
En SomAtents creemos que el amor es una parte esencial del ser humano, a través de la cual montamos nuestras vidas. El amor está detrás de todo interés social. O queremos creer que, al menos, debería estarlo. Entendemos que, si no nos queremos a nosotras mismas, no hay manera humana de establecer vínculos afectivos y, así, de crear comunidades movidas por intereses comunes. Pero querer es cada vez más difícil: la sociedad mutila la naturalidad de la afectividad con las demás y con una misma, hasta el punto que (no poder) amar se llega a convertir en un negocio gracias al cual algunas personas ganan ingentes cantidades de dinero. La hipersexualización, las barreras legales, el amor negado se contraponen a la consubstancialidad afectiva del ser humano. Ante este panorama, en un momento de desmemoria —en el que aún no se han superado las normatividades patriarcales y los hombres no lloran y las mujeres tienen miedo cuando, de noche, vuelven solas a casa—, planteamos la revolución. El tiempo del amor es lento y se construye con dignidad, decencia y orgullo. En SomAtents recuperamos el amor como motor necesario para la sociedad, como herramienta de empoderamiento, como aquel camino que une los recuerdos inocentes de la adolescencia con la conciencia y el compromiso de la vida adulta.
Permitidnos, lectores y lectoras, que en este editorial que abre el segundo monográfico de SomAtents —que como habréis entendido versa sobre el amor— crucemos una línea a la que rendimos la mayor de las pleitesías: la línea de la ficción. Nadie en el colectivo tiene constancia de que lo que sigue haya ocurrido tal y como lo explicamos, pero todas sabemos que bien podría haber ocurrido.
***
La manifestación empieza en el local de la asociación de vecinos del barrio. Los habitantes de estos bloques recorren juntos las calles y se la juegan delante de la policía del régimen. Todo para exigir que les instalen el alcantarillado. No parecen tener miedo y, si lo tienen, queda sepultado por la necesidad de vivir como personas dignas, por el orgullo del ser humano. Al fondo, en el descampado, ajenos al tumulto, dos niños juegan a la peonza entre coches desvencijados. Son felices.
—Mira, mira, mira, mira —la peonza a duras penas gira en el suelo pedregoso.
—No tienes ni idea, nen, así no se hace —el otro niño agarra la peonza e intenta montarla con su propia cuerda. El dueño de la peonza se enfada y le manda una bofetada. Los críos se lían a hostias, se revuelcan por el suelo, ruedan formando una nube de polvo y acaban embarrados hasta las cejas. Se miran y se descojonan.
No pasa nada. Son cosas de críos. Mañana quedarán a la misma hora en el mismo sitio para hacer bailar la peonza juntos y fumar cigarrillos a escondidas. Algunos de los manifestantes pasarán la noche en el calabozo.
***
Diez años después, los vecinos siguen movilizados. Sostienen que la dignidad no se consigue en dos días, que primero hace falta establecer vínculos afectivos sólidos y, después, pasar de la comunidad a la sociedad. No, no son dos días. La plaza también ha cambiado y su nombre ya no rinde homenaje a un militar sublevado. El Ayuntamiento ha montado un par de columpios de hierro y un tobogán. Están recién instalados, pero ya parecen viejos y oxidados. Desaparecieron los coches abandonados y, en su lugar, hay jeringuillas usadas. Los críos de la peonza ya han perdido la inocencia y están a las puertas de la conciencia.
—Nen, creo que desde hace poquito tiempo puedo hacer algo que antes no.
—¿El qué?
—Construir el relato de mi vida.
—Hostias, no estoy preparado para una charla de este nivel.
—Con 15 años da gracias si puedes despegar la boca de la litrona para decir algo con sentido. Además, ¿de qué vas a hablar, con esa edad, de cómo te la meneas?
—¿Quieres escribir tus memorias o qué? Te hago el prólogo, 10.000 pelas la página, precio de colega.
—Cómemela.
—Eso no vale tanto, 1.000 pesetas como mucho.
—Barato te vendes. Va… lo digo en serio [y ríen]. Ahora ya puedo mirar atrás y hacer balance de las primeras decisiones importantes que he tomado.
—¿Y qué, qué tal te ha ido? ¿Has decidido lo correcto?
—No sé, supongo que a veces sí, y otras, no. Pero eso no es lo importante.
—¿Entonces?
—Lo suyo es que conserves la dignidad del adolescente pajillero, pero limpio de espíritu.
—[se descojona] Va, venga, ¿qué mierdas dices?
—En serio, te lo digo en serio. Si no somos dignos, pero dignos con uno mismo, vamos aviados. Yo qué sé… Creo que estamos hechos para vivir en comunidad, apoyarse y todo eso… Mira tu madre, justo. Igual que tu madre.
—Mariconadas. Mira, tío, paso.
***
Casi diez después, la plaza vuelve a estar en obras. Es la fiebre olímpica de las obras. Un lavado de cara a nivel metropolitano. Aquellos manifestantes en blanco y negro ya son demasiado mayores, han pasado el testigo. Pero no se trata solo de que sus hijos agarren ahora las pancartas. Hay quien entiende que el relevo generacional, además de a la acción, remite a los sentimientos. Aquellos dos críos se encuentran, ya son adultos. Ya han construido sus vidas:
—Hostias, tete, dichosos los ojos. ¿Cuánto hace, diez años?
—Sí, no sé, por ahí. Perdona, tengo prisa.
—Coño, es verdad, tu madre… me enteré ayer. Qué tonto soy, lo siento mucho, todo el barrio la adoraba. Se hacía querer. Todos aprendimos de ella.
—Sí, lo sé. Era muy mayor, no pasa nada.
—Ya, ya… en fin. ¿Qué haces, de qué trabajas ahora?
—Bueno, en una caja de ahorros, soy el tesorero.
—¡Vaya! No te debe ir nada mal. ¿Y cómo has acabado en un banco? ¿Tú no habías estudiado Derecho?
—Sí, bueno, es una caja, no un banco… A ver, es una historia muy larga. Y tú, ¿qué haces?
—Profesor. De EGB. Aquí al lado, en el…
—Claro, cómo no… supongo que hay que tener vocación para eso. Bueno, hasta luego, tengo prisa.
—¡Deberíamos vernos más a menudo!
Ya estaba demasiado lejos para contestarle, pero no para oírle.
***

Ahora la plaza es dura, de esas que han olvidado la tierra bajo el cemento. Han cambiado los bancos antiguos y en los nuevos ningún mendigo podría pasar la noche. Ellos dos están sentados en dos de los bancos separados, ya tienen canas y, a veces, cuando no se oyen del todo bien, acaban pensando que tienen más recuerdos que futuro. Preside la plaza una escultura monolítica y fálica.
—¿Por qué hemos quedado aquí?
—¿No sabes dónde estamos?
—No.
—¿Cómo no lo vas a recordar?
—No.
—Mira allá al fondo, detrás del Mercadona.
—¿Qué quieres de mí?
—¿No ves ese edificio, ese, el que parece una caja de cerillas?
—(…)
—Bueno, todos parecen cajas de cerillas, vale. Pero ya sabes cuál te digo. Claro que lo sabes. ¿Cómo no lo vas a recordar?
—No me apetece recordarlo. No éramos nadie allí.
—Y una mierda. Somos lo que ahí fuimos. Vamos, tete. ¿No te acuerdas de lo que fue tu madre para este barrio?
—Eso no era vida ni era nada. No era digno.
—¿Digno? La dignidad es lo primero que me enseñaron esos bloques.
—Si tanto te gustan, ¿por qué ya no vives ahí?
—Qué tendrá que ver… lo importante es que no reniego… como tú.
—Yo solo he ido hacia adelante.
—¿Ah, sí? ¿Adónde has llegado?
—Donde me ha salido de los huevos.
—Pisando a los demás. ¿Qué has conseguido? ¿Qué piensas cuando te despiertas por la mañana, en serio te sientes… digno?
Dos niños ecuatorianos llegan a la plaza y se ponen a jugar con una peonza de plástico que emite luces y gira de maravilla en un suelo pulido de cemento.
—Hostias, tete… ¿te acuerdas?
Silencio.
—Sí —y arranca a llorar.