los anuncios de algún préstamo o hipoteca.

—Este libro tiene que estar muy bien—, dice una clienta, alargando la mano para cogerlo.

—Es sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre los judíos —contesta Jesús, mientras yo retiro la cámara de fotos de mi cara para ver de qué título se trata. Las buenas personas, de Nir Baram.

Al cabo de un buen rato de charla amistosa con Jesús, la clienta y su acompañante se alejan diciendo adiós con la mano.

—¿Has visto a esa mujer? Es la sobrina de Peret—, me dice, orgulloso.

© Borja Alegria
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Jesús se muestra atento con sus clientes, pero no solo con ellos. Cuando pasa la chica de la panadería, cargada de bolsas de basura, no duda un momento en ausentarse unos instantes para acompañarla hasta el contenedor de la calle de arriba, mientras comentan alguna anécdota.

© Borja Alegria
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En alguna ocasión, Jesús se ha atrevido a colgar alguna de sus poesías en el cristal ahumado de la sucursal. “Hay una chica que pasa por aquí que me tiene enamorado, así que le he dicho: mira, las notas de este rincón son solo para ti’”. Y los dos nos reímos con complicidad.

En la brillantísima película “Cadena perpetua”, hay un personaje, Red, que se hace la siguiente reflexión estando en la cárcel: “A los hombres hay que darles libertad. Si no la tienen, debes darles esperanza y si tampoco pueden disfrutar de esta, debes darles algo que hacer”. Red se refería a su compañero Andrew Dusfrene, quien decide hacer una biblioteca penitenciaria para todos los presos, ya que en principio nunca gozaría de libertad, ni de la esperanza de conseguirla.

La paradita de libros le ha dado a Jesús mucho más que los pocos euros que la gente le deja a cambio de sus libros. Le ha dado la oportunidad de encapricharse de una chica, la oportunidad de quedar para ir a buscar libros a casa de algún vecino, la oportunidad de saludar a los pasan por allí con frecuencia, la oportunidad de que sepamos cómo se llama, la oportunidad de dejar de ser invisible y, sobre todo, la oportunidad de volverse a querer. Un libro dignifica a cualquier persona y a cualquier lugar. Incluso si la persona es un sin techo toxicómano y el lugar, una maldita sucursal bancaria.

Un día, se puso a llover y tuvimos que organizar de un modo especial los libros para que no se mojaran. Se nos hizo la hora de comer, así que decidimos pasar por una tienda paquistaní para comprar unas latas de atún, unas olivas, salchichón, algo de queso, pan y nuestra bebida: cerveza sin alcohol. La lluvia nos obligó a improvisar y el asiento de una parada de autobuses hizo las veces de mesa para dos comensales. Desde allí no perdíamos de vista los libros.

© Borja Alegria
© Borja Alegria

—Mira, Borja, con un trozo pequeño de pan. ¿Ves? Y así puedo coger el atún sin sacarlo de la lata.

—¿Como si fuera una pinza? Qué complicado…

—Así, así… muy bien. ¿Señora quiere comer algo? —le pregunta a una mujer francesa que está en la parada de autobús, cobijándose de la lluvia.

—Ok… ouimerci!

***

Voy a visitar a Jesús a su parada de libros. Lleva mucho tiempo sin consumir. Su cuerpo está calado de sudor, no para de bostezar, hace días que no se ducha, ni se afeita. Me mira agobiado, apoyándose en la pared, y arruga la frente para decir: “Estoy muy mal, Borja, estoy muy mal”. Habla como si llevara días realizando una travesía por el desierto, agotado, impaciente por llegar a un oasis y zambullirse en agua fresca. Ha conseguido algo de dinero y no lo duda un segundo.

—Necesito una fumada.

El lugar en el que Jesús decidió empezar a vender libros, no dista ni cinco minutos andando de los dos fumaderos que visité con él

Esta vez, el clan que regenta el lugar es uno de los más peligrosos de Barcelona. Al entrar, el tipo que controlaba la puerta me suelta: “Tienes una pinta de policía que te cagas”. Me recuerda el nombre de la familia a la que pertenece y añade: “Tú sabrás lo que haces”. En este tipo de mundos tienes dos grandes amenazas: la droga que consumes y el que te la vende.

Jesús quiere pagar una fumada y comprar algo más para llevárselo, pero no le dejan. Piensan que si salía de allí con droga, al cabo de unos minutos la policía realizará una redada.

El mono que lleva encima hace que Jesús ni siquiera se siente a fumar. Prepara la pipa con un bote de metadona, un trozo de papel de aluminio y una cañita. Fuma tan intensamente que parece mantener el humo no solo en los pulmones, sino hasta en el estómago. Sin abrir la boca, mastica y engulle todo lo inhalado con una concentración máxima.

Estas experiencias abren la puerta a una realidad descarnada que forma parte de la cruz de una moneda. La cara de esa misma moneda es un hombre que aferra a la venta callejera de libros para volver a ser parte de la sociedad. Son, exactamente, dos caras de de una misma vida, todo pertenece al día a día de Jesús y, de hecho, el lugar en el que decidió empezar a vender libros no dista ni cinco minutos andando de los dos fumaderos que visité con él.

© Borja Alegria
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Jesús ha encontrado un rincón en un local que gestiona una agrupación religiosa del Raval. Allí puede dormir a cubierto y organizar mejor su vida. Cada día acarrea con un par de maletas pesadísimas todos sus libros.

© Borja Alegria
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Sin embargo, Jesús tiene causas pendientes con la justicia y a la justicia no le interesa demasiado si acarreas muchos o pocos libros cada día para intentar ganarte la vida. Lo han detenido más de cien veces y una de cada cinco ha acabado en prisión. El periodo más largo que ha pasado cumpliendo condena fueron cinco años seguidos.

“Voy a entregarme ya a la policía. Debo estar en busca y captura. No quiero que dos agentes de paisano me arresten cuando esté poniendo mis libros junto al cajero automático. Tengo dinero para pagar la fianza, pero lo prefiero guardar para cuando salga”.

© Borja Alegria
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Acepta que le acompañe y coge la libreta en la que apunta todos sus pensamientos. Nada más. Nos dirigimos a una comisaría de los Mossos d’Esquadra. Mientras caminamos, y sin detenerse para ello, Jesús agarra alguna colilla del suelo.

—Perdona, ¡eh! Es lo que hay—, yo le contesto que no pasa nada.

Llegamos a la comisaría. Jesús se dirige al agente que hay en la calle, hablando con unos turistas.

—Hola, buenas noches. Vengo a entregarme. Creo que estoy en busca y captura.

—Muy bien, voy adentro un momento para comprobar sus datos. ¿Me deja su documentación?

El agente tarda unos minutos en salir. No sabemos muy bien de qué hablar en un momento así. Pedimos permiso para hacerle unas fotos a Jesús ante la entrada, nos entretenemos con eso.

—Disculpe. Me dicen que no está usted en busca y captura. Si desea ingresar ya en prisión, diríjase al juzgado para agilizar los trámites.

Jesús se despide del agente, disgustado y preocupado.

—¿Ahora qué hago? Yo quería ingresar ya, para pasar esto lo antes posible, para intentar quitarme de la base en el chabolo [la celda]. No me pueden tener así, sin saber cuando voy a entrar.

Agacho la cabeza y genero un instante de silencio mientras busco algo que decir con un mínimo sentido. Luego recupero su mirada e intento animarlo.

Días después, Jesús se entregará en los juzgados y acabará entrando en prisión.

© Borja Alegria
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Este verano, Jesús me llamó desde la cárcel. Si todo va bien saldrá durante el mes de octubre. Si alguna vez pasáis donde la calle Comte d’Urgell se une al Mercat de Sant Antoni, encontraréis una sucursal bancaria con un cajero automático en la fachada. Espero que también encontréis junto a sus libros, a Jesús, el hombre que quiso dejar dejar de ser invisible.

© Borja Alegria
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Edición a cargo de Gerardo Santos y David Vidal
Corrección a cargo de Clara Asín y Teresa Gibert

Comentarios

  • Hola ! El 21 de agosto del 2018 estava yo de vacaciones por Barcelonas con mis hijos y encontramos a Jesus en la sucursal Bancaria .Me agrado mucho haberlo conocido un hombre que se aferra ala esperanza dia a dia y que conmueve como vive ,como duerme como pasan sus noches.Me traje uno de sus libros que por lo demas son muy buenos .Loss estrechamos en un fuerte abrazo de despedida y yo a´aqui en casa devuelta de mis vacaciones, tomándome un te y leyendo un poco de su vida en las redes sociales.Espero ver nuevamente a Jesus por que vale la pena charlar con el y ver el otro lado de la cara de la vida

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— La noche del 18 de mayo de 2016, la Xarxa d’Atenció a Persones Sense Llar contó 940 personas durmiendo en las calles de Barcelona

— La historia de Jesús, uno de esos casi mil barceloneses olvidados, se desarrolla entre cajeros automáticos, libros y fumaderos de crack

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