
— La falta de adaptación de los hogares a las necesidades de la tercera edad hace que muchos mayores de 65 años se desvinculen de la vida social de la ciudad
— Las historias de Tere, Leonor y Andrea reflejan la precariedad económica y de vivienda en la que vive gran parte de los adultos mayores de Barcelona
Es el modelo ‘Peter Pan’. Así lo calificaba durante la entrevista la antropóloga Blanca Deusdad. Cuando veo a Teresa avanzar con su caminador por la calle de Carretes, en el Raval barcelonés, entiendo a qué se refería. En pleno siglo XXI, Barcelona sigue teniendo un modelo de vivienda adecuado a una población joven, sana, que puede subir y bajar escalones, y dicho modelo no contempla que esta misma población quiera, y pueda, envejecer en el barrio en el que se ha hecho mayor.
Tere me ha dicho que tiene que bajar, o subir, 73 escalones para llegar desde su piso a la calle. Su reclamo, esos 73 malditos escalones que le pesan a sus más de 70 años, toma otra dimensión cuando quien lo dice camina lentamente, casi arrastrándose, con la ayuda de un caminador por el centro de Barcelona.
La calle de Carretes es como cualquier otra pequeña vía del Raval, donde las fachadas de los edificios están tan juntas que los rayos de sol apenas tocan los pisos más bajos y donde los transeúntes caminan con cuidado, pues no hay una separación entre la acera y la calzada. Muchos de los edificios son de finales del siglo XIX o principios del XX: construcciones verticales en las que antes, y ahora, se hacinaba mano obra barata, joven, venida de fuera de Catalunya.
Tere arrastra los pies como puede. Ella llegó joven a Barcelona, como tantos otros. A su lado, el butanero con su carreta esquiva las motos y un adolescente se desliza en un patinete por la estrecha acera. Tere continúa en su lucha por avanzar, aunque sea lentamente, con un caminador que pide a gritos un relevo.
Tac, tac. Uno, dos… “¡Uf! Yo así no puedo”, va diciendo… Tac, tac… Uno, dos… Nos saludamos y me dice que la acompañe al bar.
—Es que aquí en la calle no puedo hablar, que me canso.
Cuando entramos al bar, Tere saluda a todos por su nombre: a un camarero y a las otras personas sentadas ahí. Me explica que pasa aquí entre cinco y seis horas casi cada día de la semana. El resto del tiempo se encierra en su casa, que está en un quinto piso de un edificio sin ascensor en el Raval.
En Barcelona, una ciudad vertical, el 15% de las personas mayores de 65 años viven en fincas sin ascensor. Hace ocho años, Tere sufrió una caída al salir del bar donde estamos ahora sentados y eso empeoró aún más su situación. El resultado de ese accidente fue un fémur roto que tuvo que ser operado dos veces y redujo su movilidad considerablemente. Después de eso, estuvo entre tres y cuatro años (ya no se acuerda) sin salir de casa.
—Me daba vergüenza que me vieran con esto… —señala el cacharro, como llama al caminador—. La gente me decía: “¡Pero tienes que bajar! ¿A ti qué te importa que te pregunten?” Pero yo no quería. Y ese tiempo se ve que lo he perdido y me ha hecho daño. Ese tiempo estaba en el sillón…
—¿No viste a nadie en tres años? ¿No bajaste ni un día?
—Bueno, subía gente a verme, alguna amiga… Las que me conocían venían a mi casa, a ver cómo estaba y por qué no bajaba. Si hubiera tenido una planta baja, habría abierto la puerta y habría ido andando con este cacharro poco a poco. No hubiera estado encallada tanto tiempo.

Recuerdo las palabras de Blanca Deusdad, antropóloga de la Universitat Rovira i Virgili (URV). Conversé con ella vía Skype. Ella, en Tarragona. Yo, en Barcelona. Rápidamente llegamos al centro del asunto: la precariedad de vivienda en la tercera edad es un problema estructural del modelo de ciudad.
—Se han construido las ciudades con un modelo Peter Pan —me dice.
¿Peter Pan?
Miro por la ventana, y lo que veo son los edificios del Raval, viejos y con la pintura desgastada. No me transportan para nada al País de Nunca Jamás.
—Es decir, se ha hecho vivienda para gente joven sin tener en cuenta que esta población puede envejecer. Y no hay mecanismos para envejecer en el hogar, no se ha apostado por ello.
El problema de la vivienda en la vejez no es una cuestión aislada, es un dilema estructural del modelo de ciudad que se ha construido. En Barcelona, las personas mayores de 65 años representan el 21% de la población. Un porcentaje que desde 2008 a 2014 aumentó cuatro puntos y una tendencia, el envejecimiento de la población, que sigue en alza.
Deusdad cree que este crecimiento de la población de tercera edad no se ha visto reflejado en una mayor adaptación de las viviendas. “En los años de bonanza económica había muchas más ayudas para la restauración y adaptación de fincas. Ahora parece que eso quiere volver…”.
El último programa de adecuación de pisos de gente mayor lo realizó la Diputación de Barcelona en 2012 y 2013, a partir del cual se reformaron 850 pisos de toda la provincia.
En 2015, el Ayuntamiento de Barcelona apuesta por las viviendas asistidas.
En la plaza de Sant Jaume los turistas se amontonan y hacen fotos de los dos grandes edificios que ven ahí. Uno de ellos es el Ayuntamiento, donde me encuentro con Josep Maria Montaner, concejal de vivienda de Barcelona, quien asegura que “ahora mismo hay mil doscientas viviendas asistidas para gente mayor en la ciudad y se están haciendo más, pero son insuficientes”.
Mil doscientas viviendas para 88.723 personas de tercera edad que viven solas, es decir, el 25% de las personas mayores de 65 años.

El Consorcio de Vivienda del Ayuntamiento de Barcelona pone en marcha cada año ayudas a la rehabilitación de edificios, aunque sin el objetivo específico de beneficiar a las personas de la tercera edad. “Debería haber ayudas a la rehabilitación de pisos para jubilados, pero aún estamos dándole vueltas a la idea. Hace falta ver el coste…”, señala Montaner. En 2015, el Ayuntamiento adjudicó 591 ayudas a la rehabilitación, que favorecieron a un total de 9.622 viviendas.
Por el momento, las políticas de vivienda dirigidas específicamente a la población mayor siguen siendo insuficientes. Montaner echa la culpa a la burocracia, que hace que todo sea más difícil de resolver, sobre todo si se gobierna en minoría. Aun así se atreve a hacer algunas apuestas: “Se me ocurre que una parte del alquiler social fuera para gente mayor, crear una lista específica para ellos. Rehabilitar algunos pisos vacíos o de los que podamos conseguir de alquiler social municipal para dar preferencia a este colectivo. Pero son cosas sobre las cuales aún estamos dando vueltas, es necesario ver el coste…”.
En 2014 se rehabilitaron 123 edificios, que beneficiaron a más de 1.900 viviendas. La vivienda de Tere no fue una de ellas.
Cuando salimos del bar, la acompaño hasta su piso. Después de subir los cinco pisos, tengo que detenerme un momento a recobrar el aliento mientras ella busca las llaves de su casa.
El piso de Tere es minúsculo. En la sala, apenas hay espacio para movernos y Tere tiene que maniobrar con su caminador, del que no puede soltarse porque se cae. Me lleva a ver la habitación donde están la cama y el balcón; sin duda, para Tere, lo más importante del piso. Entre estas cuatro paredes pasa horas y horas sentada en una silla o estirada en la cama o de pie, siempre sostenida por “el cacharro”.
—Cuando estoy en la cama lo que me dan ganas es de levantarme e ir al balcón, porque no puedo estar allí. Y luego vuelvo a la cama y no me puedo dormir, porque la cabeza no para… No paro de pensar en la calle.
Las palabras de Tere me recuerdan a la reflexión de Blanca Deusdad: “El problema de las personas de tercera edad que tienen una vivienda inadecuada para su poca movilidad es que se produce una desvinculación social y con la comunidad”.
Como si la escuchara, Tere dice:
—Yo nunca he hecho nada malo para que me castiguen de esta manera. Ya que no tengo familia, por lo menos que me dejen hablar con la gente que me gusta, sin tener que estar encerrada arriba porque no puedo bajar. Solo quiero que me dejen vivir contenta los años que me queden.
Tere estuvo tres, cuatro años sin bajar de casa.
Volver a la calle: entre el deseo y la impotencia
Cuando se camina por el Poble-sec, es difícil imaginarse a alguien mayor viviendo en los edificios que tienen en sus bajos algún bar o sala de conciertos. Por donde sea que uno mire hay terrazas, camareros sirviendo gintónics y jóvenes entrando a las discotecas.
El barrio es ahora joven y parece para los jóvenes. Sin embargo, según el Ayuntamiento, en el Poble-sec viven alrededor de 40.278 personas, de las cuales más de siete mil son mayores de 65 años.
Al llegar a la calle de Elkano busco la sede de la coordinadora de entidades del Poble-sec, donde me encuentro con Eva Galofré, quien forma parte de Baixem al Carrer, una asociación que se encarga de ayudar y asistir a las personas mayores que tienen problemas de movilidad.
—Queremos ofrecer una alternativa a todas estas personas mayores que no pueden bajar a la calle y participar del barrio, aunque sus viviendas no se adecuen a las necesidades que tienen.
El mecanismo es fácil: los voluntarios de Baixem al Carrer recogen en sus casas a personas con problemas de movilidad y las acompañan a actividades culturales y de ocio en el barrio.
Baixem el Carrer es, de nuevo, un movimiento ciudadano, barrial, que se ocupa de un problema invisibilizado en los años de bonanza y que, ahora, en un intento de recuperar la vida de barrio no puede ser desatendido. El proyecto surgió después de que las comisiones de Salut y de Gent Gran del Plan Comunitario detectaran un colectivo de personas que raramente participan del barrio por problemas de movilidad. Esas personas, ya con nombres y apellidos, son muchas ancianas y muchos ancianos del barrio.
Galofré me presenta a Leonor, una mujer pequeñita, con el cabello totalmente blanco y un brío que se le escapa por los dedos de las manos, que no para de mover. Voluntarios de Baixem al Carrer ayudaron a su esposo, Vicente, en los últimos años de su vida porque no podía salir a la calle por sí solo.
—La fuerza de voluntad de Vicente era muy grande. Por eso, muchos días bajaba los cuatro escalones entre el principal y el vestíbulo para llegar a la calle. Cogido a la barandilla, con ayuda y con mucha fuerza.

Leonor tiene 81 años y vive en el mismo piso del Poble-sec donde pasaron los últimos años ella y Vicente. “Yo hablo mucho y me quejo de todo y tanto me da, pero a veces he de pararme. Soy demasiado sincera y la sinceridad puede llegar a ser un defecto a veces”, advierte en un tono contundente, como reafirmándose en una falsa disculpa.
—El nuevo ayuntamiento no hará nada, un lavado de cara le dejarán hacer a la Colau, nada más—suelta de repente.
A pesar de que ahora vive sola, todos los días los tiene ocupados con actividades, como baile o yoga, y colabora activamente con Baixem al Carrer. Es una manera de devolver la ayuda que le dieron en su día a Vicente, cuando este casi no se podía mover y le costaba mucho salir de casa. Le pregunto si no pensó en algún momento en cambiar de piso y mudarse a un sitio donde fuera más fácil para Vicente poder salir a la calle.
“Hace años pedí un piso adaptado, pero nos dijeron que las pensiones de los dos superaban el máximo permitido”, me responde. En la última convocatoria, que se presentó en enero de 2015, una de las condiciones para acceder a una vivienda de protección para personas de tercera edad era tener ingresos anuales inferiores a 24.850,47 euros para una persona y 25.619,04 euros en el caso de dos personas. En marzo de ese mismo año se adjudicaron 178 viviendas de cuarenta metros cuadrados, adecuadas para las necesidades de las personas de tercera edad y con problemas de movilidad.
Aun así, Leonor no se vio beneficiada por este programa del Ayuntamiento de Barcelona. Ahora, dice, le sabría mal abandonar el piso. “Todavía puedo sentir la presencia de Vicente aquí”, explica con un brillo en los ojos.
Galofré señala que muchas personas de las que ellos han ayudado han querido mudarse a una vivienda adaptada y no han podido: “Hay gente que se ha tenido que ir porque cuando ha necesitado ascensor ha tenido problemas con los vecinos porque no querían ponerlo por el gasto que supondría. Pero también conocemos personas mayores que han sido presionadas por los mismos propietarios para que se fueran”.

Víctimas subsidiarias de la crisis
En 2008, la ONU calificó como “una vergüenza” los casos de acoso inmobiliario que afectaban a las personas mayores en las ciudades españolas. Un año antes de que el relator de la ONU, Miloon Kothari, hiciera una visita a España, en 2007, sólo en Barcelona se detectaron más de 200 casos, el doble que en 2006.
Desde que Barcelona apostó por el modelo de explotación turística masivo, los casos de acoso de los caseros por deshacerse de rentas baratas ha sido continuo y poco a poco ha aparecido en los medios. Deusdad exponía: “Generalmente las personas de tercera edad tienen alquileres de muchos años con rentas muy bajas. Si un propietario puede sacar 1.500 euros al mes de un piso y tiene un viejecito que le paga treinta euros… lo normal es que el propietario intente especular con esa vivienda”.
Según el Ayuntamiento de Barcelona, en 2015 se han gestionado 25 denuncias de acoso inmobiliario, lo que se conoce comúnmente como mobbing. Casi la mitad de estas denuncias se concentran en Ciutat Vella, donde más se han hecho visibles los efectos del turismo.

En la Barceloneta es fácil percatarse del malestar que ha supuesto esta negociación especulativa por la vivienda en Barcelona. Basta con pasear por sus pequeñas calles y ver hacia algún balcón para encontrar una manta o una pancarta con el lema: “Cap pis turístic”. El barrio ha sido de los que más fuerte se ha movilizado en rechazo a un turismo que los vecinos consideran los están echando del barrio. Movimientos ciudadanos que han tenido respuesta por parte del Ayuntamiento, que este año abrió cuatro expedientes a Airbnb y Homeaway, dos de las principales plataformas en línea para encontrar pisos turísticos, con sanciones de aproximadamente 30.000 euros por promocionar viviendas sin los permisos necesarios.
Cecilia Costa, trabajadora del Plan Comunitario de la Barceloneta, explica que la situación precaria de las personas de tercera edad hace que haya una fuerte presión para que se vayan de su casa. “La propiedad está bastante concentrada, y los propietarios de fincas con rentas antiguas presionan a la gente mayor para que se vaya de sus pisos, muchas veces con mentiras. Dicen que quieren negociar para que la persona se vaya a cambio de una cantidad de dinero, asustándolas y diciendo que igualmente se tendrán que ir, sin contarles que en realidad la ley está de parte de la persona que tiene un contrato indefinido”.
El perfil de las personas, según Costa, que tienen problemas de vivienda usualmente corresponde a “mujeres mayores, normalmente viudas, que llevan toda su vida o llevan muchos años en el barrio, que viven en cuartos de casa de 30m2, donde han subido toda su familia y han vivido cuatro, cinco o seis, 5 personas. Con pensiones muy bajas y rentas antiguas, que son las que les permiten subsistir”.
Andrea tiene 50 años de vivir en la Barceloneta y no piensa en moverse. Me la encuentro sentada en una silla, en la calle, cerca de su casa. En silencio, observa a varias familias caminar con sus hijos, a dos viejos que charlan y ríen a carcajadas, a un barrio que se niega a abandonar su familiaridad y su convivencia.
La Barceloneta parece un pequeño pueblo insertado entre la playa y el caos de la ciudad. Andrea me mira y coge las muletas para ponerse de pie, pero le hago un gesto para que espere y me apresuro a ayudarla. Entramos en su piso y el mundo se contrae. Andrea tiene que hacer maniobras para moverse con sus muletas por los encogidos espacios de su pequeño hogar. Tiene las rodillas operadas y la espalda enferma por haber pasado once años sin bajar a la calle.
De pronto coge un papel y con enfado lo agita en el aire. “No me ha tocado, qué disgusto tengo, yo estoy la 38 y solo daban treinta pisos… ¡he cogido un berrinche esta mañana!”. Andrea lleva casi 28 años pidiendo un piso de alquiler social. Vive por 400 euros en una planta baja de unos escasos treinta metros cuadrados. A sus 65 años, comparte hogar con dos de sus hijos, de 28 y 40 años, quienes están parados y viven de su pensión de 600 euros.

Desde que murió su marido, hace ya un par de años, Andrea ha tenido que repartir su pensión entre tres. “Indirectamente las personas mayores se han visto afectadas por la crisis, ya que muchos de los hijos se ha encontrado en el paro y la única solución que han visto ha sido acudir a sus padres. Se está empobreciendo la calidad de vida de las personas de tercera edad”, comentaba Deusdad.
Según el Ayuntamiento de Barcelona, el 51,3% de las situaciones de pobreza relativa se dan entre personas mayores de 65 años.
Andrea tiene que hacer magia con sus 600 euros. Deben más de nueve meses de alquiler, que compensan en momentos puntuales cuando el hijo menor encuentra trabajo y pueden devolver algo de la deuda. “Y aún así no me dan un piso de alquiler aquí, en el barrio. Según ellos porque no tengo suficiente grado de dependencia para poder entrar dentro de los parámetros de la ley”. La esperanza de Andrea ha caído en saco roto. Aun así, se mantiene firme en su decisión de quedarse en el lugar donde ha pasado la mayor parte de su vida. “No me gustaría irme del barrio, además tengo todos los médicos aquí. Me conoce todo el mundo, en el CAP, en el mercado…”.

Una cuestión de género
Después de un largo día de reporteo vuelvo a casa cansado y con ganas de distraerme un poco, pero los buzones del edificio son un resumen de este modelo Peter Pan: una familia de seis en el tercer piso, una pareja de jóvenes en el segundo, un grupo de paquistaníes que trabajan en la frutería en el cuarto y Carmen que vive sola en el quinto.
Me la encuentro al llegar a la puerta de la escalera.
Como ella hay 68.310 mujeres mayores de 65 años que viven solas en Barcelona. Más de tres veces la cantidad de hombres de tercera edad que tienen que enfrentarse a una vejez solitaria. “Muchas son de una generación de posguerra a quienes se forzó a dejar su trabajo para dedicarse a las tareas del hogar y que por lo tanto cobran pensiones muy bajas”, me había dicho ya Deusdad.

Carmen y yo nos saludamos discretamente, como solemos hacer cuando, de manera casual, nos encontramos en la puerta, en su rellano. Sabemos, más o menos, nuestros horarios. Yo sé sus caminos, imagino que ella sabe algunos de los míos.
En sus manos lleva varias bolsas de la compra y me dice que pase, porque en esta pequeña escalera del Raval no cabemos los dos al mismo tiempo. Pero le contesto que, si quiere, la puedo ayudar con la compra. Parece dudar, pero al final acepta. Carmen tiene 70 años y vive en el quinto piso. Así como Tere y como solía vivir Andrea. Cuando llegamos a la puerta de su apartamento me da las gracias y entra. Pero yo me quedo de pie, sin moverme, intentando recuperar el aliento y volver del déjà vu que me atacó en ese instante. Mujeres mayores, solas, escalones, mobbing… Barcelona no es ciudad para ancianas.