
— El 15 de diciembre se cumplieron 25 años del asesinato, a sangre fría, de un tiro a quemarropa, de Pedro Álvarez Peso, en l'Hospitalet de Llobregat
— Un policía nacional de l’Hospitalet fue detenido y puesto en libertad días después. La familia de la víctima pide justicia ante un crimen que conmocionó a la Barcelona postolímpica
1. Flores en la Florida, 15/12/17
Como cada 15 de diciembre, Mari Carmen Peso y Juanjo Álvarez salen de su casa en la Verneda a primera hora de la mañana. El día amenazaba lluvioso, pero ha salido el sol y no hay ni una nube. Hace un calor extraño, anacrónico. Juanjo se quita la chaqueta. En la camiseta que lleva puesta se lee el nombre de su hijo y la fecha de su asesinato. Cogen un bus que les deja en la puerta de Floristería Navarro, compran ramos y coronas de flores. Llaman a un taxi, meten las flores y las coronas en el maletero. Son muchas, abultan mucho:
–Avenida Catalunya, 96. En l’Hospitalet de Llobregat.
A su llegada, casi un centenar de personas espera. Mari Carmen y Juanjo tardan unos cuantos minutos en saludar a todas las presentes. Lo hacen sin prisa, dando dos besos y agarrando a la gente de los hombros cuando les besan. Se nota que a algunos hace tiempo que no los ven. Para ellos, los 15 de diciembre son jornadas de protesta, de lucha y de rabia, pero también el día del año en que se Mari Carmen y Juanjo se reúnen con sus familiares, amigos y compañeros. Mari Carmen explica con cariño que su sobrino de Motril (de donde es ella, Juanjo nació en Barcelona) les ha enviado una de las coronas de flores más grandes y bonitas: “tus primos no te olvidan”.
Aunque se les ve fuertes y decididos, Mari Carmen traga saliva cuando algún recuerdo le pasa por la cabeza, y a Juanjo se le encienden los ojos cuando, mirando al otro lado de la calle, parece ver lo que nadie ve.
Cuando se colocan las flores en el árbol nadie realiza ninguna plegaria, ni suena el Cant dels Ocells, ni siquiera hay silencio. Solo se oye el despegarse de la cinta adhesiva, y el volverse a enganchar, esta vez rodeando infinidad de flores de todos los colores.
Al terminar, una sola consigna:
“Pedro, hermano, nosotros no olvidamos”.
Es mediodía de un 15 de diciembre de 2017, pero el sol dibuja unas sombras alargadas, tétricas, casi crepusculares en la acera de la avenida Catalunya de l’Hospitalet.

2. Allá donde está oscuro y de donde vienen los gritos, 15/12/92
Veinticinco años antes, a finales del 92, esta parte de la Avenida Catalunya está al raso, sin grandes edificios que tapen el viento. Hace frío, y no hay mucha gente por la calle. El alumbrado público es más deficitario que hoy en día. Luces ténues, amarillas, mortecinas.
A un lado, el del mar, hay un vasto descampado en que los coches aparcan con cierta anarquía. El Ayuntamiento ha tenido a bien pintar en el suelo un tablero de ajedrez gigante. Mi hermano y yo aún le llamamos hoy en día a esta especie de parque, “el de la insolación”, debido a la ausencia de sombras ya sean artificiales o naturales. Y al fondo, la línea de trenes de cercanías de Vilafranca, que algunos centenares de metros más allá se une a la de la costa, urdiendo así la cremallera de desconexión más insalvable en la ciudad de l’Hospitalet de Llobregat.
Al otro lado de la calle, en el lado montaña, hay un club de petanca. Con la oscuridad de la noche apenas se distingue nada más allá de la verja, pero durante las mañanas, sobre todo las de los domingos, la cosa cambia. Los abuelos lanzan el boliche –pequeño, de madera, pintado de colores– con aparente desdén, y luego lanzan las bolas –grandes, pesadas, algunas con la misión de quedarse cerquita del boliche, otras veces con la intención de apartar las bolas del equipo contrario– dibujando una parábola precisa y bellísima con el brazo. Otros abuelos, en cambio, juegan al dominó. Y, otros, ni una cosa ni otra, sino que prefieren tomarse unos quintos y quedarse de pie, observando a los demás jugar.
De esos últimos –de los que mira con una mano en el bolsillo y en la otra un quinto de Mahou y un Marlboro–, de esos es mi padre. El plan es el mismo cada domingo por la mañana. Mis hermanos, mi madre y yo vamos a buscar al papa a la petanca, que está a 200 metros de casa. A mi madre no le hace demasiada gracia entrar ahí, “lleno de tíos na más que bebiendo”, así que cuando llegamos a la puerta, o me manda a mí o a alguno de mis hermanos a buscarle. Cuando entro yo, me quedo fascinado –cierto es que no tengo ni diez años– al comprobar cómo los jugadores de dominó adivinan las seis fichas de sus rivales nada más descubrir su primera jugada.
Zapatos cómodos para unos pies jubilados y cansados, pantalones de pinza, camisas holgadas –pero ajustadas dentro de los pantalones– con estampados a rayas y los últimos botones abiertos (asoman, curiosos, unos cuantos pelos blancuzcos). Boina a cuadros, palillo en la boca. Cojo de la mano a mi padre, la estiro hacia abajo, hacemos tiempo para que un experto jugador coja un cinco doble de entre sus fichas y lo coloque en la mesa, ¡pam!, con un sonoro golpe que hace tintinear dos quintos. Mi padre tira la colilla de un Marlboro al suelo y salimos de la petanca. El ritual nos lleva a echar el vermut al bar La Perdiz, regentado por unos paisanos jienenses de mis padres. A dos calles de ahí. Cochinillo, morro frito, calamares a la andaluza.

***
Pero de noche, ese punto del barrio –Avenida Catalunya, entre las calles Bòbiles y Alegría– no tiene, ni de largo, la misma vida.
La noche del martes 15 de diciembre de 1992 la vecina de la Avenida Catalunya E.S.S. se alerta y sale a su balcón. Al mismo tiempo, y a pie de calle, tres clientes del bar bodega El Tropezón se levantan de sus sillas.
Han oído un frenazo, gritos. ¡PAM!. Cristales rotos. Más gritos. Los cuatro miran allá dónde está oscuro y de donde vienen los ruidos, pero no reconocen ninguna cara. E.S.S., desde su balcón, que está a unos 30 metros, ve una silueta, pero de espaldas.
De donde está oscuro y vienen los ruidos sale corriendo Yolanda S.T., de 19 años, vecina del barrio. Corre hacia la parada de metro de la Torrassa. Pide auxilio.
Un coche blanco sale quemando rueda de la oscuridad y se pierde. Pareciera que para siempre. Ningún testigo puede apuntar la matrícula completa.
Unos metros más allá, dentro de otro coche, aparcado, con un cristal roto, encuentran una bala.
En la oscuridad, yace un cuerpo con un disparo en la cara. Al lado, reluce con un destello apagado el casquillo de la bala.
El conductor del coche blanco ha asesinado a Pedro Álvarez Peso, vecino de la Verneda, de 20 años de edad, descerrajándole un tiro a quemarropa.
Ataúd con tapa.
Yolanda y Pedro celebraban esa noche su cuarto aniversario como pareja.
El conductor del coche, el asesino de Pedro, sigue libre, 25 años después. La persona que le acompañaba en el asiento del copiloto y el asesino son no-personas. Gentes sin nombre. Culpables sin cargos.
Y siempre, durante los siguientes 25 años, grafiteado en alguno de los muros de las calles del barrio, o en pegatinas en las escaleras mecánicas del metro de la Torrassa; o en los carteles enganchados encima de propaganda de partidos políticos; veías el mismo rostro, el de Pedro Álvarez Peso, y un lema, que cambia año tras año, pero que siempre ha buscado lo mismo: justicia.
1 año sin Pedro Álvarez
2 años sin Pedro Álvarez
3 años sin Pedro Álvarez
4 años sin Pedro Álvarez
5 años sin Pedro Álvarez
6 años sin Pedro Álvarez
7 años sin Pedro Álvarez
8 años sin Pedro Álvarez
9 años sin Pedro Álvarez
10 años sin Pedro Álvarez
11 años sin Pedro Álvarez
12 años sin Pedro Álvarez
13 años sin Pedro Álvarez
14 años sin Pedro Álvarez
15 años sin Pedro Álvarez
16 años sin Pedro Álvarez
17 años sin Pedro Álvarez
18 años sin Pedro Álvarez
19 años sin Pedro Álvarez
20 años sin Pedro Álvarez
21 años sin Pedro Álvarez
22 años sin Pedro Álvarez
23 años sin Pedro Álvarez
24 años sin Pedro Álvarez
“25 años sin Pedro Álvarez…
…asesinado por un policía”. Esta ha sido tradicionalmente la segunda parte del lema. Sin embargo, tal extremo no ha podido ser nunca demostrado judicialmente.
Yolanda huyó de la escena del crimen y se dirigió a la comisaría de policía de l’Hospitalet. De su primera declaración, y de la de los demás testigos oculares, recogidos inicialmente por los funcionarios de la Jefatura de Policía de L’Hospitalet –comandada por el Comisario Jefe Carlos Llorente Sánchez– se obtienen la única relación testimonial de los hechos: Yolanda y Pedro cruzaban la calle oscura, casi les atropella un coche blanco con un alerón en el capó, ocupado por dos personas. Tras el frenazo, el conductor sale del coche, increpa a Yolanda, Pedro se encara con él, el conductor del coche blanco le reduce, le apunta con un arma…
En la declaración inicial se recoge que la muerte de Pedro se produce por un arma modelo PK, la misma que utilizan las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado. Y que el vehículo del asesino era de color blanco, matrícula de Barcelona, y que su matrícula contiene los dígitos 5,7 y 9, a tenor de lo que Yolanda pudo distinguir, entre tanto ruido y tanta oscuridad.
Al día siguiente del asesinato, detienen en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona (Vía Layetana) nada más llegar a trabajar, sobre las 3 de la tarde, a José Manuel S.F., funcionario de policía destinado en la Prefectura Superior de Barcelona. José Manuel era propietario de un Opel Vectra, matrícula B-3519-KV, blanco, con un alerón en el capó. Además, coincidía con la descripción física aportada por Yolanda. S. T. La policía le requisó su arma reglamentaria, una Star modelo PK; y en su casa (a quilómetro y medio del lugar del asesinato) encontraron un revólver de marca Astra del calibre 38 y diversas fundas y cajas de munición del calibre 9 mm.
El policía acusado ingresó en los calabozos de la Guardia Urbana de l’Hospitalet el 16 de diciembre, en situación de prisión preventiva comunicada y sin fianza. El día del entierro de Pedro –cuenta su padre, Juanjo– llamaron a dependencias policiales a Yolanda. Tras más de quince horas de espera, pasó a una sala con un cristal. Durante la primera rueda de reconocimiento, Yolanda señaló a José Manuel. Pero, en las siguientes, no.
José Manuel negó las acusaciones y expuso como coartada que durante los hechos se encontraba en su domicilio de l’Hospitalet con su mujer.
El acusado dispuso de abogado desde poco después de ser detenido. La familia de Pedro Álvarez Peso, sin embargo, tardó casi una semana. Tardaron tanto por la devastación, la rabia por saber que era un policía el acusado y el desconocimiento de los procesos para tener uno, explica Juanjo.
Nunca se descubrió la identidad de la mujer que acompañaba en el coche al asesino. La policía interrogó a dos mujeres, que declararon conocer a José Manuel, pero en ningún caso haber estado con él aquella noche.
El día 23 de diciembre de 1992, la juez de instrucción del Juzgado nº5 de l’Hospitalet, Maria José Magali Paternostro, decreta la libertad provisional sin fianza del acusado. En 1995, la sección novena de la Audiencia Provincial de Barcelona acuerda el sobreseimiento provisional de la causa. Se aporta que los reconocimiento físicos, fotográficos y de voz por parte de Yolanda; así como la pericial de balística; la intervención telefónica del acusado; el registro de su casa; e incluso una prueba hipnótica a la que fue sometida Yolanda; todas esas diligencias habían resultado negativas y no concluyentes.
A partir de entonces, el caso ha sido abierto y archivado distintas veces, comportando en muchas ocasiones promociones o ascensos de quienes habían estado relacionados con las investigaciones –todas acabaron en nada– o con las decisiones judiciales, apunta, suspicaz, Juanjo Álvarez.
A finales de 1997, incluso, el policía acusado se querelló contra el Comisario Jefe del Cuerpo de Nacional de Policía de Hospitalet –Carlos Llorente Sánchez– y el Jefe Superior de Policía de Barcelona –Enrique de Federico–, acusándolos del delito de prevaricación por haber detenido de manera supuestamente infundada a José Manuel S.F. por el asesinato de Pedro Álvarez Peso.
Tras veinticinco años de lucha, de memoria, y de búsqueda de la dignidad y la justicia, lo único que podría desencallar este asunto sería una declaración de confesión del asesino o una declaración de la mujer sin identificar que lo acompañaba. Si es que aún viven.
Yolanda S.T., por su parte, se mudó a otra ciudad años después, reconstruyendo su vida. Evitando el recuerdo o, como mínimo, intentándolo. Su testimonio dejó de servir para aclarar el caso.
Los siguientes domingos de mi infancia, cuando recogíamos a mi padre de la petanca, veíamos el árbol junto al que asesinaron a Pedro Álvarez Peso decorado con flores. Y años después; cuando ya por fin para mí ir a echar el vermut con mis padres el domingo comportaba realmente beber alcohol y no fruco; cuando ya no existía la vieja petanca con sus boliches y sus bolas, sino un edificio de viviendas protegidas enorme, con la ropa colgada en el poco espacio que dejan las ventanas, mucho mejor alumbrado que hace 25 años; cuando pasaba por ahí me paraba siempre a leer la placa de la que Juanjo dice: “Me preocupé de que el ayuntamiento –me contaría diez años después– la pusiese antes de que entrase nadie a vivir”. Para que los nuevos vecinos supiesen qué es lo que había pasado desde su primer día durmiendo ahí.
La lástima para la familia de Pedro es que en la placa no pone el nombre del cabronazo que lo asesinó.

“Aquí va ser assassinat Pedro Álvarez Peso. Ni oblit ni perdó”
“Hasta que este –Juanjo se señala el cerebro– y estas –ahora las piernas– me respondan, yo no pararé hasta meterlo en la cárcel”, dijo Juanjo Álvarez, emocionado y rubicundo, el 1 de octubre de 2016 en el Ateneu La Base del Poble-sec de Barcelona. Fue durante el pase del programa televisivo Al filo de la ley que Pedro Costa grabó meses después del asesinato, y que se tenía que emitir en Antena3, presentado por Rosa María Mateo.
Tal documento nunca se vio en la tele –la dirección de la cadena prefirió suspender el programa–, pero Juanjo montó pases durante todo el año pasado por diversos centros sociales de Barcelona y cercanías para darlo a conocer, todo enmarcado en los actos de la exposición itinerante sobre el asesinato de su hijo que culminan el 15 de diciembre de 2017, coincidiendo con el 25 aniversario.
El documento que visionamos en La Base contiene escenas difíciles de digerir. En la más sensacionalista de todas y ante el pasmo de la familia que está siendo entrevistada por la periodista, el programa pasa a contar con la presencia de José Manuel S.F., que defiende su inocencia con la voz modulada y silueteado, en un cuarto muy oscuro, contiguo al plató.
Los momentos de tensión se arrastran hasta que la familia decide abandonar la grabación, visiblemente afectada por la presencia del policía.
Durante toda la proyección, Carmen resta en la parte exterior del local, mirando a la calle, sin ningún interés en recordar las escenas relatadas.
Obviamente, duele, jode, te come por dentro, y te arranca las ganas el hecho de sobrevivirle a tu hijo. Y si lo han asesinado y la persona que lo ha hecho sigue libre, y sin pagar por ello, a Juanjo y a Carmen eso no les deja vivir en paz. Juanjo no ha pronunciado nunca delante de mí el nombre del policía acusado –siempre le llama “el elemento en cuestión” o “ese individuo”– y Carmen parece sentirse más cómoda en un segundo plano, hablando poco, sobrellevando su carga.
Para conseguir que se reabriese el caso, en 1996, Juanjo recogió más de 5.000 firmas y pasó unos meses en huelga de hambre.

Año tras año ha pedido explicaciones a los alcaldes de L’Hospitalet o de Barcelona, presidents de la Generalitat y presidentes del Gobierno que han ido pasando en un cuarto de siglo. Silencio administrativo o buenas palabras. Nada más. Manifestación cada 15 de diciembre que acaba en Sant Jaume. Un año incluso les nevó, recuerda Mari Carmen Peso, minutos antes de colgar ramos y coronas de flores en el árbol donde asesinaron a su hijo, pero se manifestaron igualmente centenares de personas. La primera vez que le abrieron las puertas del Ayuntamiento de Barcelona al término de la manifestación fue en 2015. Aprobaron una declaración institucional casi un año después, que no firmaron ni PP ni C’s, pidiendo la reobertura del caso. En el consistorio hospitalense, sin embargo, ni siquiera esos dos partidos pudieron escabullirse de firmar la declaración institucional que se promovió.
El recuerdo y la lucha
Tras veinticinco años de lucha, la familia Álvarez Peso sigue pidiendo la justicia que se les ha negado, sobre el recuero de su hijo asesinado, pero también sobre el recuerdo de los hombres y mujeres muertos (presuntamente o no) a manos de las fuerzas del orden. Para Juanjo, la unión y la solidaridad entre todas las personas afectadas es fundamental y cada vez que coje el micro y pronuncia unas palabras, de su boca siempre sale el nombre de Pedro Álvarez Peso, pero también el de Juan Andrés Benitez, y el de Jonathan Carrillo, o el de Idrissa Diallo, o el de Íñigo Cabacas.
De esta manera, crearon la Asociación Contra los Abusos Policiales y la Plataforma Pedro Álvarez. La lucha de la familia de Pedro es la de una familia mucho más grande: la de la calle. Antes de que arranque la manifestación vespertina, ahora sí bajo un rigurosísimo frío, Juanjo departe con amigos, compañeros, camaradas y familia. Sobre el recuerdo, la rabia y la justicia que no se encuentra en el caso del asesinato de Pedro; pero todos son viejos conocidos, de luchas compartidas, y no tardan en surgir las conversaciones sobre aquella huelga, o sobre aquella otra mani, o el recuerdo de tal asamblea.
Mientras uno de los amigos de la familia lanza las pertinentes consignas, megáfono y carrito de la compra en mano, a Juanjo se le ve perderse por delante de la pancarta de la manifestación. Va repartiendo panfletos, hojas informativas y pegatinas a los turistas o curiosos que miran, atentos, desde las grandes aceras de la calle Pelai de Barcelona. Zapatos cómodos para poder caminar todo el día, pantalones de pana, arreglados de los bajos y la camiseta protestando por la injusticia, puesta por encima de una camisa holgada que asegura por dentro de los pantalones. No les queda demasiado tiempo, la familia ni quiere oir hablar de la futura prescripción del caso.
***
En el número 96 de la Avenida Catalunya, enfrente del árbol de Pedro, pero al otro lado de la calle, un viejo se sienta en un poyo de la acera, mirando hacia lo que antes era la petanca. Siente nostalgia. Un amigo suyo comparte el rato sentado junto a él. Ambos llevan zapatos cómodos, cosa que les ayuda, porque con el azúcar tan alto y la circulación tan jodida, las extremidades se hinchan con el paso de los años. Pantalones de pinza y una camisa lisa, ya sin estampados, pero que no esconde una barrigota cervecera cincelada durante años de dedicación. Ya no fuman, orden directa de la doctora.

–Han vuelto a poner flores nuevas –se quita el palillo de la boca y con esa misma mano, señala al otro lado de la calle– ¿Lo ves?
–Ay, sí –pausa–. Pobre chiquillo…