
— Ignacio Plaza, músico, es un hombre que mira a los ojos: "No soy propietario de nada. Solo poseo mis instrumentos"
— Hace diez años, la Cinémathèque francesa le propuso componer piezas que acompañasen cortometrajes mudos
Ignacio Plaza Ponce está sentado detrás del piano. Quizá esté delante, no estoy seguro. Calentando los dedos, como le gusta decir a él. La sala Franju de la Cinémathèque de París está vacía. En la pantalla, algunos fragmentos de The Playhouse se suceden. El imperturbable rostro de Buster Keaton invadiendo la sala con su presencia de otros tiempos. Laura empieza a tomar fotografías de Ignacio. Dudo antes de acercarme. ¿Le interrumpo? ¡Hola!
Keaton (o Frigo o Malec, como le llamaban en los primeros estrenos de sus películas en Francia) se ve reflejado en tres espejos. Me mira desde el espejo central. ¿En cuál de ellos se encuentra realmente? Puede que en los tres, puede que en ninguno. Ignacio está en todas partes. Me explica que mientras toca se siente dentro de la pantalla, entre el público y en su piano. ¿Dónde está Ignacio? ¿Dónde está Keaton?
Le imagino a mi lado, mirándose mientras toca. ¿Qué debe estar viendo?
Ignacio se pasea por las teclas con la fluidez del que se deja caer al abismo, podría parecer que le queman las yemas de los dedos. Se quita la americana y sube la temperatura. No tiene importancia si toca en la Cinémathèque, en el Limonaire o en el Flaq Bar de la rue Quincampoix, Ignacio siempre es Ignacio.
Hace dos años que dice que hace quince que vive en Francia. Una media sonrisa se dibuja en sus labios, “decía que había venido por tres motivos”; levanta el dedo pulgar de su mano izquierda: “primero, la música; segundo, la mayoría absoluta del PP”; sube y baja los ojos, “y tercero, por una chica”. Me vuelve a mirar a los ojos. “En este orden, ¿en particular?”, le interrumpo. Sonríe, negando con la cabeza. “¿Vas a volver algún día?”, le replico. “Volvería si hubiera necesidad. De momento, estoy bien aquí… mientras no nos eche Marine Le Pen”. Reímos los dos.
Hace casi diez años le llamaron de la Cinémathèque francesa para proponerle componer piezas que pudieran acompañar unos cortometrajes mudos que se almacenaban en la calle Fort de Saint-Cyr, en Montigny, a cincuenta minutos de la sede oficial, en París. La idea consistía en proyectar esas películas, esas pequeñas joyas invisibles para el gran público. Ignacio escribiría e interpretaría su música durante dos días, a razón de tres veces por jornada, en una de las salas de la Cinémathèque. En el barrio de Bercy, delante del público parisino, envolviendo de olvido las imágenes que volvían a la vida. “Componía mucho pero tocaba poco porque no había encontrado la manera de incorporar el elemento de improvisación que buscaba para mi música”. Sin saberlo en aquel momento, Ignacio emprendía un punto de inflexión que terminaría por revelarse esencial. “He tenido fases más complicadas que otras”. La posibilidad de darse un espacio. La ocasión de improvisar para estar pendiente de todos los matices de su música. “Me obligo a escuchar, a estar pendiente”. Ignacio se adentra cada vez más en el laberinto que dibuja, en un irse controlado. El espectáculo está vivo porque no hay guión. Las bases de las melodías (pre)escritas le sirven de flotador. “Es un espectáculo vivo. En colaboración con el proyeccionista”, me interrumpe Ignacio. “Me permite la insolencia de no conocer perfectamente el cine. Puedo acercarme desde otro punto de vista. A menudo, intento huir de los tópicos de lo que esperaría que sucediera como espectador. Eso no significa que no sea divertido tocar rápido en una escena de persecución. Lo más importante es que el público pase un buen rato”.
Sonríe mientras toca porque disfruta, no tiene miedo de su piano. Se abandona a él confiando en que la benevolencia de éste último le conceda la melodía adecuada. Desde el brío que le arroga su apasionamiento, Ignacio ha encontrado el compromiso entre suser profesional y su amateurismo (referido al que ama, por supuesto) musical. También se gana la vida dando clases de música particulares a niños que viven cerca de su casa, en el Xème arrondissement, en pleno Canal de Saint-Martin. “Me causa una alegría íntima muy grande que los niños que vienen a tocar puedan descubrir la libertad y la felicidad que les puede aportar la música. Mi deseo es poder abrirles una ventana al placer único que proporciona la música en el aquí y el ahora, vayan o no a ser profesionales más adelante”.
El público empieza a entrar en la sala. Sébastien Ronceray, organizador de las sesiones dedicadas a los niños en la Cinémathèque y amigo personal de Ignacio, le nombra para que salga a escena. “Et, avec vous, Ignasio Platza”. En la intimidad le llama Natxo. Hay muchos niños, están los padres. ¿Dónde quedará la música de Ignacio? “Quizá me hago viejo (sonríe, burlón). Siento que tengo ganas de grabar un disco”. El eco de las notas que acompañan las imágenes mueren en la mirada de los niños. ¿Volverán a la vida algún día? Aún alcanza a recordar el color y la forma de la gabardina de Costa-Gavras el día que vino a decirle lo mucho que le había gustado su actuación. Su presencia marcó su recuerdo: “Nunca olvidaré su estrechón de manos: firme y directo a los ojos”. Era una de las primeras veces que realizaba un cine-concierto en la Cinémathèque. “También me gusta crear en conjunto. Me gustaría poder entablar un diálogo con el creador de la película que acompaño. Los directores de las películas que acompaño jamás podrán responder a una nota falsa”. Ignacio es puro músculo interpretativo. Me lo imagino en una banda de jazz, detrás de su piano (acaso delante), acompañando a monstruos como Miles Davis o Charlie Parker. Enfrente de su público, dispuesto a interpretar una composición de la que todavía no sabe nada.
El rostro aceituna, bañado en el polvo de luz que desprende la pantalla. Ignacio sabe callar. Los silencios de su piano son tan importantes como sus notas. La música, igual que el cine, nos da la sensación de continuidad espaciotemporal, de que hay algo que sucede mientras nosotros intentamos dar sentido a una realidad discontinua. Llena de instersticios, llena de silencios. Ignacio se pierde en su música, en los momentos de puro instinto. La creación basada en el instante presente. Tengo la impresión que conoce al piano de memoria. “También me gusta ser espectador”.

Le pregunto si le importa que le grabe. Ya hace más de una hora y media que conversamos. En su casa. Me dice que no tiene inconveniente pero que, si le grabo, quizá se va sentir más cortado. Le entiendo perfectamente. Seguimos.
Ignacio no se toma a sí mismo demasiado en serio, casi se diría que disfruta de la levedad que le concede la no-gravedad de sus manos. De todos modos, intuyo que no siempre fue así. Pasó su infancia y adolescencia en Manoteras, un barrio obrero, al norte de Madrid. El deseo, hirviendo en su interior, por llegar a ser la persona que era. Recuerda con ternura a las personas que le acompañaron en ese tiempo que ya no es: “De allí me quedo con la libertad callejera que se respiraba y que, con el tiempo, me ha acabado influenciando en mi manera de tocar”. La llegada a Francia sería decisiva para Ignacio, tanto a nivel personal como para su música: “Aquí he sentido el espacio para hablar de beauté. Es algo natural, reina la fluidez”. Es un revolucionario porque busca ser la persona que es, sin más pretensión que la de vivir en su tiempo, que es lo mismo que decir que es un hombre de todos los tiempos.
En la última noche de los museos, en Angoulême, tuvo la oportunidad de participar en una performance de improvisación con el pintor Miroslav Sekulic-Struja. Delante de algunas de las obras de la colección permanente del museo de la ciudad, Ignacio interpreta los primeros compases de un espejo sin reflejo. Miroslav toma el pincel. En el salón de la casa de Ignacio, la portada de un libro dedicado a la obra de Francis Bacon. Bacon interrumpe esta anécdota: “No dibujo. Empiezo haciendo todo tipo de manchas. Espero lo que llamo ‘el accidente’: la mancha desde la cual saldrá el cuadro. La mancha es el accidente. Pero si uno se para en el accidente, si uno cree que comprende el accidente, hará una vez más ilustración, pues la mancha se parece siempre a algo. No se puede comprender el accidente. Si se pudiera comprender, se comprendería también el modo en que se va a actuar. Ahora bien, este modo en el que se va actuar es lo imprevisto, no se lo puede comprender jamás”.
Ignacio ha conseguido conciliar, por fin, sus dos universos paralelos: el del de un conocimiento enciclopédico, a la Chick Corea, y el de un intuitivo Thelonius Monk. “Hablo en presente. Es tan fácil hablar en presente cuando se trata del pasado”, decía el Molloy de Beckett. Ignacio navega ya en la serenidad de su arte. “No soy un revolucionario, aunque creo en la revolución. Es vital para cambiar las cosas. Hay élites pequeñas que disponen de mucho poder”. Ignacio es un hombre que mira a los ojos. “No soy propietario de nada. Solo poseo mis instrumentos”.
Se le caen las partituras en el aire. Las recoloca de forma horizontal. Sigue tocando. Ahora estamos en el bistrot de Limonaire, a unos minutos andando desde el Folies Bergère. Hoy le acompaño a un cine-concierto organizado por la asociación Braquague, dirigida por sus amigos Ronceray y Francesca Veneziano. Hoy acompañará el Nosferatu de Murnau, junto a Karsten Hochapfel, un violonchelista al que conoció en el Festival de Anères, festival de cinéma muet et piano parlant. En este mismo momento la sombra de Max Schreck sube las escaleras, dentro de la pantalla.
Otro de los autores que flota en el imaginario de Ignacio es Ernesto Sábato. Sábato toma la palabra: “Muchas veces me ha sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las películas que en la realidad… Al ser humano se le están cerrando los sentidos, cada vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo que no tiene la iluminación de la pantalla, ni oímos lo que no llega a nosotros cargado de decibeles, ni olemos perfumes. Ya ni las flores los tienen”. El grupo de música de Ignacio se llama Sobre Sordos. Aquí también canta sus propias composiciones. Trabaja junto a sus buenos amigos Giustino De Michele, que compone y canta todos los temas junto a Ignacio; y Damien Serban, que se encarga de los audiovisuales, algo que no deja de ser muy interesante, puesto que la música de Sobre Sordos incluye imágenes en sus conciertos. Volvemos al ejercicio del principio, solo que en sentido inverso. Los Sobre Sordos se presentan como un grupo que explora los imaginarios de seres perdidos, desorientados, que se alojan unos pasos alejados del mundo que les rodea. La felicidad de Ignacio es inmensa por poder trabajar junto a sus compañeros: “Son un equipo de ensueño”. Además, colaboran en el grupo varios músicos cuyos nombres copan la escena musical francesa y europea: Bartolomeo Barenghi y su inseparable guitarra, Matteo Pastorino y sus clarinetes, Hugues Mayot al saxofón, el fagot de Sophie Bernado, Fidel Fourneyron y su trombón, la flauta de Jocelyn Mienniel, el trompetista Aymeric Avice, el contrabajo de Simon Drappier, Clément Petit al violonchelo, Sylvain Rabourdin con su violín y Elsa Birgé a las voces, al lado de Giustino e Ignacio. Aún resuenan los ecos de una de las canciones que interpretaron en el pasado concierto: “Caen en la hierba los restos del tuerto, cubiertos de barro y de hojas crujientes”.
El concierto ha terminado. La linterna mágica se apaga. Ignacio sale de la sala y solo queda el vacío de la pantalla oscura. Todavía resuenan los ecos de la música que ha tenido lugar. Se va con las personas que han estado presentes. ¿Adónde irán? ¿Volveremos a escucharlas?
Meses más tarde, le veo paseando cerca de su casa. Anda por la orilla del Canal de Saint-Martin. Nos saludamos y siento que este artículo vaya a terminar ahora.
Entonces recuerdo uno de los intertítulos más bonitos de Nosferatu, el mismo que hacía las delicias de los surrealistas:
“Y cuando cruzó el puente, los fantasmas vinieron a buscarle”.
Ignacio sonríe.
¡Jooo qué emocionante entrevista!
Un artículo precioso: emotivo, cargado de sinceridad poética tanto del autor como del entrevistado, y con adecuadas pinceladas académicas y teóricas que hacen del retrato de Ignacio Plaza, con su voz consciente y su búsqueda artística, social e ideológica, un punto de amarre entre el pasado y el futuro, que va más allá de la música y el músico.
Soy un gran admirador de Nacho y he tenido la posibilidad de escucharle tocar y hablar muchas veces. Es un placer ser su espectador; es un placer que existan músicos que hablen ‘sobre sordos’.
Gracias por este artículo. Gracias por la música.
Mientras leía esta intensa crónica, Ignacio me miraba a los ojos…